Martes con mi viejo profesor, de Mitch Albom

26 abril, 2019

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A veces conviene dejar reposar los libros. Incluso puede que alcancemos esa edad donde lo más importante no es ya leer, sino releer. Estamos tan inmersos en las novedades pasajeras que, con frecuencia, se nos olvida toda la literatura precedente (con el cine pasa exactamente lo mismo); y con precedente no me refiero únicamente a los grandes clásicos, sino a nuestros clásicos particulares.

Hace algunos años fue bestseller Martes con mi viejo profesor (Tuesdays with Morrie, 1997; Maeva, 2008), crónica humanista de un docente de universidad llamado Morrie Schwartz (1916-1995), contada por su ex alumno Mitch Albom (1958). Morrie hubo de padecer la terrible enfermedad E.L.A. al final de su recorrido vital. La vida se compagina con la literatura.

Albom, que ejercía de periodista deportivo, fue, como digo, alumno de Morrie y dejó en este escrito constancia de los padecimientos, pero también del arrojo y voluntad personal, del que fuera su maestro. De hecho, y fuera ya del ámbito particular, el traspaso de los conocimientos siempre se ha nutrido más de la incitación al saber y el despertar de las motivaciones que de los fastidiosos libros escritos por los pedagogos.

No descubro nada nuevo si digo que no sabemos lo que nos depara la existencia (mancias aparte, que exigirían un análisis que escapan al contenido de este libro). De modo que uno estudia, crece física e intelectualmente, se reproduce si quiere y luego muere. Hasta puede que recordemos a alguno de nuestros maestros con especial cariño (a los otros mejor olvidarlos), o incluso que nos dediquemos a eso de la enseñanza. En tal caso, no solo solemos recordar a nuestros antiguos profesores, sino que esperamos que algunos de nuestros alumnos nos recuerden a nosotros. Personalmente, siempre me ha gustado ese poema de Gerardo Diego (1896-1987) titulado Brindis, usual en cualquier antología, pero de seguro en Versos humanos (1925), en el que el profesor del texto y la vida real celebra su traslado (más que su ascenso), narrando en verso la pasada experiencia educativa, brindando por ese alumno desconocido que, entre la multitud de pupilos, algún día se acordará del que suscribe.


Pues bien, el profesor de sociología retirado Morris S. Schwartz padeció de esclerosis lateral amiotrófica, una implacable y cruel enfermedad degenerativa. En un principio, advierte su alumno (pues de facto lo sigue siendo), que descubrí que ya no me interesaba la fama de los otros, y que la cultura es algo que se crea uno mismo. Ahora que se ha puesto de moda emplear a los menores como escudos humanos en manifestaciones supuestamente pacíficas, pues el espacio público les pertenece exclusivamente a ellos, o que la universidad ha perdido su maltrecho prestigio integrador (tornado a integrista de forma soterrada), no están de más las enseñanzas y advertencias de este avezado profesor que sospecha que el nivel del odio se solapa con la pasividad, y que el pensar ha sido siempre mucho más trabajoso que el sentir. Quizá la lección más importante que nos regala sea que los profesores dan la oportunidad, pero es a la persona a quien compete asimilarla o no, profundizando en ella, incorporándola al ser. Por lo que todos necesitamos maestros en nuestras vidas.

Estos recuerdos y apreciaciones intercalados se traducen en escenas y flashes que nos hacen partícipes de lo ilusorio del tiempo y también del espacio (cada martes, Mitch hace buen número de kilómetros a placer para estar junto a su viejo profesor); si bien, la propia cronología de los individuos es importante para poder asirnos a ellos. Los diálogos que se desgranan en el libro no solo logran, como se suele decir, que la muerte sea la gran niveladora (de toda condición social o confesional), sino que también lo sea la vida, entendida como el hermanamiento de dos personas que se redescubren a sí mismas.


El tema “estrella” es, por consiguiente, la muerte, pero no la desaparición. En realidad, es la vida lo que vertebra estos encuentros y nuestras vidas. El deceso no se contempla como el final, sino como un nuevo principio en ambos escenarios, aquí y allá (si se posee la necesaria confianza). Y si, en efecto, existe algo más allá, o con ella se acaba todo. No en vano, ¿cuánto nos queda, cincuenta años o cincuenta días? Quizá, de todo lo que nos queda por aprender, lo más sea relevante sea, en palabras de Morrie, que cuando aprendes a morir, aprendes a vivir.

Razón por la que los jóvenes no son sabios, recalca el profesor. Una proclama que, teniendo en cuenta el exagerado crédito que se otorga a esta franja, resulta de lo más acertada. No quiero decir que paso por alto todas las reglas de tu comunidad, explica Morrie, (…) pero las cosas grandes, cómo pensamos, lo que valoramos, esas debes elegirlas tú mismo. No puedes dejar que nadie, ni que ninguna sociedad, las determine por ti (…) Tienes que trabajar para crearte tu propia cultura.

Ítem más. Pensamos que, por ser humanos, estamos por encima de la naturaleza. Desde el diagnóstico de su enfermedad, Morrie ha tenido ocasión de sopesar, valorar y reflexionar acerca de muchas cosas, las auténticas, esas de las que algunos muestran su desconocimiento riéndose. Ahora, tras la devastadora adversidad, las entrevistas concedidas a algunos medios de comunicación y los encuentros con Mitch, es al lector a quien competen, tal y como referiría Morrie Schwartz. Forma parte del hecho de ser humanos terminar y renovar.


En suma, es el presente un conmovedor testimonio sobre el existir, la amistad y el amor, donde cuenta la introspección, entendida como esa reflexión y aprendizaje que proporcionan los años y que, para el caso, alcanza tanto al biografiado como al biógrafo. Lo hace por medio de la alternancia de los tiempos narrativos (de los años setenta a mediados de los noventa). De este modo, Martes con mi viejo profesor nos recuerda lo valioso que es el tiempo que pasamos con los demás.

El éxito del libro suscitó una adaptación al medio televisivo, en forma de telefilme. Fue protagonizado por Hank Azaria (1964) en el papel de Mitch Albom y el veterano Jack Lemmon (1925-2001) en el de maestro. Visualmente no ofrece nada novedoso, y sí muchos planos medio-cortos, aunque es una fidedigna transcripción del original realizada con puntual pulcritud por el inglés Mick Jackson (1943). La escritura corrió a cargo de Thomas Rickman (-2018), responsable de la estupenda San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman, Stuart Rosemberg, 1973).

Dejando al margen una engorrosa e intrusiva (y lo que es peor, prescindible) voz en off al principio del relato, y unas insulsas imágenes en retrospectiva, Martes con mi viejo profesor (Tuesdays with Morrie, Harpo Films, 1999), nos presenta a Morris Schwartz (Jack Lemmon) como un hombre vitalista y activo, al que le gusta bailar. Y a Mitch Albom como un tipo entregado por completo a la vorágine del mundo informativo del deporte.

Albom “personaje” es uno de los rostros y firmas más apreciadas en dicho mundillo. Desde que salió de la universidad, apenas ha tenido tiempo de echar la vista atrás. Vive de prisa y corriendo formando parte de un engranaje. Él mismo asegura que los deportes están siempre de temporada en este país (¿en alguno no es así?), y que se ve capaz de hacer seis cosas a la vez en tanto su vida transcurre en aviones y hoteles. Una situación que también le dificulta para el desarrollo de una relación de pareja normal, en este caso, con la cantante Janine (Wendy Moniz). 


Estando en estas, contempla de refilón el viejo rostro de su profesor en la tele. Será el inicio de un volver a las raíces. Morrie se halla enfermo y tras sopesarlo bastante, Mitch decide acudir a visitarlo. Tras este primer reencuentro, las visitas se repetirán cada martes.

Significativamente, tales encuentros productivos coinciden con una huelga en el ámbito deportivo (aspecto que está más remarcado en el libro). Morrie bromea con el hecho de que, siendo Mitch una estrella de la televisión, ahora que me estoy muriendo la gente muestra más interés por mí.


El profesor jubilado de sociología de una universidad de Brandeis, Boston, recibe las visitas de Mitch, que resulta el gran beneficiario de estos intercambios. Unas provechosas enseñanzas por parte de Morrie, como recuerda Mitch, sin estar en el negocio de la autoayuda. Como cuando el maestro pone de relieve el valor del silencio.

Pese a que la película desprende un sesgo más ecuménico y colectivista que el original, esta adaptación cuenta con algún que otro acierto añadido, como el del quarterback (Dan Thiel) al que Mitch entrevista y que se coloca una gorra específica, en respuesta a la pregunta de a qué universidad piensa ir. También se respeta la idea de que las clases no se interrumpen con la muerte del profesor. Al final, todo lo que le queda a Morrie es su voz, pero una voz que resuena eterna.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


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