Francisco Ayala (1906-2009) siempre mostró un lúcido optimismo. Una visión ponderada y práctica de la realidad social y, consecuentemente, de la literatura, matizada siempre por una acusada vocación por la pintura, su interés por el arte del cinematógrafo, y una productiva estancia en Alemania, siendo estudiante; aspectos últimos que lo conectan con personalidades como las de Azorín (1873-1967) y José Ortega y Gasset (1883-1955). Como sociólogo, anticipó esperanzadas predicciones que se han cumplido, como la transformación orgánica de un país como España, desde dentro y sin crispaciones (estas fueron vueltas a insertar más tarde).
Se da la circunstancia, además, de que algunos de los que han explicado a Ayala (y ya se sabe que los autores no alcanzan a explicarse por sí solos a las personas que no se toman la molestia de leerlos) con frecuencia han procedido a desnaturalizarlo ideológicamente. Por fortuna, siempre quedan las obras, vehículo sincero para la manifestación artística del autor y sus personajes, a pesar de la experimentación en estilos muy diversos: de las vanguardias o el modernismo, a la reformulación artística de las experiencias más íntimas. Así, hasta el punto de acometer obras no adscritas a ningún género concreto, caso de El jardín de las delicias (1971).
Francisco Ayala hizo gala de una expresión literaria no beligerante o propagandística, como demuestran las pertinentes La cabeza del cordero (1949) y Los usurpadores (1949). Algo incómodo para algunos. De hecho, el escritor nunca quiso formar parte, en propias palabras, de una mitología del exilio (iniciado en 1939 y finalizado en 1960, de forma esporádica, y en 1966, definitivamente). Por si había alguna duda, añadía que nunca me interesó la lucha ideológica, sino las consecuencias psicológicas y morales, prestando conveniente y rigurosa atención al testimonio de la corrupción de todo poder político, intrigas, ambiciones y traiciones (declaraciones recogidas en el programa A Fondo, RTVE, 1977).
Abundando en ello, insistía en que hay una falsificación impuesta por la política; (…) como escritor, no se ha de ser partidista. En efecto, no se puede resumir mejor la enfermedad que ha afectado, y sigue afectando, al entorno cultural, y que trata de transmitirse de profesores a alumnos. Huyendo de experiencias totalitarias (en su caso, el nazismo y el peronismo argentino), Francisco Ayala constata que la sociología está en quiebra, y que el estado debe de ser un instrumento y no un fin. De hecho, cuánto más chabacano es el lenguaje, mejor acceso tiene el poder para medrar entre la gente (declaraciones recogidas en el programa Autorretrato, RTVE, 1984). De este modo, Ayala fue lo suficientemente perspicaz como para advertir acerca de la intromisión del Estado en la actividad artística, haciendo de ella un instrumento para sus propios fines (véase la Introducción del libro).
Se suele caer en el error de apreciación de que, al tratarse de un exilado, Ayala participaba de un pensamiento unívoco, por parte de quienes han hecho acopio histórico-cultural de la literatura de posguerra (que los hay en buen número). Pero de los inconvenientes y calamidades propias de tal condición, emerge un Ayala cuyo trayecto vital y geográfico es estrictamente personal, y en más de un sentido, independiente. En otras palabras, su desengaño vital no lo aboca a la sumisión de un colectivo o al pensamiento único, como dejan entrever las narraciones The Last Supper o Un cuento de Maupassant.
En total, seis relatos poco conocidos componen Historia de macacos (1955; Castalia), que reaparecieron, como edición crítica de Carolyn Richmond (-), en 1995. Escritos en Puerto Rico y enviados a la editorial de la Revista de Occidente, completan el tríptico iniciado por La cabeza del cordero y proseguido por Los usurpadores. Todo escéptico que no se disgregue en las visiones partidistas, sabe que el desengaño ha de ser lúcido, y que no basta con indignarse. Es en esa estancia en Puerto Rico donde el autor emprende la redacción de novelas y relatos de ambiente tropical y colonial, tales como Muertes de perro (1958) o El fondo del vaso (1962). Más que del vacío de la incomunicación, con Ayala cabe hablar del vacío de la comunicación; sobre todo, cuando parece que hay que comunicar obligatoriamente, o que solo puede hacerse por medio del habla.
Los relatos que configuran Historia de macacos son circunspectos, anecdóticos (en el sentido positivo del término), de mil o de una emociones, que meditan entre líneas sobre la dualidad del ser humano, en su más amplio espectro. Son digresiones y circunloquios con la superioridad e inferioridad de sus personajes ordinarios; duales y contradictorios, como suele serlo el contacto de persona a persona, del que el lector es confidente, o puede que hasta voyeur.
La ironía que reside en el título del primero de estos relatos, que da nombre al volumen, Historia de macacos, puede aplicarse a posteriori, una vez concluida la lectura de su contenido (o del resto de contenidos). En una colonia tropical indeterminada, un matrimonio se despide de sus conocidos por medio de una cena “para hombres solos”, haciendo un anuncio inesperado, y narrándose lo que de este se deriva (el matrimonio no es tal, pero lo acaba siendo).
El antedicho carácter anecdótico destaca en los relatos breves La barba del capitán, que muestra las reflexiones de una mujer adulta que, en tiempo de la niñez entabló contacto con un capitán apellidado Ramírez, denotando así el paso de la infancia a la edad madura; y Encuentro, donde dos antiguos conocidos coinciden en plena calle argentina. Los estragos del tiempo condensados en sendas imágenes del ayer, convierten ciertamente este reencuentro en un sorpresivo encuentro.
Por su parte, de un acentuado tono sociológico, casi suponiendo un análisis entomológico, resultan The Last Supper y Un cuento de Maupassant. En el primero, dos amigas comentan cómo el marido de una de ellas ha ideado un efectivo matarratas… y el segundo refiere la relación entre un filósofo y una doncellona sosa y algo áspera, que a continuación da paso al humorístico enfurruñamiento de dos esposas durante un estreno teatral, debido a que ambas son portadoras de un vestido idéntico (todo ello, ante el sometimiento de los sufridos maridos).
Finalmente, en El colega desconocido, un suceso trivial, de sesgo resueltamente cómico, hace que el escritor Pepe Orozco se enfrente a los peligros y límites de todo un grupo social cerrado en sí mismo, poseedor de un enlace directo con el mundo -o mundillo- literario de la oficialidad (la vida literaria), lo que les permite establecer distinciones entre lo que consideran alta y baja cultura (según su taxonomía). Sus componentes desconocen que lo tildado de popular no siempre es lo de peor calidad, aparte de que suele ser bastante más entretenido.
No en vano, un rasgo de carácter como ser humano y como autor, de Francisco Ayala, fue su sincera autenticidad. Ni absorto ni absorbido por los límites estrechos de la política, Ayala fue el escritor que ni hizo sangre ni comerció con ella.
Escrito por Javier C. Aguilera
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