Una vez más, cedemos nuestro apartado mensual de El Autocine a ese tipo de películas algo particulares, por no decir disparatadas, que pese a su escaso presupuesto, tuvieron la virtud de estimular grandemente la imaginación. Producida por Walter Mirisch (1921), escrita por Arthur Strawn (1900-1989) y dirigida por el realizador especializado en westerns, Lesley Selander (1900-1979), Vuelo a Marte (Flight to Mars, 1951) fue una producción de la compañía artesanal Monogram, más tarde convertida en Allied Artist, tras su fusión con Republic Films.
Como una constante en el planteamiento de la historia, cabe señalar el hecho de que no están nada claras las posibilidades de poder llegar… o regresar de Marte, por parte de militares, ingenieros, astrónomos o incluso de la propia tripulación de la que va a ser nuestra primera visita al planeta. El universo que hay ahí fuera supera nuestra comprensión, resume el ingeniero Jim Barker (Arthur Franz), que forma parte de la expedición; el profesor Jackson (Richard Gaines), otro de sus componentes, aún va más lejos, ¡expresándose casi como si ya estuviese muerto!
En una idea simpática, y para ir entonando el plano, los sofás y sillones que aparecen en los prolegómenos al lanzamiento son de color rojo. No es la única disculpable ingenuidad, destacando la circunstancia de que, pese a los avances técnicos que permiten el viaje, el periodista Steve Abbott (Cameron Mitchell) se vea obligado a enviar sus periódicos reportajes en unas cápsulas con forma de torpedo, en tanto que la tripulación se comunica con la base por radio (hasta que esta deja de funcionar). Una tripulación que, en el colmo de la sofisticación, cuenta con una cómoda gravedad en el interior del cohete.
Pero que todo sea de andar por casa no es impedimento para poder entretenerse. La travesía es interesante, en el sentido de que, en este segmento ya se argumenta, por boca del profesor Lane (John Litel), la posibilidad de existencia de otros universos además del nuestro, o con que, a su vez, los seres humanos somos como unos universos en miniatura.
La misión pasa por ciertas dificultades, pero sus miembros optan por seguir adelante e intentar la feliz arribada. Así, tras comprobar los daños debidos a una luminosa lluvia de meteoritos, y con el acompañamiento durante el trayecto de la partitura compuesta por el nada desdeñable Marlin Skiles (1906-1981), los expedicionarios tocan puerto tras superar la barrera de los temores del cómo y dónde aterrizar.
Tras el descenso, los terrestres descubren, para su sorpresa, unas formaciones artificiales que les predisponen a entrar en contacto con la civilización responsable. Esta les depara un cordial recibimiento, porque como sucede con los seres humanos, la vileza y la hipocresía se agazapan en el interior de (algunos de) los marcianos, confeccionados a imagen y semejanza de nuestra propia humanidad.
La comunicación se produce en idioma inglés pues, como explican los habitantes de Marte, han venido captando las señales terrestres enviadas al espacio (lo que les ha permitido conocer algunos de nuestros idiomas). El problema surge, como ya he señalado, cuando, de forma muy civilizada, una facción marciana planea la conquista de la Tierra valiéndose de la tecnología terráquea, porque su planeta se muere cada vez más. Algo que pretenden llevar a cabo copiando el cohete terrestre. De hecho, marcianos y humanos son lo mismo, antropológica y psicológicamente, pues ambos actúan y sienten igual. Hasta Jim Barker queda embelesado por la lugareña Alita (Margaret Chapman), dejando de lado a su compañera, la científica Carol Stafford (Virginia Huston), que, finalmente, tendrá la ocasión de rehacer su maltrecha vida sentimental con el predispuesto Steve Abbott. Por su parte, Alita ayuda a los visitantes a poder huir sin mayores percances, y con la promesa de un mejor entendimiento entre ambas culturas, tan parecidas.
Pese a que por obvios motivos crematísticos, Vuelo a Marte adolece de una mayor abundancia del paisaje marciano (aunque sea pintado, al estilo de los excelentes logros de Chesley Bonestell [1888-1986]), esta adaptación encubierta de la novela Aelita (Ídem, 1923; Biblioteca del Laberinto, 2006), de Alekséi Nikoláyevich Tolstoi (1883-1945), cuenta con los interesantes decorados minimalistas de Ted Haworth (1917-1993), encargado de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Donald Siegel, 1965), y con los modestos pero eficaces efectos visuales de Jack Cosgrove (1902-1965), Jack Rabin (1914-1987) e Irving Block (1910-1986), responsables, a su vez, de los de Invasores de Marte (Invaders from Mars, William Cameron Menzies, 1953), Cohete K-1 (Rocketship K-M, Kurt Neumann, 1950), Kronos (Ídem, Kurt Neumann, 1954) o Un mundo sin fin (World Without End, Edward Bernds, 1956). Además, en dicha categoría, Cosgrove participó en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939) y Juan Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, 1941), Rabin en La noche del cazador (Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), y en el caso de Block, este fue co-autor del relato que daría pie al excelente Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred M. Wilcox, 1956).
Y de la exploración espacial a la de nuestro propio mundo en Bajo el signo de Ishtar (The Mole People, Universal, 1956), inspirado título en español para una esforzada aventura con arriesgados expedicionarios, medio filólogos medio arqueólogos. No en vano, entre las más antiguas creencias está la de que la Tierra es (semi) hueca, como la cabeza de algunos. De hecho, lugares mágicos y sagrados ya han sido descritos desde época precolombina, como el Cerro Uritorco en Argentina. Son emplazamientos para seres de todo tipo, materiales o espirituales, de esta u otras dimensiones.
Corpóreos son, sin duda, los que encuentran los expedicionarios de Bajo el signo de Ishtar, aunque eso sí, sujetos a unos ritos y costumbres totalmente ajenos a las nuestros, más que a causa del espacio que habitan, por todo el tiempo transcurrido. La civilización de los seguidores de la diosa mesopotámica ha subsistido como un compartimiento estanco.
Producida por el inapreciable William Alland (1916-1997), con la fotografía de Ellis Carter (1906-1964) y un estimulante guión de Lazslo Gorog (1903-1997), nuestro relato da comienzo en Asia, con todo el sabor aventurero de unos exploradores que realizan un sensacional descubrimiento: una tablilla con grabados cuneiformes, es decir, sumerios, imposibles en el estrato arqueológico en el que han sido hallados (por debajo del nivel de una gran inundación), o en esa región del planeta. Pero en lugar de desechar las evidencias, los doctores deciden confrontarla con su propia expedición (sostenida por aspectos tanto míticos como históricos).
De tal modo que, en forma de presentación, el profesor Frank C. Baxter (1896-1982) ofrece al inicio de la película un repaso cultural de corte fabulesco pero bastante entonado, referente a la repetición de los mitos en las distintas culturas, y a la posibilidad de mundos subterráneos desconocidos, desde la epopeya de Gilgamesh hasta nuestros días.
El caso es que, ya de vuelta a la ficción, el doctor Roger Bentley (John Agar), traduce la tablilla, que resulta ser una advertencia, al estilo de las egipcias. Un instante inoportunamente acompañado por un movimiento de tierras (¿castigo de la diosa sumeria?); temblor que, no obstante, pone al descubierto una lámpara de aceite, que confirma el antedicho arquetipo del diluvio (recogido igualmente en Gilgamesh), así como la pervivencia de una dinastía salvada del desastre.
Para poder ir hacia lo más profundo de la cuestión, se hace necesario escalar hasta lo más alto de la cima de una montaña, en la cordillera nevada de Kuhitara. De este modo, acompañado por su amigo Jud Bellamin (Hugo Beaumont) y por el miedoso Etienne Lafarge (Nestor Paiva), el grupo desciende a las profundidades, después de que uno de los miembros de la expedición se haya precipitado por una porción de suelo que ha cedido (literalmente, se lo traga la tierra).
Tras hacer de escaladores y luego de espeleólogos, los exploradores acceden al interior de la montaña, momentos en los que, curiosamente, no se incorpora música alguna a las imágenes, pues estas resultan lo bastante expresivas e intrigantes. Pese a todo, la partitura es retomada en el estupendo plano que muestra a Bentley iluminando con su linterna el cuerpo de su compañero caído, y después, la cueva en la que han quedado atrapados. Posteriormente, el instrumento seguirá siendo de gran utilidad, aún después de haber alcanzado un entorno iluminado de forma natural, circunstancia ante la que observa Bentley que debe de haber una explicación racional y científica…
Tras contactar con los habitantes de esta humanidad paralela, y ser tomados por dioses, los expedicionarios descubrirán que también allí anida la crueldad, dirigida hacia otra raza escindida y de aspecto semi monstruoso, que es denominada los hombres-topo.
A pesar de ello, la oriunda Adad (Cynthia Patrick) sabe que los recién llegados no son dioses, porque estos siempre están enojados y no sonríen. De hecho, uno de los primeros lugares que descubren Bentley y su grupo será una prisión, donde se topan con los esqueletos de algunos de estos hombres-topo martirizados.
Destaca, igualmente, el bonito plano del templo subterráneo, que se acompaña de un río caudaloso. Este representa a un verdadero templo maldito, como tendrán ocasión de comprobar los visitantes, con sus criaturas esclavizadas, su sanguinario culto (dedicado al ojo de Ishtar, es decir, al sol), y su pérfido sumo sacerdote (Alan Napier).
En esta incursión tras las cámaras del, por lo general, regular tratado Virgil W. Vogel (1919-1996), con la consabida partitura multi-origen bajo la dirección de Joseph Gershenson (1904-1988), las ruinas del templo sumerio hallado por los arqueólogos, no solo son el escenario que muestra la supervivencia de una raza, sino la fosilización de toda una cultura, en una mezcla irresistible para los fieles amantes de estas aventuras de los años cincuenta, auténtica década dorada de muchos de los géneros cinematográficos.
Escrito por Javier C. Aguilera
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