Hay cosas que, de no tener ninguna explicación aparente, resulta que pasan a tener trece. Como comprueban los compañeros de instituto de la joven estudiante Hannah Baker (Katherine Langford), que tristemente ha puesto fin a su vida tras cometer suicidio. Clay Jensen (Dylan Minnette) trabajó con ella en un cine de la localidad y ha sido seleccionado por la víctima y ejecutora como confidente de sus pesares y de su resolución. De este modo, Por trece razones (Thirteen Reasons Why, Netflix-Paramount Television, 2016, estrenada al año siguiente), se convierte en una notable miniserie de trece capítulos que aborda el tema del acoso y el suicidio juvenil (a veces, hasta infantil), según se relata en el libro -que no he leído- de Jay Asher (1975), adaptado para la televisión por Brian Yorkey (1970).
Llama la atención el hecho de que varios de los jóvenes protagonistas sientan una especial inclinación -algo que he comprobado personalmente- hacia algunos de los logros útiles y estéticos del inmediato pasado. Por ejemplo, Toni (Christian Navarro) conduce un Mustang impecable, Tyler Down (Devin Druid) prefiere los carretes de fotografía convencionales, y Clay no sacrifica los libros por Google a la hora de confeccionar un trabajo, como le demuestra a su empático compañero Jeff Atkins (Brandon Larracuente; capítulo VI), aparte de que, como queda dicho, trabajó con la víctima en la recepción de un cine de aspecto absolutamente clásico. Tanto Toni como Clay están de acuerdo en que hay aspectos y cosas que antes eran mejor (es decir, no confundiendo eficacia con velocidad).
Una circunstancia que incluso abarca la forma en que Hannah Baker transmite los motivos de su decisión, por medio de unas cintas de casete y de un mapa en papel, destinado a emplazar in situ al oyente, en los lugares donde se van a desarrollar, en retrospectiva, buena parte de los hechos.
Pronto averigua Clay que no es el único emplazado en esta causa (I). El trato consiste en ir pasando las cintas, un relato de la vida de Hannah en el instituto y en su hogar, so pena de hacerlas públicas si la cadena se vulnera (parece que existen varias copias). Más que una revancha, lo dispuesto es un acto de justicia “bien” organizado.
En el caso de Clay Jensen, se trata de un muchacho algo tímido (es calificado como el mudito por parte de un docente; II), no es muy amante de las fiestas (aunque no las rehuya), posee dibujos y figuras de Robbie, el robot en su habitación (imposible no simpatizar con él) y, por encima de todo, es inteligente, aunque los acontecimientos agudicen su sentido de la observación como nunca antes había advertido. Sobre todo, ahora que habrá de ver los sucesos y a las personas implicadas con distintos ojos.
Es por ello que Clay interactúa visualmente con Hannah mucho más que el resto de sus compañeros del presente. No en vano, su relación con la chica forma parte de un pasado no solo temporal, sino emocional. Y por eso son contadas las escenas que no tienen a Clay como testigo directo o indirecto de los hechos: ejemplos de ello serían los instantes en que el orientador Porter (Derek Luke) y el director del instituto (Steven Weber) supervisan las pintadas en los aseos, o los que muestran la aflicción y confusión de los padres de Hannah (Kate Walsh y Brian d’Arcy James), en una absoluta soledad (VIII).
Esta confusión viene motivada porque el acoso padecido por la hija no se debe a un (supuesto) defecto físico o a un (enfermizo) delito de odio, sino al producto de una serie de circunstancias funestas que culminan en una Hannah no dispuesta a darse una oportunidad más, como finalmente confirma el último de los testimonios grabados por la fallecida.
Estos dan comienzo con el relato de la muerte de la primera ilusión amorosa, cuando su compañero de clase, Justin Foley (Brandon Flynn), distorsiona su amistad y sentimientos, al permitir, por cobardía, que se haga pública una fotografía que se presta al equívoco (nuevamente sale a relucir el poder manipulador de la imagen), dinamitando así la barrera entre lo público y lo privado. El acoso que sufre Hannah Baker es soterrado, pero por eso resulta aún más aterrador; aparte de venir acompañado de una narrativa textual y visual que sabe tanto anticipar los hechos como mostrarlos. O incluso trascenderlos, como sucede con el plano-contraplano de un Clay observando el póster de una galaxia que cobra vida (II).
De igual modo, cierto sarcasmo alcanza a orientadores y pedagogos, como la ridículamente optimista señorita Antilly (Lisa Anne Morrison; antes de la llegada del más equilibrado señor Porter; II), o bien se focaliza en la sacrosanta institución del equipo deportivo del instituto (II y IV), llegando a salpicar incluso a determinadas relaciones de pareja (como los padres adoptivos de Courtney Crimsen [Michele Selene Ang], V).
El resto de confesiones, tras cuatro años de ambiente formativo y estudiantil, aclaran quiénes son los inductores de la decisión de Hannah, más que los responsables directos de su muerte. Este es un punto importante, porque en última instancia, y por doloroso que resulte -que resulta-, el acto de suicidio de Hannah es atribuible a ella misma, por mucho que venga determinado, de forma comprensible, por una profunda y desoladora -más que desesperada- tristeza (además de una considerable mala suerte). Ello no obsta para que existan unos evidentes instigadores de ese estado anímico y de una serie de agresiones, como responsables de convertir la vida de la protagonista en una sucesión de agudas decepciones. Curiosamente, en todo este grupo, pesa bastante la inestable situación familiar, incluso en los núcleos aparentemente mejor avenidos, siendo, como en el caso de Justin Foley, Ryan Shaver (Tommy Dorfman) o Bryce Walker (Justin Prentice), un efecto directo sobre la personalidad y actuación de los vástagos.
Los golpes “de usar y tirar” que son asestados a Hannah van minando su confianza, algo precaria, si hemos de ser francos, aunque como ya he señalado, atribuible a la inmadurez de la muchacha (en su acepción menos hiriente o más biológica). Sobre todo, en una etapa, la de la adolescencia, en la que cada tropiezo grave parece acabar con el mundo. No es gratuito, por lo tanto, que Hannah comente, desde una perspectiva casi de ultratumba, que esas tonterías son importantes (III).
El caso es que los “amigos” hacen otros “amigos”, toman caminos diferentes, vienen y se van, mientras los jactanciosos, los rufianes o los traidores parecen sobrevivir eternamente. En este sentido, cierta paranoia flota en el ambiente de este instituto y en las casas, antes del luctuoso acontecimiento. La excesiva reglamentación del centro escolar, aún encaminada a fines positivos, pero no siempre adoptada de la forma más conveniente por el personal docente, y la sobreprotección -o por el contrario, la dejación- de algunos padres, somete a los estudiantes de tal modo, que estos se muestran incapaces de sobreponerse a casi nada (o bien los hace pasar de todo). A veces, hay que sincerarse tanto con los progenitores que por poco se llega a la asfixia (V). Por ejemplo, si con la madre de Clay (Amy Hargreaves), la relación es casi invasiva (no por falta de cariño), con el padre (Josh Hamilton), por el contrario, el muchacho comparte un momento de sinceridad cuando éste le comenta que él pudo sobrevivir a sus años de instituto y que, por tanto, cree saber por lo que está pasando (VII). Pese a todo, como constata la estudiante y camarera Skye Miller (Sosie Bacon; uno de los más logrados personajes de la serie), respecto a Clay, no es común que tus padres sigan juntos (VI).
Por descontado que las peleas se graban en los móviles (VI) y que pasamos del dichoso no seas nenaza a un momento en el que los cumplidos se convierten poco menos que en vituperios, y los chascarrillos derivan en represiones emocionales. Algo pernicioso para el carácter de una Hannah que, además, advierte acerca del adoctrinamiento ideológico en las aulas: en el instituto no tienes ideas propias, te dicen lo que pensar (VIII). Lo cual no es óbice para que Hannah conozca a un simpático bibliotecario -otra especie clásica en extinción- (Tom Maden; VIII).
Posteriormente, los padres de Hannah tratarán de encontrarle algún sentido a la tragedia, pues desconocen la existencia de las cintas, y la aparente falta de motivaciones hace mella en la convivencia del matrimonio. Se culpan de no haber percibido alguna señal al tiempo que, como implora la señora Baker, tratan de evidenciar que nuestra niña tiene cara y nombre (IV). Pese a la aparente extroversión de la hija, les resulta duro constatar cómo esta tenía razones para matarse; una frustración que tratan de arrostrar culpando al centro educativo, siempre con el miedo de conocer la verdad, pues como se cuestionan desde un primer momento, ¿y si descubrimos algo que no queremos saber? (II). Lo cierto es que, con la hija en vida, los padres no cesan de discutir a causa de su inestable situación laboral.
Como adolescente, Hannah Baker aún no posee los apropiados mecanismos de defensa emocionales (si es que estos se llegan a adquirir indefectiblemente), lo que la conduce a una suspicacia y susceptibilidad que, en ausencia de estos, serán sus únicas armas defensivas (definitivamente, no se sincera con sus padres, que como ya hemos señalado, atraviesan dificultades laborales y, en consecuencia, en lo económico).
El impacto en una personalidad noble como la de Clay también es evidente, llegando a asegurar, a la hora de justificar su “lentitud” en lo concerniente a las cintas, que solo puedo escucharla -a Hannah- a pedazos, me entra el pánico (III). Motivo por el cual se tomará su tiempo para asimilar el testimonio de la amiga, y por el que, en su propia deriva emocional, llega a experimentar cómo el hacer daño puede ser algo que se contagia, como evidencia su mal comportamiento con el acosador importuno Tyler Down (IV). Así, hasta desembocar en la inevitable fiesta donde casi nadie lo pasa bien, pero se finge que sí (IX), y que es el vórtice que desencadena los últimos padecimientos de la protagonista.
Pese a que la fotografía en el presente resulta a veces exagerada y cansinamente grisácea (un subrayado visual demasiado evidente), con objeto de diferenciarla de las imágenes del pasado, invirtiendo la tónica habitual (pues este resulta ser más luminoso: las circunstancias más trágicas pertenecen al presente), la pesadumbre que se palpa es muy real y algunos aspectos argumentales merecen ser destacados.
Especialmente remarcable es, en este sentido, el décimo capítulo, donde se va desgranando con buen tino lo acontecido después de que una señal de tráfico haya sido arrancada accidentalmente (tras la referida fiesta). A su vez, es simpático constatar cómo Toni se convierte en algo así como el ángel custodio de Clay, cuando este último aún desconoce la totalidad de las implicaciones de sus compañeros, y de él mismo (algo que le llena de angustia), en los acontecimientos. De hecho, Toni es el “buen gay” frente a los comportamientos nada complacientes de otros compañeros homosexuales, egoístas, aprovechados y manipuladores: todo lo contrario de lo que es Toni.
De hecho, los distintos caracteres están muy bien definidos en la serie. Hasta la madre de Clay llega a deslizar subrepticiamente unas píldoras a la hora del desayuno (se supone que para combatir las pesadillas), indicando cierto trastorno en el pasado de su hijo (III). De igual modo, Zach Dempsey (Ross Butler) está atrapado en un mundo de apariencias, en sus relaciones familiares y escolares. El deseo, o la necesidad de agradar a los demás, se trate de gente cercana o de simples conocidos, hace que se sea aquello que no se es.
Igual de destacable es el momento en el que Clay se enfrenta, junto a Toni, a la típica montaña a escalar, símbolo manifiesto pero bien aprovechado (VIII). Otra escena estupenda es aquella en la que Skye Miller le echa las cartas a Clay (siendo este quien las baraja), instante al que se suma la escena en la que chico reconstruye lo que debería haber sucedido, casi con toda probabilidad, de haberse acercado más a Hannah o, si al final, ella también se hubiera abierto más con él (XI). Como la propia Hannah asume, su principal equivocación fue dejar marchar a Clay; algo que también habrá de acabar asumiendo el muchacho.
El caso es que, tras extraviar una suma de dinero, Hannah comenta que hiciera lo que hiciera, parecía que seguía fallándole a todo el mundo (XII). Para mayor desgracia, Hannah tampoco se lo pone nada fácil al orientador Porter, cuando este tiene bastante paciencia. Pese a lo cual, la frustración del psicólogo será la de no haber podido ahondar más en las trágicas motivaciones de la alumna; al menos, a partir del momento en que Hannah percibe que nada va a cambiar (XIII).
Duro es constatar cómo, en la serie, nadie está a la altura (tampoco Hannah). La bola de nieve crece entre la ansiada independencia adolescente y los deseos de comunicar (que no es lo mismo que hablar), y ante el hecho de no saber pedir ayuda a los adultos, o no saber estos prestarla de forma conveniente. Este abrirse y cerrarse dispone un terreno sumamente ambiguo que multiplica las posibles conclusiones. De hecho, Hannah solo es capaz de describir en las cintas lo que le pasó, pero no así de verbalizarlo ante quiénes pueden ayudarla cuando, ciertamente traumatizada, deja de intentarlo. Hasta el bueno de Clay se queda paralizado por un periodo de tiempo, más ante los padres que ante sus compañeros, sabedor de que su madre va a proceder a la defensa legal del instituto en un asunto del que aún desconoce su propia responsabilidad. Aunque eso sí, siempre tratando de hacer lo que cree es lo más correcto, gracias a su agazapada pero firme integridad. Las posteriores citaciones y acontecimientos (XII) revelan cómo el sentido trágico de la vida alcanza a todos los personajes, sobre todo, a un desvalido Justin Foley (XIII). No obstante, uno siempre tiene la sensación, y este es otro acierto -imagino que consciente- de la serie, de que algunos padres -y madres: ¿de verdad hay que indicarlo?- semejan ser unos cancerberos agobiantes, insufribles y hasta repelentes, que de todo hay en la viña de esta localidad.
En definitiva, Por trece razones hace gala de una sólida realización, de marcada factura clásica, producto de varios realizadores y a pesar de la fragmentada estructuración narrativa y visual característica de nuestro presente. De forma igualmente certera, a lo largo del transcurrir narrativo, se suscitan una serie de dudas interesantes (y que no tienen por qué concretarse necesariamente), tales como si también es Clay responsable de la muerte de Hannah, o hasta qué punto es cierto lo que Hannah cuenta.
Sin embargo, esta duda final acerca de los hechos es lo de menos, en el sentido de que, transcurrieran o no de esta manera, lo que Hannah nos narra es cómo los vivió ella.
Escrito por Javier C. Aguilera
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