Nicolás Maquiavelo |
Constituye una invariable tan consustancial que sorprende que a algunos les siga sorprendiendo. Por descontado que tales manejos deben ser denunciados siempre, pero la indignación legítima solo encuentra un cauce práctico cuando no se encamina hacia la promulgación de legislaciones coercitivas. De ahí la necesidad de poner límites al estado (las personas en cuestión), en lugar de proporcionarle más alas administrativas, amicales y funcionariales, presto a convertirse en una hermandad que se limita a acumular ley sobre ley (estas sí escritas), con las que garantiza una muy efectiva y constante inoperancia.
El florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527) conocía muy bien la esencia del ser humano, la buena y la peor. Y sobre todo conocía los entresijos de la política al haberse batido con ella durante su etapa como secretario en la administración de la república.
Fruto de esa experiencia es El príncipe (Il principe, Alianza, 1981-2014), un conjunto de normas destinadas a garantizar el buen gobierno de un príncipe (un gobernante). Su redacción ocupó a Maquiavelo de agosto a diciembre de 1513, y su primer destino fue la persona de Lorenzo II de Médici (1492-1519), a quien está dedicado, como tributo y potencial manual de instrucciones; si bien, en un primer momento, la obra fue brindada a Juliano II de Médici (1479-1516), cuyo asesinato obligó a Maquiavelo a trasladar dicha dedicatoria a su sobrino Lorenzo, un ofrecimiento que conservó el libro cuando fue dado a la opinión pública en 1531.
Lo que en él se muestra y precisa es la propia experiencia de su autor, valiosa o no según cada receptor, pero sin ambages. Una serie de pautas y disposiciones que bien podrían concretarse en otro de sus aforismos: si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto (valga por el plural; XVIII).
Según esta visión antropológica, más que positiva o negativa, descarnadamente realista (determinista si se quiere), el ejercicio de la política, ese reino de las apariencias en definición del autor, se cimenta en la necesidad de la astucia y el engaño, del mismo modo que depende de las naturales inclinaciones (dones) de cada príncipe.
Para Maquiavelo, lo peor que le puede suceder a cualquiera de estos líderes, pasados, presentes o futuros, es la indeterminación, su indecisión a la hora de tomar de decisiones y la lentitud en el cumplimiento de los necesarios virajes impuestos por la fortuna, a los que todo príncipe debe enfrentarse antes o después (XXV). A todo ello, añade el peligro que supone el desprecio popular por un lado, y el militar por otro. En resumidas cuentas, para Maquiavelo los pecados de los pueblos nacen de sus príncipes.
Como modelo, el autor posee la historia reciente de una Italia fragmentada en estados que aspiran a una independencia descentralizadora, muchas veces favorecida por la inacción del príncipe de turno, esto es, por su papel neutral y el carácter aleatorio e impredecible de la fortuna de los mismos.
Una conciencia del palpable hundimiento de la nación que explica la virulencia y efectividad de su prosa, periódicamente matizada. Por ejemplo, al hecho grave de no disponer de un ejército propio, Maquiavelo específica más tarde que un príncipe no es que deba pensar solo en la guerra, pero de ningún modo relegarla, ya que la responsabilidad es solo suya (XV a XXIII).
Florencia, pintada por Leonardo Da Vinci |
Y es que lo que Maquiavelo trata de anticipar es el “estado moderno”, pero un estado capaz de garantizar la organización de la convivencia y promover unas condiciones generales de orden que garanticen la libertad de acción y el respeto a la propiedad privada, ya que cierto ordenamiento estatal siempre es necesario. El príncipe ha de ser garante de ese clima político y crear las condiciones que permitan el orden interno del estado, para de ese modo asegurar la coexistencia y la libre actividad económica de sus súbditos.
Como ejemplo coetáneo, Maquiavelo elogia la figura de Fernando de Aragón (1452-1516), recordando que la prudencia consiste en identificar la naturaleza de los inconvenientes, para adoptar siempre el mal menor. En este sentido, también dedica comentarios a la elección de los ministros (XXII) y a los peligros de la adulación (XXIII). La prudencia del príncipe siempre la determina su preparación.
Estatua de Savonarola |
César Borgia, por Altobello Melone, Bérgamo |
Adelantándose a su tiempo, en un mundo en el que todos creen saber (XXVI), Maquiavelo pone los mimbres a una categoría de ciudadanía entendida como una responsabilidad, un trabajo de constante búsqueda de conocimiento. Es decir, todo lo contrario de lo que será esperar que el estado lo organice y, supuestamente, lo resuelva todo.
Por tanto, la oportunidad de la política ha de ir unida a la virtud del gobernante. La debida preparación proporciona una visión adecuada, en un ejercicio no exento de auto preservación: una premisa que es cumplida a rajatabla por muchos príncipes-gobernantes y que se refiere al hecho de que un príncipe prudente debe pensar en un procedimiento por el cual sus ciudadanos tengan necesidad del estado y de él mismo siempre. Solo entonces le permanecerán fieles (IX). A lo que se suman otras afirmaciones que deben ser comprendidas “en contexto”, tales como que la ocupación militar es inútil como útiles son las colonias, o que no se debe jamás permitir que se continúe un problema para evitar una guerra, porque no se evita, sino que se retrasa con desventaja tuya (ambos en III).
Maquiavelo analiza en su concisa pero densa obra varios aspectos. A las causas de la ruina de la Italia actual (XXIV-XXVI), se añaden los distintos tipos de principado (compartimentados en hereditarios, mixtos, nuevos y hasta eclesiásticos) y sus distintos problemas de conservación (I-XI), la seguridad y las armas (XII-XIV), la referida autonomía del estado, capaz de garantizar su buen funcionamiento y en constante pugna con la naturaleza humana (ambiciones, ingratitudes, envidias…), teniendo en cuenta, además, que quien propicia el poder de otro labra su ruina (razón por la que pretender la gobernabilidad del otro a base de hacerle firmar un documento “de regeneración” se antoja una medida de lo más pueril) (XV-XXIII).
Maquiavelo recomienda “pecar” solo si es necesario, sin incurrir en el odio o desprecio del pueblo, pero sin dejar de tener en cuenta que el vulgo no te salvará por muchas razones con que te cargues (como demuestran los errores de Luis XII de Francia en tierras de Italia; III).
Piazza della Signoria, Florencia, por Canaletto |
Pero una mala praxis no exime de la necesidad de trascendencia de los creyentes, ni del motor cultural cuyo destinatario es el conjunto de la sociedad; un asunto que el autor concreta en los capítulos dedicados al papado (XI) y a la acumulación del poder temporal de la Iglesia, o la temporalidad del poder, en general (XII). Por ello, son siempre condenables los que llegaron por medio de crímenes, acciones contrarias a toda ley humana y divina (VIII).
Debemos tener en cuenta que el pensamiento de Maquiavelo ya se encuentra influenciado por la novedosa vertiente neoplatónica, de cierta raigambre esotérica, que contemplaba las disciplinas de la religión, la poesía y la filosofía como una nueva forma de revelación humanística, en la que el poeta se convertía en una suerte de profeta del conocimiento más resguardado, más allá de lo estipulado por la letra. En cualquier caso, y respondiendo a una angustia tan existencial como universal, Maquiavelo argumenta que Dios no quiere hacerlo todo para no arrebatarnos la libertad de la voluntad y la parte de gloria que nos corresponde en la empresa (XI).
Así pues, ¿es mejor ser amado o temido? (XVII), o ¿es mejor combatir con las leyes o con la fuerza? (XVIIII). Si para ser temido es conveniente ser odiado (XVII), parece mucho más fácil vincularse a un príncipe por temor que por amistad. Pero a tan implacable observación, el autor matiza que la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo (XX). De nuevo, una cuestión de equilibrio.
Comentábamos también la labor del príncipe hacia un esfuerzo por alcanzar el conocimiento de forma personal (guardándose de aduladores y aprovechados). Maquiavelo incide en este aspecto al asegurar que los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar (XVIII). La seducción de las apariencias y un porvenir de promesas facilonas entran necesariamente en conflicto con actitudes más anti-intuitivas, más arduas de vislumbrar y que conllevan un proceso de maduración y erudición (casi hermético).
Pero de no obrar así, un príncipe que se pretenda bueno labrará su ruina entre tantos que no lo son. Ahí reside la mesura, en aprender a usar la habilidad personal en el marco que las condiciones humanas e históricas permitan, comprendiendo además que cada caso es merecedor de una resolución personalizada, no exenta de cierta malicia inherente al cargo (XV).
Perfectamente complementario de sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1519), El príncipe sobresale por su audacia, concreción y análisis directo, riqueza de imágenes y conceptos (valga como ejemplo la incisiva clasificación de la inteligencia en tres apartados, en XXII), junto al conocimiento de la experiencia de los clásicos.
De esta manera, Maquiavelo pormenoriza la autonomía de la que ha de gozar un príncipe, apoyándose en sí mismo, en cierto temor al poder, en las armas propias en lugar de las ajenas, y en las virtudes inherentes. Porque el destino siempre lo forjamos nosotros (XXV).
No en balde, para Maquiavelo la naturaleza humana es una permanente manifestación de lo mismo, al igual que sucede con la historia, consecuencia de lo primero y razón por la que sus resultados son también siempre los mismos (cierta condena a repetir idénticos errores, ya que el tiempo arrastra todo consigo a su curso, tanto lo bueno como lo malo; III). Ahora bien, que los distintos gobernantes sean personas leídas o no, eso ya es otro cantar.
Escrito por Javier C. Aguilera
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