Leporella y El refugiado, de Stefan Zweig

03 enero, 2018

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El nombre de Stefan Zweig (1881-1941) ocupa cada vez con más firmeza un puesto entre los escritores más admirados y seguidos por los lectores, gracias a lo cual ha sido rescatado del fondo de las librerías o, incluso, del olvido. No nos debe extrañar, porque dentro de una producción literaria marcada por las revisiones biográficas, la especialidad de Zweig es cedernos obras atemporales sobre la condición y la psicología humana, incluso aunque sus relatos se anclen a ciertas situaciones históricas concretas. Por ello, hoy resulta difícil encontrar malas críticas a sus relatos, siendo más fácil ver cómo reivindican sus obras y se acrecienta una popularidad más que merecida.

Su narrativa nos permite observar tanto a conocidos personajes históricos a los que dedicó distintas biografías literarias, por ejemplo, así lo vemos en sus narraciones recogidas en Momentos estelares de la humanidad (1927), como transitar por creaciones anónimas a las que él otorga vida, generalmente personajes marcados por algún hecho particular que determina su identidad, como sucediera en Carta de una desconocida (1922) o en las dos novelas cortas que hoy comentamos, apenas relatos: Leporella (escrito en 1929 y publicado en 1935) y El refugiado (1927).

Ambos relatos están marcados por sus notables retratos psicológicos además de por mostrar de forma evidente el pesimismo de Zweig. En Leporella, se nos narra la historia de Crescencia, hija ilegítima de una aldea del Zillertal, en el Tirol, que tras una vida de miseria acaba trabajando como sirvienta de un matrimonio malavenido de barones. Aunque apenas hay acontecimientos relevantes en esta narración, el autor se vale de la descripción para mostrar una pasión servil, sin tintes amorosos, basado en la búsqueda de la satisfacción del amo por parte de Crescencia, quien incluso preparará sus encuentros amorosos con los amantes.

Esta servidumbre Zweig la muestra incluso en las comparaciones animalescas que hace al describir al personaje, comparándola bien con un caballo, animal que representa la lealtad a su amo, y también con una mula, por su trabajo tenaz y su terquedad. Su única obsesión previa era preservar el dinero para su vejez, conservado de forma avara, hasta tal punto que nunca tendrá otro disfrute que el propio hecho de contar ese dinero. No es casual esta actitud, dado que como retrata Zweig, Crescencia había sufrido su orfandad y su comportamiento no es sino fruto de unas circunstancias lamentables de trabajo y explotación. Por ello, cuando el barón sea quien la aprecie, sentirá un vínculo existencial. Llegará hasta tal punto que el final de este vínculo marcará también el final de su vida, como punto final de una obsesión total, al estilo de la ya mencionada Carta de una desconocida. Así pues, la felicidad de la protagonista se basará en el reconocimiento de su existencia por parte de su amo y en cumplir sus deseos. Precisamente, cuanto mejor siente que lo está sirviendo, más aumentará su expresión de felicidad, que resultará desagradable para su amo, como presagio de lo siniestro que llegarán a ser sus servicios.

La descripción que Zweig plantea de su protagonista nos ofrece una imagen grotesca y negativa, pero también lastimera. En su conclusión, el personaje no puede ser más que una representación de todo lo que funciona mal en una sociedad que permite tal desolación y dependencia. Incluso podemos considerar que existe un caso de solipsismo, dado que el barón dará sentido a una vida vacía, por eso cuando no puede seguir sirviéndole, pierde todo el sentido de su existencia, como sucede con don Quijote. Es más, también Crescencia obtiene un nuevo nombre: Leporella, que proviene de la ópera Don Giovanni, de Mozart (1756-1791). Cabe resaltar también que la segunda mitad del relato pone el foco en el barón, mostrándonos cómo toma una conciencia real de la servidumbre de Crescencia, lo que provoca tanto dudas como un temor por los límites que su sierva, casi una esclava, haya podido superar. Lo que podría haber pasado por un simple retrato bien escrito adquiere sensación de relato de terror con un final agridulce muy recomendable.

Naufragio, de E. Ocon
El segundo relato, El refugiado, nos transporta a 1918, cuando un náufrago es recogido por un pescador en el lago Ginebra. Tal hallazgo causa revuelo en su pueblo, que inicia un proceso para descubrir la identidad del extranjero. Tras las pesquisas, descubrirán que es un desertor de ejército ruso, un soldado que desea regresar a su hogar por no comprender en qué está luchando. En el pueblo se iniciará un debate sobre qué hacer con este particular refugiado, mientras él tan solo desea reemprender su viaje a casa, sintiéndose perdido y aislado entre tanta gente extraña. Toda la narración se envuelve de un tono melancólico que transmite una gran desesperanza.

Por una parte, la historia particular sirve de contraste entre el soldado desertor y la población que lo acoge, y no solo por el idioma, sino sobre todo por la comprensión de lo que está sucediendo en el mundo. Mientras que los habitantes del pueblo viven la guerra de forma lejana, pero informados de los acontecimientos globales, el protagonista es un hombre perdido, asustado y temeroso, apenas un campesino que desea regresar a su país, que desconoce por qué luchaba junto a los suyos y que tampoco sabe que Rusia ya no es el lugar que abandonó tras la revolución soviética. Se podría decir que el soldado es como un niño que ha vivido en la inocencia de una ilusión hasta la llegada de la guerra, cuando la muerte ha llegado y con ella el fin de un paraíso al que ya nunca podrá regresar. Y ello supone una desesperación de fines drásticos y melancólicos.

Stefan Zweig
Y por otra parte, El refugiado aboga por el pacifismo al mostrar el efecto que la guerra tiene en la gente común. Cómo los actos bélicos desgarran no solo físicamente, sino que, sobre todo, afectan a la psique humana hasta causar desolación. Zweig tenía motivos para exponer su melancolía y también para tratar de exponer su antibelicismo, herido por el crudo enfrentamiento europeo de la Primera Guerra Mundial. La historia, lamentablemente, volvería a repetirse pronto, y sigue vigente hoy, y se llevaría también su vida de la misma forma en que algunos de sus protagonistas murieron: por desesperación y miedo.

En definitiva, la pluma del autor austriaco nos permite descubrir relatos de un profundo calado humano. Seguramente, no todos sean de la misma calidad, pues podríamos considerar que Leporella y El refugiado son una muestra menor frente a otras de sus obras, pero todas contienen su exquisita técnica narrativa y su capacidad para ahondar en las emociones y pensamientos de sus personajes, que se sienten reales y sinceros.


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