Tiburón, de Steven Spielberg

26 junio, 2015

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Incluso hoy el ser humano sigue padeciendo agresiones sin causa aparente por parte de esa otra naturaleza que llamamos “irracional”. Hace escasos días nos sorprendía la desagradable noticia del ataque de un escualo a dos jóvenes bañistas en una playa de Carolina del Norte.

El mal se muestra tan aleatorio en este ámbito como en todo lo demás, y tan subjetivo como la cámara que revela el “punto de vista” del animal, una de las señas de identidad más características y recordadas de la película Tiburón (Jaws, Universal, 1975), si bien su realizador, Steven Spielberg (1946), tuvo el acierto de no abusar de este recurso visual.

Empeño personal de los productores Richard D. Zanuck (1934-2012) y David Brown (1916-2010), en base a la efectiva novela de Peter Benchley (1940-2006), Tiburón (Jaws, 1973; Biblioteca de Grandes Éxitos Orbis, 1984), la traslación cinematográfica fue escrita por Carl Gottlieb (1938), que también aparece como actor, el no acreditado Howard Sackler (1929-1982) y el propio Benchley, más alguna que otra aportación del también realizador John Milius (1944).

Aún continúa siendo impactante el efecto del ataque en la primera víctima, la joven Chrissie (Susan Backlinie). Una arremetida que no se muestra “de cuerpo entero”, sino por medio de los bruscos desplazamientos en el agua de la muchacha, hasta que el regreso “a la normalidad” del plano general nos devuelve a un espacio tan calmado como inquietante. Posteriormente, el pesquero Orca sufrirá unas sacudidas muy similares. Otra cotidianidad que también se quebrará será la rutina del jefe de policía de la comunidad de Amity Island, Martin Brody (Roy Scheider), como atestigua el plano en que, estando en la cocina de su casa, atiende la llamada de teléfono de su oficina que le pone al corriente del asunto.

Steven Spielberg
Spielberg potencia con habilidad y fortuna este aspecto de la existencia “invisible” de la amenaza, con ciertos efectos “colaterales” que delatan la presencia del monstruo. Así sucede con el perro que corretea por la playa y del que no volvemos a tener noticia, con los barriles que la criatura lleva sujetos al lomo y que tanto emergen como se sumergen, o durante el momento en que los restos del embarcadero que ha sido arrancado de cuajo retornan a la orilla, ante la atónita mirada de los dos pescadores que se encontraban sobre él minutos antes.

Un suspense bien dosificado que también se sostiene gracias a la conocida composición de John Williams (1932; aunque no me refiero únicamente al tema principal), la fotografía de Bill Buttler (1921) y el montaje de Verna Fields (1918-1982), responsable además de otras notables labores de edición como El Cid (Ídem, Anthony Mann, 1961) o El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1967), obras que recientemente tuvimos ocasión de comentar. Su labor en la presente película fue recompensada con un merecido Oscar.


Nos referíamos al tiburón como a un monstruo clásico y, ciertamente, este es la consecuencia y puesta al día de los legendarios iconos surgidos de los más recónditos lugares de la Universal, y otros estudios de más escuálido presupuesto. La similitud con la ballena de Melville (1819-1891) también resulta evidente, sobre todo a lo largo de la segunda parte del relato, sin menoscabo de una personalidad bien definida en cuanto al producto final.

Un homenaje y puesta a punto que incluye el juego con las perspectivas y el tamaño, como sucede con la jaula que se introduce en el agua, de distintas escalas según hubiera de interactuar junto a un tiburón real o ante la creación elaborada por el especialista Robert Mettey (1910-1993), responsable, a su vez, del inolvidable calamar gigante de 20.000 leguas de viaje submarino (20.000 leagues under the sea, Richard Fleischer, 1954).

El caso es que la localidad de Amity, situada en la costa este del país, está a punto de celebrar su regata anual número cincuenta, disponiéndose a inaugurar la nueva temporada de verano de la que buena parte del pueblo se nutre el resto del año, junto con la pesca. Brody no es un “isleño”, sino que procede de la dura Nueva York, y este es su primer verano en Amity. Es interesante el dato porque el policía no se siente del todo en su ambiente, aunque aspiraba a salir de la Gran Manzana porque allí hasta la inseguridad resultaba exagerada, en tanto que en Amity un hombre sí es capaz de cambiar las cosas (pese a su aversión al agua). Incluso, en cierto momento, le veremos disparar con su revolver sobre el animal como si lo hiciera sobre un criminal, solo que el escenario no son las calles de Nueva York sino el inmenso mar.


Pero Brody comprobará que la mezquindad se agazapa allá donde vaya el ser humano, como le demuestra el funcionario que, según las circunstancias, rectifica su diagnóstico de la primera víctima; o la actitud, entre interesada y acobardada, del alcalde, un sujeto con su propio léxico de corrección política (interpretado por el estupendo Murray Hamilton).

Tomando la determinación de hacer frente a sus miedos y al incidente, el jefe de policía acometerá una primera investigación en compañía de Matt Hooper (Richard Dreyfuss), del Instituto Oceanográfico, explorando ese mundo desconocido, envuelto en la niebla nocturna, que es el mar. Un ámbito que semeja el estar de repente en otro planeta, impresión que en parte es cierta y a la que contribuyen los focos de luz amarillenta que se proyectan sobre el agua. La exploración tendrá como resultado el hallazgo de la lancha semi sumergida de un pescador local.

En este sentido, resulta muy atinado contemplar a Brody sobresaltándose con las chiquilladas que acontecen en la playa, en una secuencia en la que Spielberg aplica la gramática hitchcockiana. La posterior reunión en el ayuntamiento también se asemeja a la de los lugareños que se refugian en un café en Los pájaros (The birds, Alfred Hitchcock, 1963), como tendremos ocasión de recordar en fecha no muy lejana.


Brody recibe la ayuda de Hooper, y finalmente la del rudo pescador Quint (Robert Shaw), interesante personaje, sobre todo por presentarse como un profesional no exento de vanidad y codicia. Cuando el grupo comienza a estar en serias dificultades, Quint no pide por radio un barco más grande, como le aconseja el policía; por el contrario, terminará por destrozar el aparato.

La convivencia de los tres personajes en un espacio cerrado proporciona la conocida escena de las “heridas de guerra”, que dan paso al espeluznante relato de Quint sobre su odisea en alta mar, al término de la Segunda Guerra Mundial (parlamento donde parece que se concentran las aportaciones de Sackler y Milius). Una crónica en la tradición de los relatos de horror marino de Conan Doyle (1859-1930) y W. H. Hodgson (1877-1918), autor que algún día espero poder traer a este blog.

Pero particularmente, hay otra escena que me gusta, aquella en que Brody es espetado por la madre del chico que ha muerto en la playa (Lee Fierro). Aunque el policía no es el principal responsable de lo sucedido, al menos es un momento crudo que nos recuerda a las víctimas, tan fácilmente olvidadas en las ficciones (y muchas realidades). “Todo cuanto haga ahora será en vano”, le dice la madre, “mi hijo ya no existe”.


En Tiburón, como casi en toda película de Spielberg, también está muy presente el mundo de la infancia. De igual modo, también es destacable el decorado, probablemente real, de la guarida de Quint, marinero de la vieja escuela, con el sexto sentido que proporciona la veteranía. Un sentido que se verá puesto a prueba ante la naturaleza “formidable” del antagonista. Quint reconoce que no sabe qué pensar de él, aunque comprueba su inesperada astucia.

Es este un aspecto aterrador, tanto como los ataques mismos, porque forma parte de una atmósfera ominosa, la proporcionada por la inmensidad del mar, constreñida a su vez por el espacio reducido del barco del marino, llamado Orca. En otra ocasión, y contemplando el avanzado equipo de Hooper, Quint le pregunta a este si es una especie de astronauta. Lo ratifica el dispositivo de seguimiento que el oceanógrafo aplica a uno de los barriles que se adherirán al tiburón. Y si recordamos los movimientos espasmódicos de Chrissie y los vaivenes del pesquero, realmente somos testigos de una lucha contra las fuerzas de lo desconocido; unas fuerzas bastante físicas. Las ejemplifica, además, la sobrecogedora secuencia en la que Hooper se encuentra aislado en el interior de la jaula “anti-tiburones”.


Spielberg emplea el travelling siempre que puede en lugar de fraccionar el plano, de tal modo que logra imágenes elegantes, de una cercanía y sosiego que se confrontará con la amenaza que se manifiesta a continuación. Hasta los “falsos sustos” (la aleta de plástico de unos chiquillos) se ven oportunamente privados del acompañamiento musical, denotando su “normalidad”.

Escrito por Javier C. Aguilera

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