Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino

23 octubre, 2019

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Los directores de cine que proyectan su personalidad sobre sus obras suelen acuñar un sello propio, el denominado cine de autor. El problema de esta cuestión es que las opiniones suelen estar muy polarizadas, a excepción quizás de que demuestre maestría en alguna obra concreta. Un enfrentamiento entre dos polos que se ha intensificado en estas últimas décadas, por haberse convertido en una época en la que opinar, que no argumentar, se ha vuelto demasiado fácil. No es de extrañar, por tanto, que Quentin Tarantino haya conseguido una legión de seguidores como de detractores, de la misma forma que le suceden a directores como Martin Scorsese, Pedro Almodóvar o Lars Von Trier. El director estadounidense se ha caracterizado por plasmar en sus obras todas sus aficiones y también sus fetiches, además de empaparse de cierto tipo de cine clásico de género y de cine B para homenajearlas copiando ciertos elementos, creando en ocasiones pastiches a las que daba un sentido a través de argumentos imbuidos de comedia negra, violencia y tensión. Los fanáticos de Tarantino esperan sus proyectos cinematográficos con expectación, sobre todo porque el tiempo va pasando y no hay año en que no surja el rumor de que se está planteando retirarse y dejar de dirigir.

Lo que sí está claro es que el director de Pulp Fiction (1994), Kill Bill (2003, 2004), Malditos bastardos (2009) o Django desencadenado (2012) ha tocado diversos géneros creando películas con unos rasgos identificables. Y en su última película estrenada ha querido rendir homenaje al propio cine y al Hollywood de una época dorada en pleno ocaso: los años 60, los westerns en su derivada hacia el spaghetti western y las series de televisión del momento se hacen uno en Érase una vez en... Hollywood (2019).


Para ello, nos inmiscuimos en la vida de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una estrella de televisión que trata de reinventarse y sobrevivir en un panorama cinematográfico que está mutando y para el que se nota envejecido. Mientras empiezan a surgir nuevas estrellas más jóvenes que lo relegan a papeles ocasionales de villano y hay nuevas atracciones para las altas esferas, como su vecino, el prometedor director de origen polaco Roman Polanski (Rafał Zawierucha), Dalton solo encuentra consuelo en la amistad  inquebrantable con su doble, Cliff Booth (Brad Pitt), prácticamente su chico para todo que le sirve con una lealtad ciega. La ficción de la vida de Rick Dalton, que podría ser un buen trasunto de tantas estrellas de la época, se entremezcla con la realidad del retrato algo alejado de personas reales que aparecerán en escena y mostrarán ese particular universo que era el Hollywood y los Estados Unidos de los sesenta, con figuras como el ya mencionado Polanski y su esposa, Sharon Tate (Margot Robbie), estrellas como Bruce Lee y Steve McQueen, y otros personajes más siniestros, como la terrible y sádica Familia Manson o George Spahn.

Sin duda, de entre las películas de Tarantino, parece ser una de las más sosas, restando todo el final y varias secuencias relevantes, y seguramente de las más lentas y de las que más se recrean en sí mismas. El director se recrea en secuencias largas que no parecen llevar a ningún lugar dentro de la narrativa, llenando los huecos de un homenaje visual a la estética de la época, las calles y tiendas de aquel Hollywood y una considerable cantidad de planos contrapicados cerrados sobre personajes que conducen, especialmente Cliff. Sin duda, los personajes de Rick y Cliff funcionan bastante bien por el portento que les otorga la actuación de DiCaprio y Pitt respectivamente, pero conforme avance el metraje se van diluyendo hasta convertirse en personajes ambiguos, extraños y excesivamente ficticios. Resulta evidente que el personaje de Cliff es comparado con la lealtad canina que también demuestra su mascota, y que le gusta jugar, hacerse el duro y mostrarse desinteresado por todo. Mientras que Rick está en caída libre hacia la depresión, sintiéndose inútil, perdido y desorientado, abatido por las nuevas generaciones, representadas sobre todo por Trudi (Julia Butters), una niña prodigio que tiene una actitud laboral diametralmente opuesta a la del veterano. 


Precisamente, cada uno de los protagonistas tendrán su particular escena relevante y a destacar en toda la película, además de una considerable cantidad de flashbacks en secuencias breves que pretenden rendir tributo a las producciones de la época, montajes en los que añadir a DiCaprio participando en películas y distintos shows como si fuera Rick Dalton o para explicar cómo el carácter conflictivo de Cliff le ha llevado a ser un paria en la industria cinematográfica, pudiendo contar solo con la ayuda de Rick. Una de las mejores en este sentido es todo el rodaje del western en el que participa Dalton, en que Quentin Tarantino plantea metaficción planteando una secuencia del western como si formara parte de la película para poder detenerla y mostrarnos cómo trabajaban los profesionales del medio, con la necesidad de texto, los cortes, los monólogos y los cambios de planos, travellings y barridos que los camarógrafos realizan. Todas esas secuencias están protagonizadas por un soberbio DiCaprio que otorga una considerable variedad de matices a su actuación.

La otra gran secuencia está plagada de tensión. Acompañamos a Cliff al rancho de Spahn, donde se meterá en medio de una especie de comuna hippie y tanteará un terreno peligroso, como la película nos remarca en un escena cuya sensación de peligro irá in crescendo conforme el doble haga frente a los hippies y trate de averiguar la verdad que ocultan. El final de este trayecto nos regala uno de los puntales violentos tan predilectos en la cinematografía de Tarantino y que sirve como preludio a todo el tramo final. Precisamente, todo el tramo final es puro espectáculo tarantiniano, con su particular parte gore y con su predilección por crear realidades paralelas, al estilo de lo que realizó en el final de Malditos bastardos. Sin duda, después de haber planteado una película basada en un ritmo pausado, dilatado en el tiempo, con secuencias largas sin rumbo, el final es un cambio brusco en la personalidad de la obra. Además de esa búsqueda de cierta justicia poética sobre la realidad a través de la ficción. En parte, la catarsis llegará para el espectador solo si es consciente de los auténticos hechos que tuvieron lugar aquella fatídica noche, por lo que podemos considerar que es una obra fabricada también para los amantes de la época o de la historia del cine. O de los morbosos y adictos a la historia del crimen.


Por contrapartida, cabe destacar que por detrás de las vidas de Rick y Cliff, aparece un Tarantino delicado y sutil, que plantea secuencias más dignas y con una finalidad narrativa más definida. Por ejemplo, el retrato de Sharon Tate es magnífico por la delicadeza que le otorga el director, en contraste con toda la grandilocuencia, la tensión o la pesadez del resto de elementos. Se percibe en esos paseos que hace que Margot se da por la ciudad interpretando a Sharon, en la forma en que esta se muestra inocente, dejando entrever a una actriz, prácticamente una joven promesa, a la que le gusta verse en la gran pantalla, que se ríe de sus propias películas y que disfruta de un destello de fama. Una fama que se basa en el trabajo. En esta metapelícula que es Érase una vez en... Hollywood no se rehuyen las aristas y las dificultades de los actores para prepararse, en un claro homenaje a la labor no solo de estas grandes estrellas, sino también a quienes suelen estar detrás, desde el preparador físico, en este caso el propio Bruce Lee, hasta los cámaras, los directores o los dobles. Sin duda, este homenaje es una de las mayores delicias de la película, a pesar de que Tarantino no pueda evitar meter sus fetichismos de forma innecesaria, logrando planos poco naturales.

Por todo ese afán de recrearse en su nostalgia y en sus pasiones, la película se eterniza sin tener un pulso narrativo concreto, dando tumbos en su modo de plasmar la historia, incluyendo fragmentos documentales, una repentina voz en off, secuencias metacinematográficas o las escenas más clásicas y usuales de la narrativa audiovisual. Por ejemplo, esas eternas carreteras por las que circula Cliff, la forma de rodar todo lo relacionado con el spaghetti western (con un pequeño homenaje al importante papel de Almería en aquella época) en una forma tan resumida como desconectada del resto de relato, o los diálogos y la relación entre Cliff y Rick, que no plantea ninguna motivación para causar intriga, impacto o mero interés. Incluso peca en su constante homenaje de caer en tópicos o de dejarnos un retrato simplón y poco serio de Bruce Lee, personaje que gana cuando Tarantino no le dedica ninguna línea de diálogo. No obstante, a pesar de que esté planteando secuencias monótonas, el director ejerce presión para que nos parezcan intensas. Intensas, pero completamente vacías.


Porque, y en conclusión, lo que sobra en Érase una vez en... Hollywood es vacío autocomplaciente. Ese deambular por los recuerdos de una época sin que exista más finalidad que la propia nostalgia o el retrato de las costumbres del momento. Pero se detiene tanto en ello que deja pasar la oportunidad de otorgarle aún más entidad a sus personajes. Sobre todo cuando gana enteros al ser sutil en ese desarrollo o al centrarse en darle espacio a sus protagonistas. Con todo, hay en esta película escenas realmente bien filmadas y dignas junto a unas actuaciones bastante solventes que la hacen merecer nuestra atención. Además de desprender un sentido bastante poético de la justicia y un emotivo homenaje a toda una época cinematográfica y televisiva que ya forma parte de la nostalgia.


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