¡A ponerse series! (XXXVIII): Salem's Lot, de Tobe Hooper

01 noviembre, 2019

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En Ximico, Guatemala, un hombre y su joven acompañante aguardan bajo una cruz de Damócles. Son compañeros de un viaje inacabable, aunque con esporádicos momentos de sosiego. Esa noche, no parece que vayan a poder disfrutar del mismo, porque los indicios, en forma de piedra “mágica”, advierten que van a tener un visitante. Un encuentro tan esperado como no deseado, que les permitirá colocar un cerrojo más en la brecha del pasado.

Juresalem’s Lot es un apacible pueblo situado en las frondosas -a todos los efectos- tierras de Maine, EEUU. Allí sitúa Stephen King (1947), como tantas veces, su relato El misterio de Salem’s Lot (Salem’s Lot, 1975; Ediciones B, 1992). No quiero pecar de intelectual (la fortuna me libre de tal epíteto, viendo en lo que se convertido), pero he de consignar que Stephen King no se cuenta entre mis autores predilectos (con ello no quiero decir que le niegue su calidad, sino exactamente lo que digo, que no me ha entusiasmado nunca). Sin embargo, y aunque tampoco es mi costumbre dar la vara con mis recuerdos, estando cada vez más cansado de los ajenos, lo cierto es que al recuperar esta estupenda miniserie me veo a mi mismo frente al televisor (y con el doblaje original), con apenas doce años, sintiendo el escalofrío de lo prohibido (que generalmente venía precedido por un rombo; a veces dos, pero lo que solía molar era lo de uno).

Cuando TVE programó la miniserie El misterio de Salem’s Lot (Salem’s Lot, Warner Bros., 1979), en septiembre de 1985, tras un pase abreviado por las salas cinematográficas cuatro años antes, esta ya tenía un tiempo, pero permanecía incólume su capacidad de dislocación y apertura hacia lo fantástico (no existe el tiempo para las buenas creaciones). A pesar de las ridículas filtraciones ideológicas a que nos vimos sometidos, mucho debemos a aquellas dos cadenas de televisión (por suerte, con la llegada de las privadas se derrumbó la utopía generalizada de que el medio televisivo iba a ser de altísima calidad, y pude ponerme a leer libros como un descosido, algo que no he dejado de agradecer). En definitiva, la teleserie me impactó y fascinó al mismo tiempo, supongo que como a otros muchos. Y lo más importante, permaneció en el recuerdo (la prueba de fuego para cualquier remembranza valiosa).


Gracias a esta circunstancia compré el libro, del que la adaptación es fiel reflejo (¡aunque no todo se contemple en el espejo!), y que en líneas generales me atrapó.

El escritor Ben Mears (David Soul) regresa a Salem’s Lot (como suele ser abreviado), donde se hayan sus raíces natales. Estas no excluyen los miedos infantiles, que Ben trata de exorcizar contemplando la espeluznante casona que corona el poblado, y comentando después que su próximo libro va a versar, precisamente, sobre la historia de esta casa. Un lugar lleno de maleficio y desventura, que le atrae como el imán que (casi) siempre ejerce la etapa de la infancia (ya saben lo que dijo la doctora María Montessori [1870-1952] acerca de que el niño es el padre del hombre). Lo que Ben no sospecha, de momento, es que dicho símbolo, lejos de haber caducado, va a rebrotar en todo su significado. La contemplación de la Mansión de los Marsten, que así es conocida por los lugareños, debido al apellido de la primera familia que la construyó y habitó, pasa de templar los ánimos de Ben a provocarle un intenso sudor frío.

Ahora, la desvencijada casa -tal vez en exceso- tiene un nuevo propietario, el restaurador Richard K. Straker (el excelente James Mason). Un recién llegado –más que bienvenido- al pueblo, que se dedica al negocio de las antigüedades; una de las ideas más certeras del original. Como tapadera resulta perfecta. Lo viejo camufla lo viejo, ya que de muy antiguo procede la maldición del vampirismo, que pasa a cernirse sobre el modernizado Salem’s Lot. De este modo, se solapa lo primitivo y remoto (ya que de géneros hablamos) con la actualidad del siglo XX. Una nueva era se abre para los vampiros.


Paseando por el parque, Ben se topa con una lectora, que además está de buen ver. Se trata de Susan Norton (Bonnie Bedelia), que estudia arte en la escuela elemental y es hija del médico del lugar (Ed Flanders). Susan ha roto recientemente sus relaciones con Ned Tebbets (Barney McFadden), que junto al sepulturero Mike Ryerson (Geoffrey Lewis), protagoniza una escena inolvidable para los televidentes. Se trata de la recogida del enorme embalaje que contiene un aparador, y que siguiendo las precisas instrucciones de Straker, han de depositar con sumo cuidado en los sótanos de la casa (de hecho, toda la casa semeja un sótano putrefacto).

En el pueblo también encontramos otros personajes y ocupaciones que se irán entrecruzando. Está la inmobiliaria de Larry Crockett (Fred Willard), la pensión de Eva Miller (Marie Windson), la comisaría de policía presidida por el sheriff Parkins Gillespie (Kenneth McMillan), el cementerio, cuyo cuidador es Mike… y la Mansión de los Marsten, visible desde cualquier zona del pueblo. Desde luego, ofrece un expresivo primer plano desde la habitación de Ben, como Susan tendrá ocasión de averiguar. Según se comenta, la casa lleva desocupada veinte años. Hasta ahora. Más aún, Richard Straker asegura que está esperando la venida al Nuevo Continente de su socio, el señor Kurt Barlow (Reggie Nalder).

Entre tanto, Ben también regresa al colegio. Allí le espera otro recuerdo, esta vez más grato, en la figura de su antiguo profesor de literatura, Jason Burke (Lew Ayres).


Entre los alumnos que deambulan por allí está el avezado Mark Petrie (Lance Kerwin). Personaje interesante porque es el punto de sutura de Stephen King con su (re)creación. Petrie es un muchacho que tiene una vida de repuesto, en la que poder refugiarse si la que llamamos real no le satisface. Me estoy refiriendo, claro está, al mundo de la fantasía, de los seres que asumimos como monstruos, y a los asuntos tétricos y misteriosos como la magia, siempre en camino hacia lo trascendente. Tal vez, un émulo del propio Stephen King a esa edad, pero también un carácter con el que poder identificarnos los que nos hallamos en sintonía. Precisamente, esta disposición y conocimientos librarán a Mark de caer en los colmillos del peligro. Lo que, por desgracia, no sucede con sus amigos, los hermanos Ralphie y Danny Glick (Ronnie Scribner y Brad Savage, respectivamente). ¿Por qué te gustan tanto estas cosas de monstruos?, le espeta Danny a Mark. Poco después, el propio padre de Mark le pregunta ¿cuándo vas a superar todo esto? No comprende su afinidad con estos aspectos de la vida tildados de infantiloides. Así, cual don Quijote adolescente, y tratando de mantener la cordura ante tanto “loco” racional, el joven Petrie constata cómo la imaginación está a la baja, aunque el resto va a tener que afrontarla de forma muy real e ineludible, que es lo que suele ocurrir cuando se pasa de un nivel a otro.

Un elemento de distorsión en el ámbito de potencial inestabilidad que supone el día a día. Como los engaños de pareja o los matrimonios quebrados que forman parte de la racionalidad de Salem’s Lot; a fin de cuentas, de buena parte de las relaciones humanas.

De este modo, la “anemia perniciosa” declarada por los médicos se va extendiendo. Una enfermedad infecciosa a la que se da consideración de plaga, si no de forma directa, sí indirecta. Nadie sabe lo que está pasando. A veces, todo un poblado queda desierto, una vez que la autoridad ha sido desarticulada. El mal avanza en progresión geométrica, como las vainas de los ultracuerpos. Muchas de estas infecciones restantes no son mostradas, ni falta que hace, porque pertenecen al ámbito de lo sobreentendido; no de la redundancia, que tanto se asume en la actualidad para ofrecer más de lo mismo.

La visita de Ben a la casa, en cumplimiento de una apuesta, siendo un niño, queda más pormenorizada en el libro, pero esto es comprensible. El ritmo impreso por Tobe Hooper (1943-2017) es pausado en algunos momentos, pero el guión se muestra ágil, y la adaptación, en líneas generales, bien urdida. A ello contribuyeron los guionistas Paul Monash (1917-2003) y Stirling Silliphant (1918-1996), entre otros.

Queda constatado, igualmente, el poder hipnótico del vampiro, que hace franqueable la “barrera” de las ventanas (un vampiro ha de ser “invitado”). Lo que se puede hacer extrapolable a la Mansión de los Marsten, una de esas edificaciones antiguas y espeluznantes en la línea de Amityville. Sin ese poder hipnótico inserto en la mirada de los vampiros, no se entiende el tempo de la narración. Incluso es previo a hallarse los vampiros in situ, como comprueba Mark antes de enfrentarse a uno de ellos con un modesto pero eficaz crucifijo (un objeto que de nuevo enlaza la ficción de los mitos con la de la realidad). Además, está el hecho tradicional del rol del sirviente, que en este caso corresponde al británico Straker.


La acción concluye en el escenario centroamericano donde comenzó, pero no en el estado de cosas en que lo hizo (dicho escenario queda fuera del tiempo y el espacio, porque si no estoy mal informado, Ximico no existe realmente, ¡geográficamente hablando!). Ahora ya sabemos del periplo de Ben y Mark. Y que ambos portan el estigma de los anatemizados, los perseguidos. De alguna manera, la marca del vampiro. Ese mito que, con probabilidad, sea el más arraigado en la tierra (donde hunden sus ataúdes) y en la imaginación de las mentes. Quién no ha pensado en cómo se sentiría siendo uno de ellos.

Por cierto, felices Días de Todos los Santos y de Difuntos. No se está tan mal aquí.

Escrito por Javier Comino Aguilera

Próximamente: Valle secreto



1 comentario :

  1. Ame, Ame y amare esa serie! Es espectacular, de lo mejor!! gracias y muy Feliz Hallowen.

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