Hay que reconocer que si la carrera cinematográfica de Arthur Penn (1922-2010) resulta algo desigual fue debido a que, en buena parte, esta fue arriesgada. En su filmografía encontramos disparidad de temas, la mayoría sumamente interesantes, caso de El zurdo (The left handed gun, Warner, 1958), La jauría humana (The chase, Columbia, 1966), Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Warner, 1967) o Pequeño gran hombre (Little Big Man, Fox, 1970).
Una circunstancia reprobada por la “política de autor”, que aún seguía en vigor en los setenta y primeros ochenta, y que era ajena a la singularidad específica de cada obra, en favor de unas pautas directrices comunes e intercambiables, esto es, que debían repetirse en cada película, y que constituían las señas de identidad o características de un verdadero autor. Pero rebatiendo esta premisa, por suerte hace tiempo arrinconada, Arthur Penn se nos muestra como un realizador bastante estimable.
Los tiempos de gloria de Harry Moseby (Gene Hackman) parece que quedaron atrás. Pese a que aún se le recuerda, es un retirado jugador de rugby que ahora ejerce como el tradicional detective privado.
En un mundo envuelto por lo chabacano, Harry es un profesional en todo aquello que encara, ya fuera en el deporte o ahora en la investigación. En cierto momento del relato lo contemplamos recreando clásicas jugadas (problemas) de ajedrez. Tiene sobre la mesa una suculenta oferta laboral por parte de un buen amigo, Nick (Kenneth Mars), pero él confiesa que si continua haciendo su trabajo es porque le gusta, no porque se sienta obligado. Y realmente, este le permite entrar en contacto, de alguna manera, con un espacio recóndito y envilecido, pero fascinante, el de la naturaleza del ser humano.
Este es el núcleo léxico-semántico de La noche se mueve (Night moves, Warner, 1975), dirigida con pulso firme por Penn, con la ayuda del aventajado Bruce Surtess (1937-2012) en la fotografía, el interesantísimo Michael Small (1939-2003) en la banda sonora, y de Dede Allen (1923-2010) en la edición, la cual aporta un excelente ritmo a las imágenes.
Como en todo relato policiaco con detective, a la pesquisa en cuestión se agrega otra capa, la de los contratiempos del propio protagonista, dos facetas que se superponen perfectamente por mor de la narración de Alan Sharp (1934-2013). En el caso de Harry, sus cuitas se centran en la infidelidad de su esposa Ellen (Susan Clark) y el hastío que le conduce a ello.
En cuanto al encargo, se trata de dar con el paradero de la desaparecida y díscola hija de una caduca estrella de cine venida a menos, la señora Arlene Grastner (Janet Ward). A su comentario de nunca fui una actriz importante cabría añadir, como el detective tendrá ocasión de comprobar, el hecho de que nunca ha sido una madre importante, raíz del conflicto familiar.
Confidencias que encuentran una agradable prolongación en las charlas que Harry mantiene primero con Paula (Jennifer Warren), la compañera de Tom Iverson (John Crawford), padrastro de la joven desaparecida, Delly (Melanie Griffith); con Ellen, en la que rememora a su padre, y nuevamente con la señora Grastner, ya desde la distancia.
Son instantes que parecen manifestar una doble naturaleza, más apropiada para complementarse (a menudo desearse) que para comprenderse. El caso es que una vez localizada la muchacha, la precoz Delly, un asunto que parece concluido, se complica.
Asunto que participa de la propia tramoya del cine, concretamente, la filmación de una película en la que tiene lugar un accidente. Entre los sospechosos están el mecánico Quentin (James Woods), el productor asociado Joey Ziegler (Edward Binns) o el especialista Marv Ellman (Anthony Costello). Pero muy hábilmente, la trama derivará hacia otra parcela completamente distinta (aunque muy cinematográfica también), que no desvelaremos y que, en cualquier caso, no queda deslindada de la (¿natural?) avaricia humana.
Pero existe otro personaje en la película, la noche misma. Será en su deambular por esta cuando Harry averigüe que Ellen mantiene una relación con un desconocido (Harris Yulin), momento en que, a la sorpresa y el dolor, se suma la delectación por espiar a la pareja, que acaba de salir de un cine. Poco después, Harry comentará a Paula que solo pretendo que note que estoy aquí.
Toda una declaración de intenciones ante a un panorama de relaciones del color del whisky, envuelto por esa oscuridad de la noche, sinónimo, por supuesto, de otro tipo de oscuridades (aún a plena luz del día), como Harry podrá constatar finalmente a través de la trampilla de cristal de una embarcación. El detective define muy bien ambas situaciones, la ajena y la personal, cuando tomando como “excusa” un programa deportivo, asegura que no gana nadie, solo que unos pierden más que otros.
Son personajes en un mundo que tiende a encasillarse cada vez más en estructuras tecnológicas (la propuesta de Nick para que Harry se incorpore a su agencia), sustitutivas de un orden ético, para algunos incluso espiritual, que cada vez parece más lesionado. Razón por la que la posibilidad de abandonar un trabajo acaba pareciendo una resolución más que incierta.
De este modo, desenvolverse entre el resto de seres humanos se asemeja a nadar en la oscuridad, ámbito no exento hasta de una visión distorsionada y espectral bajo el agua. Incluso llegan a equipararse, a modo de analogía, las desapariciones en el mar con las que acontecen en tierra. Y curiosamente, el hallazgo en alta mar se debe a la casualidad, la misma que ha hecho que Harry llegara a descubrir la infidelidad de su esposa.
La noche se mueve es un magnífico trabajo en equipo, de todos los profesionales que tomaron parte en la película, como tantas veces ha sucedido en la historia del cine.
Escrito por Javier C. Aguilera
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