Recientemente comentaba cómo las películas de temática gay se han convertido poco menos que en un género cinematográfico que, por desgracia, casi siempre proporciona los mismos frutos: contar la experiencia del descubrir sexual, acompañada de todo tipo de desórdenes e impedimentos. Cada testimonio es valioso, no cabe duda, pero con sinceridad creo que, a estas alturas, hacen falta menos despertares o adormilamientos identitarios y más incorporación de personajes gay (si procede) a otras narrativas, donde dichos personajes puedan conducirse con total normalidad. El cine está repleto de géneros a los que deberíamos incorporarnos sin caer en las cuotas.
Valga esta introducción para acercarnos a Ratas de playa (Beach Rats, Neon, 2017), de la directora Eliza Hittman (1979).
Que los problemas siguen existiendo es, pese a todo, un hecho lamentable. El joven Frankie (Harris Dickinson) cuida su cuerpo, pero su mente está hecha un lío. Con todos los condicionantes a los que se ve sometido, no puede desarrollar de forma abierta y en libertad su sexualidad.
El caso es que Frankie no está exactamente reprimido, o lo está más psíquica que físicamente. Y aquí es donde Ratas de playa encuentra su mejor baza visual y argumental. El chico da rienda suelta a sus inclinaciones, pero lo hace a escondidas y a oscuras, en apartados recovecos, valiéndose de las herramientas que hoy en día nos proporciona internet. Lugares de encuentro donde, literalmente, uno encuentra de todo. Lo cual no está mal, sino fuera porque de cara al interior, Frankie no encuentra el equilibrio, esa libertad y naturalidad a las que antes me refería.
De este modo, Frankie es un personaje dramático de nuestros días, un auténtico portador del spleen de Brooklyn, que no se atreve a dar el paso, por su culpa y la de los demás. Algo que ya evidenciamos en la película Mario (Ídem, Marcel Gisler, 2018).
En efecto, Frankie deambula por el paseo marítimo de Coney Island (Nueva York), junto con sus amigos Nick (Frank Hakaj), Alexei (David Ivanov) y Jesse (Anton Selyaninov), en unos días y noches iguales a sí mismos, como en un bucle, tratando de divertirse fumando hierba y pululando por las calles. Pero Frankie no es como sus compañeros (cuesta llamarlos amigos), él siente una clara pulsión homosexual, sin que podamos asegurar de forma tajante que tal sea su naturaleza definitiva, ya que aún anda dándole vueltas y descubriéndola. Siempre a escondidas, porque de cara al exterior no se atreve a manifestarse. Hasta el punto de que tratará de desarrollar una relación sentimental con una chica, Simone (Madeline Weinstein). Relación condenada de antemano al desentendimiento.
Su madre Donna (Kate Hodge), también está preocupada, pero ni ella es capaz de franquear el muro de Frankie. El muchacho se halla totalmente bloqueado.
En honor a la verdad, no queda claro si Frankie se conforma con dichos encuentros casuales, o si lo que persigue es poder abrirse realmente a los demás (o al menos, a quienes le demuestran algún interés, caso de Simone, su madre, e incluso algún partenaire). Tiendo a pensar en lo segundo, pero la película acaba sin que tengamos una respuesta precisa (que no es lo mismo que conclusiva).
En este sentido, no hay nada nuevo bajo este sol. La forma de enfocar la historia la hace muy deudora de otras similares o intercambiables, impidiendo profundizar más en la psicología y motivaciones de nuestro protagonista. Sentimos su pesar con él, pero no podemos llegar a identificarnos plenamente (como personaje), salvo en algunos pasajes mejor motivados, donde priman la desidia e inseguridades a las que aludíamos.
Hablando en general -insisto, en general-, ocurre lo siguiente: o se cuenta lo que se ha venido contando con asiduidad desde hace algún tiempo, o como todo está contado, se procede a envolver la historia en una pátina de experimentalismo artificioso más o menos encriptado y modernista (para nada moderno, y al margen de los medios de que se disponga: prefiero no mencionar títulos). Me estoy refiriendo, lo vuelvo a recalcar, no solo a Ratas de playa, sino a la reciente manía de contar las cosas a medias (más que dejar al espectador con la historia a medias). Parece que lo de no concretar un relato se ha convertido en otro fin en sí mismo, una opción ya patentizada en otras películas y cortometrajes sobre prostitución masculina o dating. Por supuesto que debemos entender que el drama del personaje no se resuelva, pero no veo que necesariamente se haya de dejar al espectador desatendido, aunque en la narrativa de la película no se contemple, de forma argumental, un desenlace (a veces, ni siquiera un nudo), como forma de manifestar lo dura que es la vida.
Pero volviéndonos a centrar en Ratas de playa, esta no está carente de elementos de interés. Entre otros, la plasmación del entorno, lúdico pero estancado, desprovisto de un horizonte anímico, que incide en la personalidad de nuestro protagonista. En Frankie predomina la apatía, las soluciones fáciles (libre es de tomarlas, en última instancia) y, sobre todo, el miedo. Esto se visualiza de manera correcta. Resulta estremecedor el proceso por el que el joven está pasando, por ejemplo, cuando observa en el metro a una pareja de chicos que parece feliz.
Como si de un (bien intencionado) émulo de Ingmar Bergman (1918-2007) se tratara, madre e hijo apenas se comunican, discurriendo e interaccionando más a través de las imágenes de la película que con las palabras. El padre, además, está enfermo, pero esta situación no se prolonga, y sirve para que seamos conscientes del poso de humanidad que reside en Frankie. En cuanto a la desconcertada Simone, la cita que dibuja la directora consiste en que Frankie la invita a un perrito mientras caminan, a encestar con la pelota y, por desgracia, a esnifar. También a mirar los fuegos artificiales en la pantalla de su ordenador (ya que se conocieron cuando estos tenían lugar, en pleno paseo marítimo). Otra noche, se limitan a empastillarse. En suma, lo que Frankie hace con Simone es recrear o fingir una falsa realidad (supongo que la droga ayuda, pero tampoco esto se concreta: ¿es la primera vez o son los personajes unos adictos?).
Si el mundo exterior parece sórdido, el interior es aún más triste. Y eso que alguno trata a Frankie, como ya señalaba, con cierta amabilidad (un tipo que trabaja como camarero), y otro de sus colegas también lo mira con callado interés. Su hermana (Nicole Flyus) sufre un equiparable proceso de querer gustar, sin embargo, a la madre le preocupan más los amigos de su hijo que el hecho de que consuma droga (ingenuidad por mi parte, quiero pensar que se refiere exclusivamente a la hierba). Aun así, cuando esta le pide a Frankie que le cuente lo que le pasa, el chico rehúsa.
Así están las cosas en este presente donde no parece transcurrir el tiempo para nadie, aunque transcurra, yendo de ninguna parte a ningún sitio. Pese a que deambula por espacios abiertos, Frankie se halla en un callejón sin salida.
Ahora vamos a cambiar el tono y severidad de nuestra anterior película, apreciable pese a sus limitaciones, porque voy a presentarles a Tanner Daniels (Michael J. Willett), un alumno modelo del instituto North Gateway High, de Nueva Jersey (EEUU). El cual, busca el momento más propicio para poder salir del armario. Haciendo buen uso de la voz en off, Tanner nos explica que está encantado de pasar desapercibido.
Creo interesante constatar que la presente historia se adscribe al género de la comedia. En este sentido, se trata de una producción claramente de género (cinematográficamente hablando). Y a pesar de algunas carencias estructurales, es por lo señalado bastante resultona (no hablo solo de profundidad temática o de grandes medios técnicos). Aunque nos aventuramos en el proceloso mundo de los institutos, G.B.F. (Ídem, Logolite - School Pictures - Vertical Entertainment, 2013, estrenada al año siguiente), se las ingenia para entretener de forma tan sarcástica como efectiva, siendo una divertida representación cuyas pretensiones se logran armonizar con lo que ofrece. Las siglas del título corresponden a la expresión Gay Best Friend (mejor amigo gay), que será el objeto de deseo del resto de protagonistas femeninas y alguno masculino. Precisamente, son las expresiones y neologismos verbales uno de los principales blancos de esta comedia, donde de forma continua se juguetea con el lenguaje.
Junto a Tanner está su amigo de la infancia Brent (Paul Iacono), que se muestra más dispuesto a salir de ese armario en el que Tanner se siente tan bien arropado; eso sí, ¡siempre que no se entere su madre, porque es demasiado protectora! Brent cree que a ambos les puede beneficiar el empleo de una nueva aplicación llamada Guydar (sic), que permite localizar a otros muchachos afines por las cercanías. Además, también ha tanteado la situación de las tres principales bandas femeninas del instituto, y cree que será pan comido lograr cierto apoyo socio-afectivo por parte de las mismas (por las más pintorescas razones).
Cada facción o banda posee su lideresa. La joven de color Caprice Winters (Xosha Roquemore) se encarga de enarbolar el banderín de las minorías sojuzgadas, en tanto que Ashley Osgoode (Andrea Bowen) es la representante de los mormones en el instituto (esa parte del puritanismo protestante o cinturón de la Biblia, que toma las Sagradas Escrituras al pie de la letra). Por su parte, la desenvuelta y bella Fawcett Brooks (ya se imaginarán de dónde proceden este nombre y apellido; Sasha Pieterse), es buena amiga de la moda y de mantener enhiesto el estandarte más sexy del instituto. También está Soledad Braunstein (Jojo Levesque), que preside la Alianza Heterogay, y que desea dar con un gay auténtico (literalmente, darle caza), para acogerlo en su heterogéneo grupo, por desdicha, formado hasta ahora únicamente por heteros.
Entre las cuatro, mantienen un difícil equilibrio de poder.
Además, hay una revista para chicas que, a modo de recomendación chic, aconseja dar con un buen ejemplar gay. Ya no cabe la menor duda ni vacilación: se hace perentorio encontrar un mejor amigo gay. Y la china le toca a Tanner Daniels, cuando la dichosa aplicación a la que nos referíamos le señala con su dedo acosador, en forma de señal móvil, justo después de que Brent le abriera un perfil. Mi poder de pasar desapercibido había sido anulado, se lamenta el muchacho con gran desconsuelo.
Sea para integrarlo, para convertirlo, o para seguir ostentando la mayor atención dentro de la parafernalia estudiantil, lo cierto es que las chicas que he mencionado ambicionan la cercanía -más que amistad- de Tanner. Al menos, en un principio, porque con Fawcett si llegará Tanner a entablar un aprecio e intimidad más duraderos.
Cercado cual rara avis, al pobre chico no paran de zarandearlo, estresarlo, estrujarlo y manosearlo psicológicamente, sobrecargando sus circuitos, hasta que este decide plantarse y ser él mismo, sin injerencias ni coloridas toxicidades. Claro que antes de que esto suceda, Tanner sucumbe al glamour y la atención ofertadas, tratando de espantar el rechazo y convirtiéndose en el centro de la atención, bien custodiado por sus decididas protectoras. Lo que conlleva un radical cambio de imagen, para estar en consonancia tanto con las chicas como con lo que se espera de un gay salido del armario. De este modo, Tanner pasa de ser invisible a muy visible. El problema reside en los buenos amigos que ha dejado atrás, Brent, Sophie (Molly Tarlov) y Glenn (Derek Mio).
El director Darren Stein (1971) ilustra todas estas estampas de forma amena y desprejuiciada, reflejando con humor satírico el mundo de las etiquetas, en un momento de la adolescencia en el que se está construyendo la identidad. Además, el recurso narrativo de la voz en off de Tanner está, como decía antes, justificado, porque sus reflexiones suponen el contrapunto o la apoyatura irónica a lo que muestran las imágenes. Como detalle simpático, podemos observar cómo su amigo Brent posee un póster de la película Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón (Pedro Almodóvar, 1980), del original y emblemático Ceesepe (1958), en la puerta de su dormitorio.
Pero no solo habrá Tanner de vérselas con la decidida turba de muchachas, también tendrá que esquivar los envites del reprimido novio de Ashley, Topher (Taylor Frey), que busca la experimentación y comodidad del restregón desde su cobertura oficial. Esto también está resuelto con bastante gracia, de forma esquemática pero con guasa.
Al principio de este comentario reivindicaba la inclusión del homosexual en los géneros cinematográficos. Pues bien, G.B.F. es, como hacía notar, una comedia apreciable, pese al trazo grueso de algunas situaciones que, aun así, sirven para jugar de forma crítica con los estereotipos. En realidad, lo que se expone no trata tanto de la homosexualidad -que también-, como de la forma en que unos se aprovechan de otros, además de poner de relieve la fea costumbre de etiquetar gremialmente a todo bicho viviente (también lo están las chicas de esta historia). No obstante, frente al vicio del colectivismo está la virtud de saber ser uno mismo. Un proceso de captación por el que ha tenido que pasar nuestro heroico protagonista. Como consecuencia, Tanner ha decidido vivir en relativa paz, de acuerdo con sus inclinaciones. Algo tan natural y, sin embargo, tan inusual.
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