Al igual que el gran Fernandel (1903-1971) o el ejemplar Jacques Tati (1907-1982), Louis de Funès (1914-1983) poseía una personalidad bien definida, en consonancia con la expresión corporal y gestual; aspavientos distintivos de su marchamo cómico y de una gran vitalidad. Trabajador incansable, no solo fue actor de cine, sino también de teatro.
En su filmografía sobresale la hexalogía del gendarme de Saint-Tropez, o la lograda y bufonesca -en el mejor sentido- comedia de época Delirios de grandeza (La folie des grandeurs, Gérard Oury, 1972). Tengo muy buen recuerdo de Grandes vacaciones (Les grandes vacances, Jean Girault, 1967), sobre todo porque salen unos chicos estupendos al comienzo de la película que bailan fenomenal. También de Las locas aventuras de Rabbi Jacob (Les aventures de Rabbi Jacob, Gérad Oury, 1973). Desternillantes son El hombre del Cadillac (Le corniaud, Gérad Oury, 1965), La gran juerga (La grande vadrouille, Gérad Oury, 1966) y El gran restaurante (Le grand restaurant, Jacques Besnard, 1966). Podemos mencionar otras muchas, como la sorprendente El tatuado (Le tatoué, Denys de la Patellière, 1968), las desconcertantes El hombre orquesta (L’homme orchestre, Serge Korber, 1970) y Caídos sobre un árbol (Sur un arbre perché, Serge Korber, 1971), la incisiva Votad al señor alcalde (La zizanie, Claude Zidi, 1978), la bien avenida El avaro (L’avare, Jean Girault, 1980), adaptación pulcra y sardónica del original de Moliére (1622-1673), por mucho que no tuviera éxito en su momento, o la estupenda trilogía de Fantomas, traslación de las célebres piezas de Pierre Souvestre (1874-1914) y Marcel Allain (1885-1969).
La elección de las dos películas que paso a comentar viene dada por una sencilla cuestión de efeméride. Cumplen años en 2021, momento en que me ha apetecido recordar la figura de Luis de Funès, que tantas veces me ha hecho reír; pero lo mismo daría reseñar cualquier otra pieza de su extensa filmografía. Además, concurren otros factores de índole personal. La primera de ellas la vi con mi familia en torno al casi taumatúrgico artilugio del magnetoscopio (el video doméstico), y la segunda, me llevaron mis padres a verla al cine en el momento de su estreno, siendo un niño apasionado por los objetos extraterrestres, volantes, submarinos o cinematográficos.
Yendo al lío, comenzamos una vez más con una de esas comedias que se nutren de la mezcla entre ficción y realidad, Jo, un cadáver revoltoso (Jo, Metro Goldwyn Mayer, 1971), con personajes que viven la vida, hic et nunc, como en los libros o las películas de humor.
Basada en la obra teatral The Gazebo (1958), del novelista, dramaturgo y guionista Alec Coppel (1907-1972), fue adaptada por Claude Magnier (1920-1983), con una música tan pegadiza como cabía esperar, de Raymond Lefebvre (1929-2008), fotografía del excelente Henri Decaë (1915-1987) y dirección del habitual Jean Girault (1924-1982). La obra de teatro ya había sido objeto de una traslación al cine por parte de George Marshall (1891-1975), Un muerto recalcitrante (The Gazebo, Metro Goldwyn Mayer, 1959). Por otra parte, y siguiendo con este juego de muñecas rusas, Coppel es nada menos que co-adaptador de la obra maestra Vértigo [De entre los muertos] (Vertigo, 1958) de Alfred Hitchcock (1899-1980), así como de una película estimable y algo olvidada titulada Smart Alec (Íd., John Guillermin, 1951).
El señor Antoine Brisebard (Louis de Funès) es un dramaturgo consagrado en el ámbito de la comedia, pero en ciernes en lo que se refiere al género policiaco, donde pretende incursionar con todo tipo de pertrechos. Es todo un reto para su inquieta mente, con lo que escenifica diversas situaciones como si su vivienda fuera las tablas, con la ayuda de su abogado y amigo Adrien Colais (Guy Treian).
Se trata de una simulación, claro está, para pasmo de la criada Matilde (Christiane Muller), que no duda en caerse escaleras abajo debido a la impresión. Brisebard colige que no es tarea fácil agenciarse con una buena puesta en escena y un buen argumento para un nuevo género en su carrera.
Para lograr el crimen perfecto hay que hacer desaparecer el cadáver, confirma Adrien. Y esta será precisamente la dificultad a la que se enfrenta Brisebard una vez que, por azares del caprichoso destino, se encuentra de bruces con uno de verdad. A lo que parece, Brisebard ha venido siendo objeto de un chantaje vil en la vida real, por parte de un tal señor Jo.
Pero antes de proseguir, hablábamos de la casa, del espacio habitable para vivos u occisos. Está situada en una finca aislada, a las afueras de cualquier región francesa; puede que en las cercanías de París, puesto que no se especifica. Allí vive y descansa Antoine junto a su esposa Silvie (Claude Gensac), que es una reconocida actriz. No debe pillarle muy lejos el trabajo, habida cuenta de que la mujer va y viene puntualmente todos los días, para acometer su función. Pero sin duda estamos en pleno campo, lo que da pie a uno de los mejores gags verbales de la película: el del suelo de Francia y la instalación de un cenador -el tan traído y llevado gazebo- en el jardín de los Brisebard, por parte del patrono y operario señor Tonelotti (Michel Galabru; otro habitual en las películas de Luis de Funès).
En efecto, en este relato coexisten las ocurrencias verbales (y onomatopéyicas) con las visuales y gestuales, si bien, son estas últimas las que prevalecen. Sobre todo, si el difunto se queda tieso debido al (prematuro) rigor mortis.
A estos personajes se suman la señora Cramusel (Florence Blot), una agente de ventas que está en disposición de vender la casa (el escenario del crimen), y por supuesto, un inspector de la brigada criminal que anda tras la pista, Ducros (el tronchante e impávido Bernard Blier). Este se presenta en pleno ágape en el jardín, cuando el matrimonio Brisebard ha invitado a unos amigos para la inauguración del quiosco. Queda de manifiesto lo nerviosos que nos ponemos cuando algo escapa a nuestro control, nos las prometíamos muy felices, o una situación inesperada se presenta con los ropajes de lo imprevisto.
Tanto el realizador como los actores proporcionan un ritmo sostenido y un ajetreo continuo, característico de las comedias alocadas clásicas, al estilo de las screwball comedies y el slapstick, del que aúna ambas vertientes. No es raro entonces contemplar a los protagonistas correteando por el escenario, denotando la farsa del existir, como hacían los grandes cómicos mudos, sin dejar por ello de divertir al público, que es la pretensión primordial. Y no adelanto nada más. Quien disfrute con este tipo de enredos y de la personalidad de nuestro intérprete, como es mi caso, lo pasará bien con la película (y con cualquier otra de su simpática filmografía). En suma, la dinámica es la misma que la de otros embrollos afines en la cinematografía de De Funès, como Una maleta, dos maletas, tres maletas (Oscar, Édouard Molinaro, 1969), Sálvese quien pueda (Le petit baigneur, Robert Dhéry, 1968), El abuelo congelado (Hibernatus, Édouard Molinaro, 1969), Muslo o pechuga (L’aile ou la cuisse, Claude Zidi, 1976), o cualquiera de las anteriormente citadas.
Y así llegamos a Mi amigo el extraterrestre (La soupe aux choux, Universal, 1981), del mismo realizador que la previa, y que fue la penúltima película del popular actor.
Pese a ser una comedia con extraterrestre, no resulta de altos vuelos, si bien, alcanza la órbita que pretende. La del puro -no mero- entretenimiento, según una novela (tan cómica como cósmica, supongo) de René Fallet (1927-1983), responsable de las narraciones que dieron pie a Fanfán, el invencible (Fanfan la tulipe, Christian Jacque, 1952) y Puerta de las lilas (Porte des lilas, René Clair, 1957), por citar algunas. La presente fue adaptada por el propio De Funès y Jean Halain (1920-2000), responsable a su vez de Millonarios por un día (Millionnaires d’un jour, 1949), El jorobado (Le bossu, 1959) o El capitán (Le capitan, 1960), todas ellas de André Hunebelle (1896-1985), además de otras adaptaciones destinadas al actor francés -de padres españoles, por cierto-, como la referida serie de Fantomas.
De nuevo en pleno campo, una noche apacible pero no cualquiera, el labriego entrado en años y achaques Claude Ratinier, motejado Glaudio (Louis de Funès), va a recibir la inesperada visita de un ser venido de las estrellas. Ni más ni menos. A este se le ha antojado el garbeo, lleno de curiosidad, a bordo de su cacharro volador, y decide probar fortuna, parada y fonda, en las inmediaciones de las solitarias propiedades de Glaudio y su vecino y amigo Francis Chérasse, apodado El Abombao, porque está jorobado, y no solo metafóricamente (Jean Carmet). Al fin y al cabo, ambos se encuentran bastante solos después de una entregada vida de esfuerzo campestre bajo nuestro astro rey, que abrasa lo suyo.
Glaudio no recibe con alharacas al extraterrestre. Primero desconfía de él, pero luego ancha es Castilla o las tierras de cultivo de Francia. En el caso del Abombao, duda de lo que le han mostrado sus cansados pero sagaces ojos, debido a un rayo paralizador que lo mantiene inerme durante el encuentro; aunque insiste en que ha visto posarse un objeto volante no identificado. Y luego está la cuestión del idioma. ¿Cómo hacerse entender? Pero los humanos somos conocidos en toda la galaxia por nuestra capacidad de adaptación y permeabilidad (abstenerse separatistas del lenguaje).
De esta guisa, si en Jo sobresale la decoración modernista de la casa del escritor, en Mi amigo el extraterrestre la morada del paupérrimo Claude Ratinier, es tan menesterosa como la personalidad de su habitante; esto es, campechana y humilde, pero no banal, cuidada hasta el último apero. Y aprovecho para resaltar la estupenda labor del poeta y actor Rafael de Penagos (1924-2010), persona culta y distinguida donde las hubiera, en la labor de doblador de De Funès, en esta y otras tantas películas (en la anterior, la voz correspondía al no menos formidable José María Angelat [1921-1992]).
Situémonos pues. El contacto singular se produce en Les Gourdiflots (algo así como Los cebollinos), sito en una región llamada del “borgonesado”, que no es la Borgoña, tal y como especifica la voz en off inicial. Una aldea insignificante, prosigue, donde ya no quedaba nada. Allí Ratinier y el Abombao subsisten más mal que bien. La voz de la narración no duda en calificarlos de dos pobres criaturas, druidas amigos de la botella. O mejor aún, rechazados por la tecnología, y hasta por el motor de explosión.
Esta presentación está muy lograda, siendo de lo mejor de la película, algo tosca en su desarrollo, pero bien intencionada (como se suele decir, para incondicionales). De este modo, quedan muy bien definidos los dos protagonistas terrestres, estancados en los arriates del tiempo. Y precisamente al tiempo (la longevidad) y el espacio se van a enfrentar ambos en la prueba que supone este encuentro cercano del tipo repollo (el título original de la película, luego veremos por qué), incluidos unos títulos de crédito galácticos, comme il faut.
Por añadidura, todas estas películas nos regalaban un tema musical central contagioso e indeleble. En este caso, también debido a Raymond Lefebvre.
El mecanismo para ponerse en contacto (no intencionado) con el alienígena, denominado Bicho (Jacques Villeret), no puede ser más desopilante y ordinario. No sé lo que pensaría de esto Jacques Vallée (1939), pero el procedimiento consiste en ponerse ciego de un agua purgante, estrictamente laxante, que solo mana del terreno de Francis, el Abombao. En ilustrativa descripción de Claude, el líquido marfileño desciende por la garganta como el rocío sobre las hojas. Lo que proporciona, huelga decirlo, un gag escatológico: las ventosidades de los cazurros son la llamada al extraterrestre a través del éter. En fin, a mí me hizo gracia cuando lo vi. Es como su “noche de borrachera”.
Pero siempre hay un componente emocional en las películas del francés. Que viene dado, en esta ocasión, por el recuerdo de Ratinier hacia su esposa fallecida.
El tipo es un garrulo, pero de buen corazón, pues continúa llevando flores a la tumba de la misma. Es muy distinto su comportamiento al de la pobre “loca del lugar”, la señora Amelie Poulangeard (Claude Gensac), que dice haber visto un platillo volante a la entrada de su casa (en efecto está ida, pues el platillo ha preferido recalar sobre los cultivos de repollo de Claude Ratinier). En esta fase de su vida, el Glaudio es consciente de que su terruño es un buen sitio para esperar la muerte.
Con el Abombao conforma una buena pareja de viejos gruñones. Se enfurruñan, pero el extraterrestre regresa, sobre todo, porque a los de su planeta les ha encantado la sopa de repollo que prepara Glaudio. Y ahí lo tenemos, orbitando en torno a la Tierra y el guiso de Ratinier.
La que también retorna es la difunta esposa de Glaudio, Francine (Christine Dejoux), muerta y resucitada merced a los milagros del procesamiento del ADN contenido en un mechón de pelo. Pero lo hace con la apariencia de una joven de veinte años. Con lo que el pobre Ratinier se ve abocado a una segunda pérdida; esta vez, si no menos traumática, al menos sí consentida.
Total, que contemplamos a Glaudio y al Abombao cual émulo del agricultor Maurice Masse (-) y su encuentro con una supuesta nave espacial en Valensole, en plena campiña francesa, en julio de 1965. Los vecinos del pueblo más cercano, Joligny (más abastecido y con mejores cartas de naturaleza para llamarse pueblo), le toman el pelo al pobre Abombao, que se ha de refugiar en su barraca. Claude Ratinier, más perspicaz, se guarda el secreto de su encuentro cercano para sí. Ni siquiera hace partícipe a su amigo, hasta que la situación terrestre se vuelve insostenible para ambos, espoleados por el grotesco -pero realista- alcalde (Marco Perrin). Entonces, sendos habitantes de Les Gourdiflots deciden cambiar de aires de forma definitiva.
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