Uno de los pocos bienes con los que aún cuenta Jacinto, nombre “a secas” (Antonio Vico), es una tarjeta en la que puede leerse: Jacinto, matador de novillos. Pero el novillero ya no vive en la ciudad, como nos indica el intento de entrega de una carta dirigida a su nombre, que pasa de mano en mano, hasta que por fin va a parar a su nuevo domicilio, una chabola a las afueras de la capital. Estos primeros planos nos muestran cómo la situación del personaje ha empeorado ostensiblemente.
Estamos, por lo tanto, en pleno territorio del neorrealismo, un género cinematográfico en sí mismo, puesto de manifiesto por realizadores de la talla de Roberto Rossellini (1906-1977), Vittorio De Sica (1901-1974), Luigi Zampa (1905-1991), Pietro Germi (1914-1974), Alberto Lattuada (1914-2005), el primer Luchino Visconti (1906-1976) o el húngaro, residente en España, Ladislao Vajda (1906-1965). Su principal objetivo era el poner de relieve a personajes y situaciones con un trasfondo social, por medio de interpretes “no profesionales” pero eficaces, que dotaban a las historias -las vivencias- de una pátina de conmovedora verosimilitud.
Un miserabilismo -a todos los niveles- capaz de documentar otras zonas de la realidad enclavadas en los escenarios post-bélicos, con la preponderancia de unos sentimientos que no perdían la compostura cinematográfica (pretender lo contrario es un error), de forma aparentemente improvisada o desordenada, pero sin excluir un poso de desorden e improvisación, según lo requirieran las circunstancias. Todo lo cual, lo confirma el relato escrito por el compatriota del realizador, Andrés Lazslo (1910-1988).
Sin embargo, el neorrealismo no es complaciente con los depauperados. No tiene inconveniente en mostrar sus miserias y defectos -en el mejor de los casos- porque su misión no fue la de aleccionar históricamente por medio de ninguna memoria ni adoctrinar las conciencias, sino permitir que el espectador se concienciara por sí mismo ampliando unos campos cinematográficos carentes de puertas. De este modo, Mi tío Jacinto (Chamartín, 1956) muestra las imperfecciones del protagonista, así como sus inquietudes y sus esperanzas. Caso aparte será el de su sobrino Pepote (Pablito Calvo), que por ser tan joven aún no está tan maleado en los oficios de la supervivencia.
Menesteroso pero con conciencia de oficio -más que de trabajo-, Jacinto sabe que lo que a él le gusta ser, o lo que él es, es novillero. Y a ello se aferra cuando finalmente, tras una multitud de avatares, tiene acceso, puede que por última vez en su vida, a la madrileña Plaza de Las Ventas. El problema estriba en que lo que allí se representa aquel día es una “charlotada” pseudo-cómica.
Y es que Jacinto tiene muy claro que él es un torero serio y no de mascaradas, perversión burlesca de las auténticas corridas de toros (algo así como los actuales programas de radio y televisión respecto al noble arte del debate y la tertulia). No por casualidad, Ladislao Vajda enfoca a su personaje de abajo a arriba, considerando su bonachona naturaleza y su honesto prestigio, de igual modo que emplea el picado con el muchacho, no para señalar lo contrario, sino para equilibrar el punto de vista del chico, que contempla a su tío, sino con veneración, sí con respeto (ya desde el título de la película prevalece esa visión del niño sobre el adulto); o en última instancia, para mostrar su indefensión, como sucede cuando se halla ante la Autoridad.
Eludiendo las acechanzas de los trapaceros, como un músico callejero (Julio Sanjuán), un falsificador de listines telefónicos (Paolo Stoppa) o el Señor Paco (Miguel Gila), que pretende usar al pequeño para sus negocios de estafa, la pareja se enfrenta a la doble tarea de la subsistencia y la honradez del empleo. Algo difícil de cumplir desde el instante en que Jacinto precisa de trescientas pesetas para poder alquilar un traje de luces con el que poder asistir a la Plaza. Lo cual acontece en una ciudad en la que se están haciendo negocios y negocietes de forma continua. Incluso Pepote resulta ser un hacha con las canicas o poniéndose una cabeza de toro hecha de mimbre; objetos con los que araña algunas perras.
Con un aguacero comienza el relato y con otro culmina. Aunque entre uno y otro habrá ocasión para algunos más, ya de carácter simbólico, como son el intento por parte del desesperado tío de obtener el dinero emulando las malas artes del Señor Paco o desistiendo de la descarga de un camión repleto de sacos.
Nada como volver a sentir las mieles del éxito de antaño, aunque desafortunadamente, Jacinto no haya vestido aquel día su traje para luchar contra los elementos. Los mismos que harán que Pepote no haya podido ser, finalmente, testigo de la “faena”, dejando a su orgulloso tío la ocasión del relato de lo sucedido. O de lo que debería haber sucedido.
Escrito por Javier C. Aguilera
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