El fin de la infancia (Childhood’s End, 1954; Minotauro, 1965-2000; Booket, -), en traducción de Luis Domènech (es decir, Francisco Porrúa: 1922-2014) tiene como escenario un enrarecido y casi eterno clima de “guerra fría”, situado a finales de la década de los setenta (secuencia temporal “paralela” para aquellos lectores posteriores a dicha década).
Un escenario tan “real” que incluso contagia los aspectos más -en principio- fascinantes de las visitas de los extraterrestres: la llegada de seres de otros mundos provoca un estado de sospecha mutua y -¡cómo no!- de profunda alienación.
En esta notable novela, directa, sencilla pero compleja al mismo tiempo, el británico Arthur C. Clarke (1917-2008) anticipa ciertos aspectos, después abordados en su posterior, y demasiado minusvalorada, 2010: Odisea dos (1982). Con la diferencia de que el conflicto entre las naciones parece quedar resuelto gracias a la intercesión de los visitantes estelares, a pesar de que el planeta se muestra dividido a causa de la “invisible” injerencia de los mismos, denominados finalmente “supersabios”.
Razones para esta desconfianza no faltan. Por ejemplo, el extraterrestre llamado Karellen, líder del grupo, se muestra reticente, en un primer momento, a mostrar a los terrestres su aspecto físico. Por otro lado, Clarke anticipa en el prólogo -o capítulo primero- que desde que llegaron los extraterrestres, “la raza humana ya estaba sola”. Un vaticinio al cual el lector debe atribuir su sentido, al término de la novela.
Karellen muestra su erudición y virtuosismo, y toma como interlocutor a Stormgren, secretario general de las Naciones Unidas, hombre “totalmente honesto, y por lo mismo, doblemente peligroso” (capítulo II). El autor proporciona una definición concisa y precisa de los principales actantes desde el momento de su presentación. Los “superseñores” representarían, a su vez, al estado, como garantes de un bien común demasiado confuso, difuso y acomodaticio. No por casualidad, el visitante Karellen se define como “un funcionario encargado de administrar una política colonial que no he preconizado” (II), circunstancia que se revelará totalmente cierta, y que no solo nos retrotrae a acontecimientos del pasado, sino también del presente (y ya veremos si del futuro).
En los capítulos de la novela se concentra el destino de particulares y de toda la raza humana, “como parte del orden natural de las cosas” (II). Un final transmutado en principio, que conlleva determinadas alteraciones de parámetros, finalmente aceptadas “como el Sol, la luna o las nubes”. Los “supersabios” solo nos superan en técnica, pero no necesariamente en otros aspectos, como los culturales o los éticos. En este sentido, lo narrado en El fin de la infancia tiene más que ver con una abducción a nivel planetario, bajo la apariencia de un libre albedrío “teledirigido”.
Cuando Stormgren es raptado (abducido, a su vez) por los rebeldes, entramos en somero contacto con un grupo de resistencia frente a los más utópicos (III); gentes que temen la pérdida de la identidad personal. Pero más que estos últimos personajes, apenas entrevistos en la inmensidad de una atmósfera social cambiante, a Clarke le interesa la brutal elipsis que proporciona el transcurrir del tiempo y su inevitabilidad.
Por ejemplo, los recelos ante las reticencias de Karellen en desvelar su aspecto (naturaleza y pretensiones) pertenecen a una etapa muy concreta de la nueva adaptación por parte del ser humano, puesto que este misterio acaba por desvelarse, con el regreso de los extraterrestres tras aquel primer contacto, unos cincuenta años más tarde (VI). Curiosamente, los libros sobreviven en reductos de bibliotecas particulares (tal vez públicas) y el conocimiento, incluido el esotérico, no está vedado, por resultar tan “irrelevante” como “insuficiente” de cara a la transformación que se intuye.
En esta segunda etapa, sobresale la peripecia del romántico Jan Rodricks, estudiante de ciencias de veintisiete años, asistente a una fundamental sesión de oui-ja en casa de unos conocidos, ante uno de los “superseñores” (VIII). Una puerta que se abre y que le permitirá hacer un descubrimiento asombroso (IX). En efecto, Jan podrá efectuar su propio viaje personal, por mucho que, a nivel cósmico, las vidas humanas, aún siendo importantes, poco signifiquen (curiosamente, los sentimientos sí). Y es que como comenta Karellen a lo largo de una de sus intervenciones, “las estrellas no son para el Hombre” (XIV).
Para la raza humana, los visitantes del espacio, han “intervenido con tanta eficacia en defensa del orden y la ley, que nadie había olvidado la lección”. Pero con la igualdad sobrevienen la escasez de alicientes (VI, XVIII) y los cambios traumáticos a largo plazo: “la raza humana estaba demasiado entretenida saboreando la libertad recién descubierta como para mirar más allá de los placeres del presente” (VI). Por descontado, ese nuevo estado se traduce en nuevas formas de relacionarse, como también en el hecho de que “nadie trabajaba en algo que no le gustase” (VII). Clarke preludia irónicamente que “las mentes de los hombres eran demasiado valiosas para emplearse en las labores que podía llevar a cabo un robot” (X).
Las consecuencias de esta globalización masiva proporcionan “un mundo plácido, uniforme y culturalmente muerto” (XV), a la larga sin aspiraciones, particularidades e idiosincrasias, hasta que una nueva forma de rebeldía -igualmente sofocada, aunque no por medio de la acción directa- surge bajo la apariencia de la colonia Nueva Atenas, caracterizada por el sostenimiento de las distintas manifestaciones artísticas humanas (música, pintura, literatura, arquitectura…). En definitiva, los seres humanos acaban por no tener “más individualidad que las células de un cuerpo o los hilos de un tapiz” (XXIII), encaminándose hacia una “personalidad múltiple”, o peor aún, hacia la extinción y el olvido…
En la tercera, última y trascendental etapa, otros personajes asumen dicha metamorfosis. Por ejemplo, cuando el joven isleño Jeffrey Greggson es salvado “milagrosamente” en medio de un cataclismo, descrito maravillosamente y de forma casi impresionista por Clarke (con pinceladas expresivas), el “juego” de la evolución pasa a ser a tres bandas, puesto que, además de los humanos y los extraterrestres, ¿quién o qué engendra realmente los sueños y “viajes astrales” de Jeffrey y de su hermana? (XVIII).
Será entonces cuando Karellen se dirija por última vez a los habitantes de la Tierra y aclare su papel, no sin dejar de mostrar cierta empatía hacia los humanos. Incluso, una acusada desazón, ya que también ellos pensaron “que la ciencia podía explicarlo todo” por medio de “nuestras inamovibles leyes de la física” (XX). Pero si algo ha aprendido el ser humano al pasar de un entorno más mediato a su condición de hombre cósmico, aparte de a ser más humilde, es que siempre hay algo más.
En nuestra sección de libros dedicada a esos Otros Mundos, hemos incidido con frecuencia en el hecho de que la realidad existe más allá de lo que percibimos por medio de nuestros sentidos o se circunscribe al eventual mundo de la física: lo que Clarke denomina en su novela “la tiranía de la materia” (XXI), un aspecto al cual sobrepone el fenómeno de la “dilatación del tiempo” (XXII). En efecto, El fin de la infancia nos habla de un cosmos, no ya grande en extensión, sino en capas.
Escrito por Javier C. Aguilera
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