Para el sábado noche (LXVII): La mujer del cuadro, de Fritz Lang

08 noviembre, 2017

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Con respecto a los sueños, varios enigmas cardinales fueron señalados por Sigmund Freud (1856-1939) en su famoso y trascendental tratado La interpretación de los sueños (Die Traumdeutung, 1901; Planeta Agostini, 1985). El más interesante de todos ellos es el relativo al sentido de los mismos, el cual entraña dos interrogaciones principales. Refiérese la primera a la significación psíquica del acto de soñar, al lugar que el sueño ocupa entre los demás procesos anímicos y a su eventual función biológica. La segunda trata de inquirir si los sueños pueden ser interpretados; esto es, si cada uno de ellos posee un sentido, tal y como estamos acostumbrados a hallarlos en otros derivados psíquicos (…) Prosigue Freud diciendo que, para algunos filósofos, la base de la vida onírica es un estado especial de la actividad psíquica (…), por la que el sueño sería la liberación del espíritu del poder de la naturaleza exterior, un desligamiento del alma de las cadenas de la materia. Otros pensadores no van tan lejos, pero mantienen el juicio de que los sueños nacen de estímulos esencialmente anímicos, y representan manifestaciones de fuerzas psíquicas que durante el día se hallan impedidas de desplegarse libremente. Numerosos observadores conceden también a la vida onírica una capacidad de rendimiento superior a la normal, por lo menos en determinados sectores como la memoria (Capítulo I, parte I); o la ensoñación, podríamos añadir nosotros.

De igual manera, señala Freud que, mientras unos afirman que el sueño ignora en absoluto toda aspiración moral, sostienen otros que la naturaleza moral del hombre perdura también en la vida onírica (Capítulo II: Los sentimientos éticos en el sueño). Entre la taxonomía de estímulos y fuentes de los sueños, el psiquiatra austriaco apuntaba una excitación sensorial externa u objetiva que, en la película que nos ocupa, bien podría aplicarse al retrato del que hace mención el título, y que articula todo el proceso narrativo. Una pasión no necesariamente latente o agazapada, pero sí estimulada por esa dama del cuadro, como la génesis que conforma la práctica totalidad de la (realista) puesta en escena de Fritz Lang (1890-1976). Al fin y al cabo, desde el abandono de la hipótesis mitológica, han quedado los sueños necesitados de alguna explicación (Op. Cit.).

De este modo, los enlaces asociativos con la realidad más objetiva fueron puestos en relación con el contenido simbólico y fisiológico de los sueños. Asociaciones que se supeditaban al ámbito de lo reprimido, quizás de una forma demasiado rotunda o exclusiva, aunque, tal vez, necesaria en aquel tiempo (toda onda expansiva conlleva un efecto de retraimiento). En cualquier caso, el monumental estudio llevado a cabo por Sigmund Freud constituyó otro pequeño gran paso que concernía a toda la humanidad.

El cine también estuvo atento a tales revelaciones psicológicas, especialmente durante la década de los cuarenta, de una forma un tanto pueril, bajo la severa pátina de un marcado cartesianismo científico. Por suerte, excepciones como La mujer del cuadro (The Woman in the Window, Independent Release – International Pictures, 1944) escapan a dichas ataduras, para introducirse de pleno en ese entorno primordial e ignoto, sin contaminar, dentro de los márgenes genéricos y siempre estimulantes de la llamada serie B, con frecuencia, clase A.


Aunque es difícil comentar una película como la presente sin desvelar su intríngulis narrativo, trataré de no destapar en exceso las vicisitudes a las que se ve sometido el protagonista, tal y como, de forma admirable, fueron desarrolladas por el escritor y productor de la misma, Nunnally Johnson (1897-1977), en torno a la novela Once Off Guard (1942) de J. H. Wallis (1885-1958), que hasta donde yo sé, no ha sido publicada en español. No obstante, a la fuerza habré de hacer mención a determinados aspectos esenciales del argumento (lo cierto es que lo hemos venido haciendo desde el principio), señalando, en primer lugar, que aunque Freud no contempla de una forma abierta las premoniciones, bien sabemos que algunos sueños pueden serlo.

Empleando ejemplarmente unos ajustados medios, algo constitutivo de las mejores series B, en favor de una clara y precisa narrativa visual, el relato cinematográfico da comienzo con una placa que sitúa al espectador en un sugerente Gotham College, de Nueva York, donde el profesor de psicología Richard Wanley (el formidable Edward G. Robinson) imparte una charla acerca del homicidio y sus consecuencias. Lang no se detiene en exceso en la misma, pues le interesa más el cometido que el contenido, esto es, el hecho de la actividad en sí, por parte del protagonista, por encima de sus predecibles consideraciones. De hecho, el realizador enlaza prontamente con otra escena, en la que el resto de la familia del profesor parte de viaje, sin que tampoco se especifique a dónde ni por qué, al punto de que ni siquiera volverá a tener presencia, salvo a través de algunas fotografías que la rememoran, casi como si de otra circunstancia soñada se tratara (antes de que el sueño cinematográfico se produzca). El caso es que, camino de su club social, en plena urbe, el profesor se siente atraído, como tantos otros transeúntes, por la joven que aparece retratada en el escaparate de una galería de pintura. Conocido es el instante en el que, contemplando el cuadro por segunda vez, la modelo aparece reflejada en el cristal del lienzo, tras él. La recreación de toda esta atmósfera sutil y evocadora, pero de un marcado tono realista, es contribución sustancial de la fotografía de Milton Krasner (1904-1988), adscrita al noir más cotidiano.


Richard es mostrado como un hombre casero, noble, educado y de hábitos tranquilos. No obstante, se trata de una persona de carne y hueso. Como demuestra su ingenuidad al acudir al apartamento de la modelo y dama de compañía, Alice Reed (Joan Bennett); una predisposición de cierta inconsciencia y credulidad, si bien, perfectamente comprensible (además de creíble).

Ello nos habla del poder de la imagen como vehículo o detonante del deseo, antes y ahora. De modo que la mujer de nuestros sueños, como la define algo estereotipadamente uno de los amigos de Richard, el cirujano Michael Barkstane (Edmund Breon), provoca una situación alucinatoria que, a su vez, nos traslada al terreno de los amores platónicos (los deseos ficticios dentro de una realidad).

El otro mejor amigo del protagonista es el fiscal de distrito Frank Lalor (el estupendo Raymond Massey) que, en el citado club, anticipa algunos casos análogos de encaprichamiento que acabaron en tragedia (en el ámbito fílmico de la realidad). Momento en que Lang muestra al personaje de Frank en inequívoca posición dominante, debido a su experiencia como fiscal, por medio de un marcado contrapicado, ante un atribulado Richard; aunque en esta coyuntura, es Richard el que sabe, y Frank el que cree saber (acerca del crimen que se ha producido en el apartamento de Alice).

Ciertamente, el sueño que padece Richard es poliédrico, porque se bifurca en distintos asuntos complementarios: el temor a no gustar (en este caso, por razón de la edad), a ser descubierto, al paso del tiempo, a hacer el ridículo, al engaño, a la soledad (de la modelo), a la posterior incógnita de si es posible ocultar un crimen…

Pero como adelantaba, este sueño también es una premonición, lo que eleva a La mujer del cuadro del terreno del cine negro y el policíaco a otros algo más visionarios e inescrutables. La película desarrolla una aventura en sueños como reflejo de la represión en vigilia del protagonista. Pero no se trata necesariamente de un hastío con su vida, pues Richard parece razonablemente feliz junto a su familia, sino de un aliciente sensual; de la necesidad humana de fantasear, algo a lo que no se puede ni debe poner coto. Así, Richard no puede creer en su suerte cuando Alice se aviene a compartir unos instantes con él (en un sentido amistoso). De forma significativa, Lang muestra cómo el dormitorio de ella es perfectamente visible desde el salón en el cual charlan (un nuevo deseo reprimido dentro del propio sueño, porque no llegarán a hacer uso del mismo, si es que cabía tal posibilidad). A lo que se añade una nueva percepción, la del desvalimiento de Alice, a merced de unas circunstancias vitales, imaginadas por Richard, no del todo favorables para la chica.


Pero es necesario advertir que Alice no es una mujer fatal. Se conduce con honestidad dadas todas estas circunstancias. Las cuales son, básicamente, las de un crimen no deliberado, pero con cierto aire de fatalismo y rareza, por cómo es ejecutado (al alimón) y mostrado por Lang. Lo que plantea una situación muy hitchcockiana, ya apuntada, la de cómo deshacerse de un cadáver.

Incidía, además, en el aspecto de que es este un sueño con apariencia de realidad, como tantos sueños. Así lo refieren algunos notables momentos de la realización, como el plano que vuelve a enmarcar a Alice en la puerta de entrada de su edificio, una noche de lluvia. En otra ocasión, Alice Reed charla con el caradura y pagado de sí mismo Heidt (Dan Duryea), extorsionador y ex guardaespaldas del sujeto asesinado, sin que Dick esté presente en la escena. Lo mismo sucede cuando Heidt regresa para cobrar su chantaje; si bien es cierto que, ambos personajes, Alice y Richard, están de alguna manera conectados psicológica -y hasta telefónicamente- por el hilo invisible del sueño. Una irrealidad tal vez compartida; no en vano, la posibilidad de un sueño múltiple no podemos descartarla. Solo parece quebrantarse el encantamiento a través de los encadenados visuales que denotan un lapso en el tiempo. En cualquier caso, con semejantes mimbres imaginarios, y respecto al chantajista, ¿por qué no reincidir en el delito, esta vez, de forma premeditada, eliminando a tan molesto personaje? La narración proveerá una solución tan ingeniosa como sencilla. Por algo las referidas series B ofrecían muchos productos atípicos y estimulantes.


Quisiera destacar, igualmente, el plano ubicado en el pasillo de un edificio de oficinas, donde Richard y Alice simulan no conocerse, hasta que los visitantes ocasionales les permiten emplear dicho espacio para ellos solos. Un lugar público donde planear un crimen privado, en esta ocasión, como ya he señalado, de forma premeditada, aunque sin dejar de tener en cuenta que el aborrecimiento ético de los personajes -pues ambas son figuras morales-, ante un acto de tal calibre, sí se traslada al mundo de lo onírico, como conjeturó Freud.

De igual modo, e incidiendo en esa diestra precisión narrativa, propia de una producción de las características de La mujer del cuadro, me llaman la atención detalles bien dispuestos, como el de los libros apilados en el salón del profesor, junto al elegante escenario que supone el apartamento de Alice. Asimismo, también me gustaría añadir, tanto en la zona de realidad como de “ficción” del relato, la presencia de un espacio que siempre me ha fascinado: el club privado. Ese lugar sugestivo, forrado en maderas nobles, con salas de lectura, guardarropa, un venerable camarero, interesantes cenas (aquí, a los postres) y una acogedora chimenea. El decorado perfecto para un sueño premonitorio y reiterativo, ¡si uno lo desea! Sin duda, una experiencia en los límites de la realidad.

Escrito por Javier C. Aguilera


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