Siempre se ha dicho que el mundo es para los vivos. Y que los muertos al hoyo. Pero realmente, ¿de los difuntos quién se acuerda? Se acuerdan los amigos y familiares, en el mejor de los casos. O los lectores a los que impresionó tal o cual biografía… y pare usted de contar. De modo que cuando la memoria de estas personas también desaparece, es cuando podemos decir que estamos definitivamente muertos. En cualquier caso, no podemos recordar continuamente si lo que pretendemos es seguir viviendo. ¿O puede que sí?
La habitación verde (La chambre verte, United Artist, 1978), adaptación del relato El altar de los muertos (The Altar of the Dead, 1895) del escritor estadounidense Henry James (1843-1916), da comienzo con unas imágenes de la Primera Guerra Mundial (1914-1918; señalar a estas alturas que la contienda fue especialmente cruenta parecería un pleonasmo). Sobre estas se sobreimpresiona el rostro del protagonista, llamado Julien Davenne (François Truffaut, cuyo estilo actoral “no profesional” proporciona a su personaje rasgos de naturalidad; por ejemplo, cuando les habla de “ellos” a su amiga Cecilia).
De este modo, Truffaut director establece las causas ontológicas de su personaje, pasando a continuación a ubicar la acción dramática tanto cronológicamente (diez años después de la conflagración) como espacialmente (una pequeña ciudad del este de Francia). Sabemos, por lo tanto, donde transcurre esta, en qué tiempo y cómo Davenne fue uno de los soldados que luchó en dicha guerra, de la que, milagrosamente, logró salir indemne. El realizador le proporciona una profesión definida (redactor de esquelas en una publicación de provincias) y un carácter eminentemente humano, que solo evidencia, en la esfera “de los vivos”, con Cecilia (Nathalie Baye; aunque no recuerde siquiera el color de sus ojos) y con un muchacho sordo, Georges (Patrick Maléon), que se aloja en su misma pensión y que será el objeto indirecto de un altercado policial de tintes autobiográficos.
¿Pero decíamos indemne? Es cierto que físicamente Julien no ha perdido ningún miembro, pero psicológicamente está acosado por el recuerdo de su joven esposa, fallecida apenas celebradas las nupcias, así como por el de todos sus compañeros de armas. Es la forma en la que Truffaut, director y co-guionista, hace suyo el bello relato de Henry James. Por eso, el único plano que relaciona a la difunta esposa de un amigo, Gerard Mazet (Jean Pierre Moulin), con alguno de los asistentes al velatorio (incluyendo al hijo y al marido, antes de que este sufra un ataque de doloroso pánico -o de soledad-), es un movimiento de la cámara hacia el propio Davenne, que rompe el estatismo de la situación. Él siente lo acontecido de una manera diferente, especial.
En esta secuencia, apuntalada como de costumbre, de forma naturalista, por medio de la fotografía de Néstor Almendros (1930-1992), un sacerdote trata de “consolar” al esposo asegurándole que la muerte es solo un tránsito para el cristiano. Merece la pena que nos detengamos un momento en esta afirmación. Es verdad que la prédica, bonita en sí misma, es ofertada por el párroco de forma algo convencional y formularia, pero no por ello deja de ser cierto que para el auténtico creyente, una de las principales razones de ser de su catolicismo estriba en el paso hacia una otra vida. El cura no está actuando de forma deshonesta, en este sentido, pese a lo cual, Julien lo increpa sentenciosamente ante lo inoportuno, según el sentir del personaje, de tal invocación.
Sin embargo, con esta exteriorización, Davenne pone de manifiesto su propio vacío existencial, o para expresarlo de otro modo, el personaje se aleja, también con honestidad, de todos aquellos que dicen profesar una doctrina en la que, hipócritamente, no creen. No puede esperarse del hombre de iglesia un discurso diferente, como no puede esperarse otra reacción por parte de quienes no asumen la existencia más allá de un plano físico. Al menos, hasta que Julien contraste su punto de vista con el de otra persona, como le sucederá cuando conozca a la empleada de una casa de subastas y profesora de piano, Cecilia Mandel.
Es por ello que este sombrío personaje no será el mismo que el que llega al final de su recorrido trascendente en La habitación verde. En este sentido, el guión de Jean Gruault (1924-2015) y el propio Truffaut está muy bien estructurado y dosificado, siguiendo -y enriqueciendo- las pautas del original literario. Para estos personajes, sea o no la muerte el final, ha de prevalecer, en última instancia, el recuerdo de los allegados que ya han desaparecido. Una cuestión no necesariamente imbricada en lo confesional, pero que, sin embargo, supone una interpretación de tales anhelos. De este modo, los difuntos permanecen siempre vivos (como explica un decidido Davenne ante un atribulado Mazet), ya que, ante la resignación “oficial”, Julien reacciona y decide que nuestros muertos pueden seguir viviendo.
El protagonista trabaja en la revista El Globo, donde, como queda dicho, se encarga de la redacción de las esquelas, pese a que se le conmina a probar otras parcelas, e incluso a dar el salto a la capital. Algo a lo que Davenne se niega -se honra de ser un provinciano-, porque, de igual modo, ¿quién se acuerda de las pequeñas poblaciones? Es curioso cómo Cecilia cree que dicha publicación ya había desaparecido hace tiempo.
Aún estando de acuerdo en que “ellos” no precisan de ceremonias vanas, para la joven, el recuerdo de los que ya no viven no hace necesario el olvido de los que sí lo están. Ella puede amar a los vivos lo mismo que a los muertos, frente a la visión de quien ha estado en el frente y viene de un mundo cruel y despiadado.
En principio, Cecilia y Julien no comparten la misma forma de amar a los muertos, como ponen de relieve los planos separados de ambos en el interior del vehículo de él. Pero ambas posturas se irán cotejando con el transcurrir del tiempo -en la ficción- hasta fundirse en el plano final que los muestra ya juntos, en el interior de la capilla consagrada a los difuntos y a ellos mismos, donde morir no es necesariamente sinónimo de dejar de existir. Truffaut muestra, además, un plano similar al anteriormente descrito, entre la difunta de un amigo y el propio Julien, y es el que enlaza, de forma aún más sostenida, en un cementerio, a Cecilia con otro conocido de él, Paul Massigny (Serge Rousseau), representante de la amistad traicionada.
Por ello, no es Julien Davenne un mero pusilánime (ni siquiera cuando se queda encerrado una noche en el citado cementerio, embebido en sus pensamientos, ante la tumba de su esposa). Al contrario, su capilla acaba siendo un lugar para la vida (entre los retratos es fácilmente reconocible el de Oscar Wilde [1854-1900]), y el escenario donde acontece una emocionante “resurrección” de los muertos (vivientes) en la figura de Julien Davenne, cuando finalmente acepte que, en efecto, solo son mis muertos los que han sido míos en vida. Todos ellos, sin excepciones (en un espacio que pasa del terreno sagrado de una iglesia, en el relato literario, al de un camposanto en el cinematográfico), A lo que podemos añadir un estupendo apunte “fantástico”, cuando Julien y Cecilia declaran haber experimentado la vívida presencia -no onírica- de algún ser querido que acababa de fallecer. Una circunstancia compartida y más común de lo que parece.
Parafraseando el título, La habitación verde es una pieza de cámara en cuanto a su ambientación y puesta en escena: un vestuario y unos decorados sencillos aunque efectivos, junto a una música adecuada y muy puntual, de corte clásico, tomada del compositor Maurice Jaubert (1900-1940). Pero argumentalmente, estamos ante una composición orquestal de envergadura, como lo es el propio relato de Henry James.
Escrito por Javier C. Aguilera
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