Star Trek II: La ira de Khan, de Nicholas Meyer

07 marzo, 2017

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En un sector inexplorado de la galaxia, una vieja nave terrestre surca el espacio cuando es interceptada por el Enterprise. Más de dos siglos median entre los tripulantes de una y otra nave, pero es que los primeros han sido preservados por medio de la hibernación. La teniente McGivers (Madlyn Rhue) se siente muy atraída hacia uno de los supervivientes, dado su interés por la historia, del que emerge una irreprimible admiración hacia dicha figura, Khan Singh (Ricardo Montalbán), un producto de la ingeniería genética del siglo XX y líder del grupo de los terrestres deportados. La verdadera tragedia del relato es la de esta oficial, que entra en contacto con una porción viva de la historia sin poder sustraerse a la misma.

Estos son los antecedentes, según el episodio Semilla espacial (Space Seed, Desilu-Paramount), escrito por Gene L. Coon (1924-1973) y Carey Wilber (1916-1998), y dirigido por Marc Daniels (1912-1989) en 1967. Una historia que se retomó en Star Trek II: La ira de Khan (Star Trek II: The Wrath of Khan, Paramount, 1982), cuando el productor ejecutivo y coguionista, Harve Bennett (1930-2015) consideró oportuno este capítulo de la serie original a la hora de conectar con el hálito más aventurero del universo trekkie y procurar un sólido sostén a la segunda película de la franquicia.

Ya en este relato previo, Khan se revela altanero, ambicioso, rudo y con una gran fortaleza física. Una amenaza muy real, como auténtica es el ansia de mando de mucha gente. No obstante, han sido el capitán Kirk (William Shatner) y el doctor McCoy (apodado Bones, DeForest Kelly) quienes han procedido a salvarle la vida; en primer lugar, de un proceso fallido de reanimación y, luego, ofreciéndole la posibilidad de conquistar todo un mundo, inhóspito pero exento de rendir cuentas. Cuando la suerte del planeta cambia, tal y como se expone en La ira de Kahn, el caudillo de los olvidados colonizadores se obsesiona con vengarse de Kirk, convirtiéndose así en el feroz y despiadado antagonista que un enfrentamiento de tales características requiere.


Pero, además del odio, existe otro protagonista, igualmente invisible pero letal, en Star Trek II, y este es el paso del tiempo. Aunque a ambas dificultades sabrá Kirk ponerles remedio, lo cierto es que pocas veces se ha mostrado con mejor acierto y concreción la soledad y el abatimiento de una figura heroica. Claro que, antes de esta nueva toma de conciencia o fase vital, el almirante Kirk se apercibe de su desubicación. El reencuentro con Khan así parece confirmarlo. Pero si en el episodio de la serie, la información referente a los criminales evadidos era silenciada por las autoridades (in)competentes de rigor, ahora el almirante se ve en la necesidad de actuar, una vez más, por su cuenta, echando mano de todo un arsenal, no solo armamentístico, sino de experimentada destreza.

Un proceso de madurez más intelectual que biológico, que corre paralelo al que afecta a su oficial científico y ahora capitán, en funciones de adiestrador de cadetes, Spock (Leonard Nimoy), en su condición de vulcaniano medio humano. Si en la misión precedente, este ya hubo de ser consciente de que el frío intelecto de una lógica apartada de los sentimientos no bastaba para comprender y enfrentarse al universo, ahora asume -aunque no pueda compartirlas plenamente- que manifestaciones como el humor no carecen de lógica… para los seres humanos, o que la lógica vulcaniana, vulcaniana es. Una tolerancia que trata de transmitir a su discípula, la teniente Saavik (Kirstey Alley), y un escenario interno que, con acierto, se traslada a otro externo, como es el puente de mando donde se efectúan los simulacros para los noveles. En este escenario, no basta con poseer habilidad, sino un carácter tan recio como flexible.


En los últimos años, el almirante se ha recluido en los vericuetos funcionariales como recompensa a su sobresaliente labor, cultivando el gusto por el coleccionismo de objetos antiguos, hasta el punto de correr el riesgo de convertirse en una de sus antigüedades, como le reprocha Bones. Frente a esta sensación de anquilosamiento, el llamado Proyecto Génesis, coordinado por la doctora Carol Marcus (Bibi Besch) y su hijo David (Merritt Butrick), abre un nuevo camino en el apartado científico, extrayendo vida de la materia inerte, en una avanzada técnica de terraformación planetaria. Claro que, como todos los ingenios científicos, este depende del uso que se le dé, como bien advierte el doctor McCoy.

Todo ello denota cierta tirantez en las relaciones entre científicos y la Flota Estelar, como si fueran dos bandos opuestos. La misma fricción que atañe a las mencionadas naturalezas humanas y vulcanianas (evidenciadas por Spock y, en un mayor grado de escisión, por Saavik), o que enemistan a Kirk y Khan (curiosa similitud fonética), aunque a diferencia de estos últimos, los referidos bandos y personajes forman parte de una misma Federación.

No obstante, tal confrontación abunda en las razones por las cuales Carol se apartó de Kirk, pese a que estas nos resulten algo egoístas o una mera excusa (apartar al hijo de ambos de una posible carrera militar -y de exploración- como la del padre, como si esta fuese un anatema). El hecho es que una inspección de tres semanas se acaba convirtiendo en una peligrosa misión de varios días, en la que en la que tanto Kirk como Spock son partícipes de una evolución progresiva (mental para uno, física para el otro).


El realizador Nicholas Meyer (1945) sabe cohesionar todos estos elementos en una trama de primordial -a simple vista- desarrollo. Spock le cede el mando a Kirk, como oficial de mayor graduación, y en señal de respeto hacia las mejores cualidades del almirante, sabedor de que, con mucha frecuencia, el ascenso puede significar una condena para alguien con las capacidades dinámicas de Kirk. Como le recuerda el oficial científico, su mejor cometido es el de comandar una nave estelar (el organigrama administrativo como adversario de la lógica es un apunte sumamente prometedor). Algo que, en cualquier caso, también enlaza con el hastío de ese Kirk que deseaba volver a hacerse con el mando del Enterprise en la anterior aventura, y que volverá a hacerlo en la siguiente, ya sin el consentimiento de sus superiores.

Pero, como he señalado, tales decisiones no conciernen únicamente a Kirk, sino también al vulcaniano. No puedo discutir esto lógicamente, concluye Spock ante McCoy, en el momento en que se dispone a entrar en la sala de fusión anti-materia de ingeniería. Una decisión individual en beneficio de muchos (y una determinación personal compartida con Kirk, cuando este superó las pruebas a las que ahora se enfrentan los aprendices). En cuanto a Khan, interesante es subrayar que escoge la venganza por encima de la libertad que le ofrece la posesión de una nave estelar. Antes que escapar, prefiere desafiar al almirante, pues tal es su inquina.

Significativamente, Khan y Kirk no comparten plano alguno en la película, pero sí secuencia, interactuando de forma continua desde sus respectivos emplazamientos. La astucia frente a la fuerza será la energía que el almirante Kirk necesite para renovar la confianza en sí mismo, en su enfrentamiento con Khan. Lo cual se ejemplifica en el atractivo combate final de las dos naves en la Mutara Nébula. Meyer sostiene muy bien toda la puesta en escena gracias a una sobria planificación de planos medios y generales.


La pugna conlleva el sacrificio del capitán Terrell (Paul Winfield) y el de Spock, aunque este último presenta una serie de ramificaciones, entre místicas y orgánicas, debidamente encauzadas a posteriori (a los actores les encanta morirse en la pantalla). No en vano, se trata de una desaparición a la luz de un mundo que nace y, en cualquier caso, ya antes había bromeado Kirk con Spock respecto al hecho de si había muerto o no, tras el simulacro en el puente del Enterprise. Genio y figura, en la conversación final con su amigo, Spock se ajusta el uniforme. Un detalle al que añado otro que me parece igual de apreciable: el interés de Kirk por los objetos antiguos, incluyendo los libros. Desde la serie original, mucho ha aprendido aquel capitán al que tales objetos llamaban poco la atención (Consejo de guerra, Court Martial, Marc Daniels, 1967).

Todos estos aspectos son potenciados por los minuciosos pero sencillos diseños y decorados de Joseph Jennings (-), la fotografía sombría y, sin embargo, brillante, de Gayne Rescher (1924-2008) y una emotiva partitura del irregular James Horner (1953-2015), cuyos mejores y más arriesgados trabajos se concentran en esta primera etapa de su carrera. El empleo de maquetas y otros efectos especiales artesanales proporcionan una textura realista, que cobra vida dimensional en la viveza de la iluminación y la logística del movimiento. Respecto a los añadidos del montaje del director (apenas dos minutos más sobre el metraje original), estos se limitan a completar algunas escenas y diálogos (o a interrumpir el notable doblaje en español), pero son prescindibles en su mayor parte, como suele suceder con la mayoría de los remontajes.

En definitiva, Star Trek II confirma los buenos resultados de la entrega precedente, así como el hecho de que los actos y sentimientos forman parte del equipaje del ser humano, allá donde se traslada.

Escrito por Javier C. Aguilera


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