Clásicos Inolvidables (LXXXIII): Cuentos completos, de Oscar Wilde

27 diciembre, 2015

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Nosotros, los seres humanos, que con frecuencia decimos lo que pensamos sin pensar en lo que decimos, tenemos muchas deudas de gratitud con multitud de autores de la literatura universal, que tan bien supieron interesar al lector en lo que decían y en cómo lo decían. Uno de los más imperecederos e incisivos estilistas del verbo fue, sin lugar a dudas, el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900), del que hoy recordamos sus Cuentos completos (1887-1889; Valdemar, 2007), traducidos y anotados por Mauro Armiño (1944).

La ironía es el elemento primordial en la mayoría de estos relatos, tanto en lo que se refiere a las descripciones físicas como a las actitudes. Así sucede con esa “mezcla asombrosa de gente” que se da cita en la ceremonia de alto copete que configura la primera parte de El crimen de lord Arthur Savile, relato que lleva el sardónico subtítulo de un estudio sobre el deber. En este, el quiromántico Mister Podgers demuestra la infalibilidad de su mancia, y con ello pone en marcha la rueda del destino. El título lleva consigo un sutil juego con las palabras o un doble significado, una vez han sido predichos los temibles acontecimientos que afectarán la vida del joven y resuelto lord Arthur. 

Pero esta mordaz figura de estilo no solapa otros momentos de mayor introspección, e incluso ternura. Por ejemplo, durante el paseo nocturno de lord Arthur “del alba hasta el crepúsculo”, contemplando “todo lo que la ciudad destruye”, mientras rumia su desasosiego. El caso es que para que se cumpla la profecía, según la ha entendido su destinatario, lord Arthur determina cometer él mismo un asesinato, bien premeditado, con el objeto de ¡quitarse de encima el peso que supone llevar a cuestas la maldición!

Un colorido argumental que contrasta con el tono más sobrio de La esfinge sin secreto, relato corto en primera persona donde el narrador se reencuentra, diez años después, con un compañero de universidad. Significativamente, el misterio que acompaña a la misteriosa lady Alroy, conocida de este último, es apenas entrevisto, quedando certeramente sin una explicación en firme, aunque el lector pueda llegar a imaginarla.

Haciendo un agradable alarde de inconformismo con los inconformistas al uso, Oscar Wilde dirige su simpatía hacia los valores de la tradición que encarna El fantasma de Canterville frente a las maneras vulgares de la familia que ocupa ahora su ancestral vivienda.

Como la mayoría de fantasmas, sir Simon de Canterville permanece presente, ojo avizor, porque tiene una tarea pendiente. A él presta voz y pensamiento el autor durante todo el relato, con la particularidad de que los roles se invierten en la ficción: sir Simon es un fantasma aterrorizado por los nuevos inquilinos. Hasta que un personaje benévolo actúa como intermediario entre ambas esferas.

Abundando en este juego de máscaras, en El millonario modelo, Hughie Erskine, joven “encantador e inútil”, pero de buen corazón, verá recompensada finalmente su generosidad y buena disposición de la forma más inesperada, cambiando radicalmente su suerte adversa en amores, al permitirse un rasgo de humanidad en medio de la hipocresía. Tras este relato deleitable, la recopilación continua con aquellos cuentos destinados a los niños que Oscar Wilde imaginó, algunos de los cuales ya se han convertido en clásicos de la literatura infantil (y también de madurez).

El primero de ellos es el magistral El Príncipe Feliz, nombre con el que se identifica a la estatua de un joven noble ya fallecido, y que se muestra más viva que los propios vivos. Su anterior condición de muchacho satisfecho, heredero de una importante fortuna, le privaba de una conciencia que nace al fin, una vez ha superado este plano de la realidad.

Inconsciente de muchas de las penalidades que afligían al ser humano cuando estaba vivo y formaba parte de un mundo delimitado por barreras (muros), su limitada visión pasará ahora a ser cósmica.

Seguidamente, El ruiseñor y la rosa constituye una poética reflexión sobre el lenguaje; más concretamente, sobre la mutua incomprensión o la imposibilidad de conciliar distintas naturalezas (no solo de orden antropológico, entre el estudiante y la muchacha objeto de sus desvelos, sino también, de forma figurada, entre el estudiante y el ruiseñor). Wilde añade además una ácida moraleja sobre el amor.

En conjunto, resulta curioso constatar cómo estos relatos conllevan el sacrificio personal de uno o varios de los protagonistas, lo que también acaba sucediendo en El cumpleaños de la infanta, en el que un “pequeño enano(sic) contrahecho, que sirve de consentida diversión para tan magno acontecimiento, descubre la verdadera causa de tanta irrisión. (Desafortunadamente, esta narración se nos presenta demasiado deudora del tópico: la acción se sitúa en una España torpemente austera y oscurantista). Seguidamente, la primavera queda equiparada a la infancia -no en vano, la etapa más floreciente en cuanto a recuerdos y aspiraciones del ser humano se refiere-, en El gigante egoísta, uno de los más bellos relatos de Oscar Wilde.

El Príncipe Feliz, por Morry
A continuación, implacable resulta la anatomía de la amistad y también de la retórica -incluso de la crítica literaria- expuesta en El amigo abnegado, que se acompaña de nuevos ejemplos de prosopopeya con animales u objetos inanimados, que entablan diálogo tanto con las personas como con ellos mismos.

Lo comprobamos igualmente en El insigne cohete, crítica del sentimiento de superioridad encarnado por un cohete vivo, respecto a sus otros compañeros de pirotecnia; o en El joven rey, cuento de planteamiento y desarrollo sensiblemente más adulto, por cuanto atañe a la creciente conciencia social de un joven príncipe, ilegitimo pero finalmente hecho heredero, amante del arte y la belleza, que al contrario de lo que le sucedía al Príncipe Feliz, sí que alcanza a ver las miserias de la gente en esta vida por medio -y he aquí el aspecto más interesante- de tres reveladores y admonitorios sueños; el ultimo de ellos, incluso de carácter alegórico. Una irrupción de otro plano de la realidad, por el que todos estos sueños tendrán su correspondencia con un aspecto determinado de dicha realidad.

Cierran el volumen, en primer lugar, El pescador y su alma, acerca de un pescador que pretende deshacerse de su esencia, identificada gráficamente con su propia sombra, para de ese modo poder convivir con una sirena tras el fantástico flechazo. Pero no somos testigos de la plenitud o los avatares de tal amancebamiento, sino que el autor se centra en la compleja relación del pescador con su alma; sin lugar a dudas, la más compleja de las personificaciones acometidas por este (pese a un armazón estructural algo mecánico y descompensado).

Nocturno en gris y oro. Nieve en Chelsea de J. A. McNeill Whistler
Y finalmente, El Niño-Estrella, en el que casi podríamos decir que el autor trabaja las competencias de la empatía, aunque la moraleja final resulte igualmente devastadora. De ella se desprende que el bien que se puede hacer y recibir en este mundo lleva aparejado la necesidad de haber experimentado antes, en uno mismo, su contrario; y que en cualquier caso, la duración y efectividad de esa actitud benéfica no es algo continuo, sino esporádico.

Escrito por Javier C. Aguilera


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