Es El diablo cojuelo (1641; Cátedra, Letras Hispánicas, 2001) una novela de la otra vida traducida a esta, según reza el subtítulo con que adornó –y amplió- esta jocosa y mágica comedia de costumbres del Siglo de Oro, su autor, el sevillano Luis Vélez de Guevara (1578-1644). Una obra que, además, participa del moderno posicionamiento -moderno sea cual sea la época- consistente en relatar aspectos y episodios del futuro o de lo ultraterreno para hacer referencia al presente. Es decir, a la eterna y consustancial presunción del ser humano; en este caso, bajo el barniz de lo picaresco.
Alternando los versos de las corralas con la prosa de escritorio, ya hacia 1615 es Vélez de Guevara un reputado dramaturgo en Madrid y provincias, o como se decía entonces, un hombre de escena. Poco se sabe de su vida, y a la introducción de Enrique Rodríguez Cepeda (-) remitimos a los interesados. Cepeda proporciona datos interesantes, como el hecho de que la obra fuera objeto de una temprana traducción al francés, al ruso y al rumano. Redactada a trancos -concretamente diez- pero no barrancos, El diablo cojuelo propone una imagen políticamente incorrecta de la vida española del momento; lo que viene a significar que de la vida política y mundana de todas las épocas. Una visión a vista de diablillo trotón u objeto volante identificado con la hipocresía y con las endiabladas vanidades humanas.
Alternando los versos de las corralas con la prosa de escritorio, ya hacia 1615 es Vélez de Guevara un reputado dramaturgo en Madrid y provincias, o como se decía entonces, un hombre de escena. Poco se sabe de su vida, y a la introducción de Enrique Rodríguez Cepeda (-) remitimos a los interesados. Cepeda proporciona datos interesantes, como el hecho de que la obra fuera objeto de una temprana traducción al francés, al ruso y al rumano. Redactada a trancos -concretamente diez- pero no barrancos, El diablo cojuelo propone una imagen políticamente incorrecta de la vida española del momento; lo que viene a significar que de la vida política y mundana de todas las épocas. Una visión a vista de diablillo trotón u objeto volante identificado con la hipocresía y con las endiabladas vanidades humanas.
Vélez de Guevara |
La cojera que se atribuye al diablillo bien puede ser tanto alegórica como física, pero no por portar unas muletas se muestra el cojuelo menos ágil y habilidoso. En cualquier caso, se trata de un eficaz recurso que hace alusión a los defectos intrínsecos del personaje. Entre sus virtudes, además de la amplitud de miras, está la facultad de poder hacerse visible o no, tanto de día como de noche. En este sentido, la única vez que tenemos noticia de su capacidad para la invisibilidad será junto a su protegido Cleofás durante la visita a una casa de juegos en Sevilla (IX).
Aparición del Diablo Cojuelo (1840), de Tony Johannot |
Edición de 1941 |
Quisiera anotar, además, de cara a los posibles lectores, que pese a estar redactada la novela en el español del siglo XVII, y salvo algún que otro párrafo más coyuntural, como los que componen las retahílas genealógicas de honores y personalidades de la época (todo bajo esa mirada sarcástica), la obra constituye un imborrable y divertido ejercicio de compenetración literaria. Como bien anota Cepeda en su citada introducción, los capítulos o trancos nos hablan de un sentido narrativo más vertical que horizontal.
Por lo que es muy pertinente la equiparación de dichos trancos con el tablero de dirección propuesto por Julio Cortázar (1914-1984) para su Rayuela (1963); sobre todo, a partir del tranco primero, aunque la novela se conduzca por un sendero argumental básicamente lineal. Ahora bien, el hecho de que no se resuelva nada en la obra no significa que la narración se vea abocada a un cierto estancamiento. El asunto estriba, me parece a mí, en la socarrona apertura de conciencia del joven Cleofás. De igual manera que no me resulta falta de profundidad el hecho de que el autor no moralice de forma más directa. Muy al contrario, el punto de vista es dejado en todo momento al lector (en esto acierta plenamente Rodríguez Cepeda).
Por lo que es muy pertinente la equiparación de dichos trancos con el tablero de dirección propuesto por Julio Cortázar (1914-1984) para su Rayuela (1963); sobre todo, a partir del tranco primero, aunque la novela se conduzca por un sendero argumental básicamente lineal. Ahora bien, el hecho de que no se resuelva nada en la obra no significa que la narración se vea abocada a un cierto estancamiento. El asunto estriba, me parece a mí, en la socarrona apertura de conciencia del joven Cleofás. De igual manera que no me resulta falta de profundidad el hecho de que el autor no moralice de forma más directa. Muy al contrario, el punto de vista es dejado en todo momento al lector (en esto acierta plenamente Rodríguez Cepeda).
Edición de 1965. Ilustración de Lorenzo Goñi |
Pese a lo deslavazado del resultado, no puede decirse que su formulación sea enteramente gratuita. Ello no obsta para que, aún de forma circunstancial, hagan acto de presencia personajes de nuestra tradición cultural literaria, como la Celestina (Ana María Noé), doña Inés (Clementina Alarcón) o Don Juan (Máximo Valverde). Precisamente, a este último se debe una de las mejores frases de la película, cuando asegura que el amor es para después contarlo; sino, qué placer hay en él. En resumen, Cleofás (Alfredo Landa) acude a los corrales en compañía de su amigo Fandiño (que, según se comenta, se dedica a la política; -), pretendiendo convertirse en el mejor autor de las Españas. Cleofás ha adquirido una severa alergia al desposorio, o al compromiso, hasta el punto de señalar que prefiero el infierno de Lucifer al del matrimonio.
Otro aspecto simpático (casi una desviación capriana), es el momento en el que Cojuelo (Rafael Alonso) muestra al estudiante zascandil lo que hubiera sido de ti ya casado.
Un Cleofás que acaba profesando en la Iglesia, tras múltiples desventuras de alcoba con doña Tomasa (Diana Lorys) y su tío, el astrólogo (Francisco Piquer), pendientes ambos de la herencia de una tía moribunda; más un interludio con Doña Flor [de Humadilla y Mendieta] (Emma Cohen) y su arribista esposo (Antonio Ferrandis), una intentona con la propia doña Inés en la Posada del Cuerno, y un embarque de doña Desconsuelo (Tere Velázquez), esposa de un amanerado profesor de estética llamado Don Lindo (Francisco Bilbao). Personajes no desarrollados en la novela, pero que bien pueden formar parte de ese cuadro de vanidades que Cojuelo muestra a Cleofás cuando alza los tejados de Madrid.
Lástima que el mal estado de la copia que circula haga imposible un visionado razonable con el que poder disfrutar de la fotografía de Manuel Rojas (1930-1995) o de los decorados de Enrique Alarcón (1917-1995), por austeros o de circunstancias que estos cometidos sean. A cambio, sobresale la animada música compuesta por el estupendo Ángel Arteaga (1928-1984).
sabes donde se puede ver o descargar ? gracias. La he buscado pero ha sido imposible.
ResponderEliminarHola Álvaro, lo sentimos pero tampoco disponemos de ningún enlace disponible a la película. Es una pena que para consultar películas antiguas no haya algún servicio cultural que nos permita verlas en línea fácilmente.
EliminarUn saludo,
Luis J.
Vélez de Guevara está fuera de época y
ResponderEliminara la vez en todas ( y creo que fuera de época quedó por ser tan subversivo). Un buen autor para entrar con buen pie en el Siglo de Oro. Lo descubrí mucho más tarde de haber tenido que leer obligado ( y sin éxito) a Calderón de la Barca al que ahora también leo con gusto...]
Gracias por toda la información tan detallada, me encantó encontrar este artículo.