Barrabás, de Richard Fleischer

12 abril, 2017

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En La verdadera historia de la Pasión (Edaf, 2008), el catedrático e historiador Antonio Piñero (1941) y el filólogo Eugenio Gómez Segura (1966), recordaban cómo a pesar de la indudable historicidad del hecho desnudo de la crucifixión y muerte de Jesús, en los relatos de cada uno de los evangelistas se nota claramente una intención teológica (parte V, capítulo 21). Pese a ello, recordaba Piñero en el epílogo que nadie debe dudar que lo sustancial del relato -Jesús fue aprehendido, juzgado por motivos políticos, sufrió tortura y muerte- es indudablemente histórico. Pero la comprensión y dramatización del relato de la Pasión, sobre todo mediante alusiones y citas de elementos de las Escrituras, hace que en casi todas las escenas surjan recelos razonables sobre lo que si se narra sucedió así o fue adornado por motivos litúrgicos o apologéticos. Añadiendo, respecto a la figura de Barrabás, y pese a las dudas aún que suscita el hecho de la liberación de un preso durante la Pascua, que un invento absoluto del personaje por parte de los autores evangélicos es muy problemático y solo puede basarse en hipótesis demasiado audaces. Es más fácil aceptar que ese bandido existió, aunque dudemos razonablemente sobre qué fue lo que ocurrió exactamente (en nota 89, parte III).

Al bravucón y pendenciero Barrabás (un espléndido Anthony Quinn) le ha venido Dios a ver cuando resulta indultado, en lugar de un tal Jesús de Nazareth (Roy Mangano), al que el ladronzuelo solo alcanza a contemplar de reojo, envuelto en una luminiscencia de extraña naturaleza.

Momentos antes, sabedor de la noticia de su indulto, ha impregnado por descuido sus manos con la sangre de Jesús. Un lazo sanguíneo que acompañará al protagonista para el resto de su existencia, nada fácil. Como bien ejemplifica el estupendo realizador Richard Fleischer (1916-2006), su inmediata liberación también coincide con el hecho de que se tope con la Cruz, objeto físico de los padecimientos de Jesucristo hasta su muerte terrena, además de símbolo del arduo camino que conlleva el cristianismo. De hecho, los paralelismos prosiguen cuando Barrabás limpia sus manos manchadas en una fuente, al mismo tiempo que lo hace el gobernador romano Poncio Pilato (Arthur Kennedy), por motivos semejantes; pero, aun cuando la razón respondiese a una intencionalidad tan prosaica como es el mero hecho de lavarse las manos, la simbología del acto es semejante para cada uno de ellos.

Es uno de los muchos aciertos de Barrabás (Barabbas, Columbia Pictures, 1961), adaptación de la novela homónima (Barabbas, 1950) del escritor sueco, Pär Lagerkvist (1891-1974), merecedor del premio Nobel de Literatura en 1951. Una traslación que corrió a cargo de Christopher Fry (1907-2005) y que fue producida por Dino de Laurentiis (1919-2010). Como desconozco la pieza de Lagerkvist, mis comentarios se ceñirán exclusivamente a la película.


Toda esta excelente puesta en escena pone en evidencia las causalidades de unos hechos que parecen venir predeterminados, o pertenecer a un orden ajeno al protagonista. Sin embargo, Barrabás será libre de poder rehacer su vida, o de condenarse nuevamente, a voluntad. De regreso a la vida civil, el que es calificado como ídolo de la ciudad de una forma sarcástica, vuelve a adoptar sus cómodos hábitos. Richard Fleischer resuelve su regreso a la taberna, es decir, la vuelta a su anterior vida, por medio de un único plano conjunto, desde la aparición de la tabernera Sara (Katy Jurado) hasta la visión de un Jesús en la distancia, camino del Gólgota y portando la Cruz; instante en que se quiebra la planificación y la falsa algarabía del protagonista.

Su antaño compañera Raquel (Silvana Mangano) también se ha convertido a la nueva doctrina y será a través de ella que Barrabás conozca algo más de la vida del hombre por el cual ha sido trocada su libertad. Lo que sucede es que la información es demasiado fantástica como para ser tomada en serio. Recordemos cómo es este un aspecto que el cristianismo paulino incrementa por vía de la resurrección de Cristo. Un suceso ante el cual Barrabás conviene que solo sé que ya no estoy preso. Pero a ello se añade, o incluso se opone, su disposición natural al discernimiento y la comprensión. La curiosidad por saber es lo que mueve a Barrabás y le insta a mostrarse más abierto, con todas las dificultades que ello conlleva. Máxime, tras su desconcertante encuentro con un Lázaro (Michael Gwynn) redivivo (o que ha sido dado por clínicamente muerto).


Es por ello que la trágica circunstancia de la muerte de Jesús, que coincide con la manifestación de un eclipse fenomenológico, valga el pleonasmo, culmina con un inquisitivo Barrabás al pie de la Cruz. En este sentido, era típico de la época, en el siglo I d. C., la creencia de que la divinidad hacía patente la muerte de los hombres ilustres por medio de signos telúricos y portentosos (Op. Cit., parte V, cap. 22). Pese a todo, el fenómeno fotografiado por Aldo Tonti (1910-1988) y acompasado por los ramalazos electrónicos y expresionistas de la partitura de Mario Nascimbene (1913-2002), bien a lo largo de dicho eclipse, o acompañando los escarnecidos planos de un Jesús torturado, es un acontecimiento totalmente plausible, además de argumentalmente acertado, que denota la lucha ante una evidencia revestida por un halo sobrenatural que, a su vez, comporta la resurrección, sino de la carne, sí de un alma o un espíritu.

De unos ojos que solo ven la realidad, el personaje pasa a vislumbrar la posibilidad de que dicha realidad sea mucho más amplia de lo que había supuesto hasta entonces. Eso sí, manteniendo las lógicas dudas, como demuestra su escéptica pero acuciante visita a Pedro (Harry Andrews), al que muestra su apego por la materialidad y los límites de la realidad. Algo a lo que Pedro observa que si estuvieras tan seguro de ellas no estarías aquí. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo limitarse a los sentidos (mensurables) de que disponemos. Hasta Poncio Pilato percibe la amenaza de esa novedosa apertura de conciencia, e insiste en que el terror y el fanatismo por lo sobrenatural han de pasar.


Condenado a una muerte en vida en las minas de azufre de la isla de Sicilia, el terrenal malhechor templa sus ánimos y, con los años, traba amistad con otro preso llamado Sahak (Vittorio Gassman). Sigue sin tener constancia de la existencia de un “cielo”, pero de la de un infierno desde luego que sí. De su permanencia como esclavo en las minas da cuenta Fleischer por medio de una serie de planos -precisamente- encadenados (a los que se sumará otro posterior, que enlaza los entrenamientos de Barrabás con su presencia en un Circo ya abarrotado de público). No será hasta su liberación, de nuevo providencial, y su posterior llegada a la capital del Imperio, que Barrabás conozca el alcance de su propia leyenda y la propagación del cristianismo.

Esta segunda salida de prisión, tras la inicial, también constituye para el personaje un segundo ascenso hacia la luz: tanto en la cárcel de Jerusalén como en las minas, Barrabás ha de enfrentarse a una luz que le ciega, como apropiado y preciso símbolo de la revelación que lo conduce hacia otro tipo de iluminación. De ahí, a su posterior entrada en las catacumbas, donde el símil se rompe: esta visita ya es voluntaria, aunque aún depara a Barrabás el que se pierda en ese laberinto de recovecos y resoluciones. Como él mismo reconoce, es muy duro seguir la voluntad de Dios.

Como duro será su entrenamiento como gladiador del Circo de Roma, al que no se indispone porque, al menos es vida. Por el momento, sigue sin tener un Dios, pero tampoco ningún amo. Ha intentado creer, pero la miseria y podredumbre, entre espantos y cadáveres, como explicita Barrabás, se lo ponen difícil. Sin embargo, aunque para Sahak los padecimientos son los mismos, entiende que, sin otra realidad física, qué sentido tiene la creación. No por casualidad existe la religión del Imperio, es decir, del estado, ante la que sucumbirá Sahak, pero que no podrá aniquilar su fortaleza.


Richard Fleischer depara otro momento espléndido de dirección, cuando un medallón con la cruz grabada hace dudar a Barrabás en si dar muerte, tras su enfrentamiento con el sádico Torvald (Jack Palance). Al menos, ya posee la suficiente experiencia como para distinguir entre el bien y el mal, en una sociedad tan extremada. Una humanidad de la que nunca ha carecido Barrabás, como demuestra su regreso a la cantera donde yace Raquel o al lugar de enterramiento de Sahak, a las afueras de Roma, para descender luego a las catacumbas, como queda dicho, esta vez, por propia voluntad. Una voluntad que Barrabás entiende progresivamente como una trabajosa responsabilidad.

Como última y definitiva ironía de la poca claridad del lenguaje divino, ante el bulo de que los cristianos están incendiando Roma, es decir, prendiendo fuego al viejo mundo para alumbrar el nuevo, y deseoso de saber cuál es su verdadero cometido, esto es, su propósito o misión en esta vida, Barrabás ayuda a propagar las llamas y es detenido. De nuevo en una celda, junto a otro grupo de cristianos acusados en falso, Pedro le aclara la cuestión del incendio, así como el hecho de que, en efecto, la divinidad puede estar en cada uno, pero ha de ser descubierta personalmente, pues de algún modo, todo ser humano es el mundo entero. Estamos solo al principio de una lucha angustiosa, resume el apóstol, por lo que se hace necesario realizar un esfuerzo continuo para poder desarrollarse y seguir creciendo.

Escrito por Javier C. Aguilera


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