Un campesino (Duncan Lamont) va a ser ajusticiado por el método de la guillotina. La escena no está exenta de ese retorcido y bienhallado sentido del humor del realizador inglés Terence Fisher (1904-1980). Una ironía que afecta tanto a cazurros como a señoritos.
Así comienza la excelente Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman, Seven Arts-Hammer Films – Twentieth Century Fox, 1966; estrenada al año siguiente). Luego retomaremos este aspecto sombríamente jocoso. De momento, nos situamos ante el mencionado patíbulo, pese a hallarnos en una población centroeuropea sin especificar (aunque con un nombre en letras góticas difícil de extraer). El campesino está ebrio y deseando que todo acabe (parece que se le acusa de un homicidio impremeditado), en una situación casi distendida, hasta que Fisher hiela la sangre del espectador cuando el hijo del condenado aparece en escena, tras unos arbustos, y observa la decapitación de su padre. Se acabó la “diversión”.
La situación no puede ser más tremenda (esto es horror y emotividad, y no a lo que hoy en día nos tienen tan mal acostumbrados). Por supuesto, las imágenes se resuelven con la elegancia implícita de Fisher a la hora de explicitar. Tras los títulos de crédito, la cámara vuelve a descender sobre la guillotina, ya deteriorada con el transcurrir del tiempo. El chico, Hans Werner (Robert Morris), se ha hecho un adolescente apuesto y, pese a lo que cabría esperar, de buen corazón. Hans mantiene una relación en secreto con la hija del posadero (Alan MacNaughtan), Christina Kleve (Susan Denberg), dándose la fatídica circunstancia de que la muchacha tiene el rostro desfigurado en parte. Además, Hans está al servicio de los extraños doctores Víctor Frankenstein (colosalmente aterrador Peter Cushing) y su ayudante, el lugareño Hertz (el estupendo característico Thorley Walters), médico de la población (moldava según parece).
El experimento que les ocupa consiste en volver a la vida al propio Víctor que, por una vez, se presta a ser el sujeto de la experimentación. Como en todas las películas del ciclo, Frankenstein ha sufrido un proceso psíquico, algo más benéfico en este jalón que en el posterior, como ya veremos. Después de haberse enfrentado a la posibilidad de la muerte, el científico parece haber perdido (todo) el miedo a la misma. El experimento ha sido un éxito, y esto reafirma en el cirujano su creencia, ratificada por el método científico, de que si la vida se puede mantener en suspenso (criogenizada), también es factible hacerlo con el espíritu vital que la anima.
Es una idea altamente sugestiva de la que Fisher, a través de su guionista John Elder, alias de Anthony Hinds (1922-2013), sabe sacar partido visual además de teórico.
También para el joven Hans, que vio de cerca a quien se le cercenaba la vida, supone una indagación prometedora. Mi alma permaneció conmigo, refiere Víctor al relatar su experiencia en estado latente. Pero, ¿estaba mi alma atrapada para siempre?, se interroga, ¿o solo se desprende del cuerpo cuando sobreviene la muerte física?, añado yo. Es lo que se pregunta el científico, que no deja de serlo pese a lo poco ortodoxo, en un sentido académico, de sus métodos. A lo que contesta el simpático Hertz, uno de esos personajes clásicos que alivian la gravedad del relato y que forman parte de ese sentido del humor afín a Fisher, que ¡esto es demasiado para mí! El siguiente paso es indagar en la posibilidad de una especie de escudo o campo de fuerza indestructible, capaz de albergar y preservar las almas en los cuerpos suspendidos.
La película abunda en esa torcedura del humor, porque, lo que pretende ser una celebración, la adquisición de una botella de champán para festejar el triunfo del experimento, deriva en una sucesión de hechos infortunados. Hertz le presta su abrigo a Hans para que este no pase frío en su camino a la cantina, y la prenda acaba por convertirse en una prueba en contra del muchacho, tras un altercado. Lo que se incrementa con otros detalles de conducta, entre la mordacidad y la tragedia, como son la imagen de Hertz observando la referida botella de champán, la posterior visita de Hertz a Hans en prisión, Cristina apagando la luz de una lámpara en su habitación, para hacer el amor con Hans, o las iniciales de la chica (C.K.) en un baúl de su propiedad. Por cierto, James Bernard (1925-2001) compuso un bellísimo tema principal, dedicado al personaje de Christina, que está en la memoria de muchos cinéfilos. Yo no sé quién soy, replica la joven en un momento de la narración. En este sentido, la vendetta que se da a continuación resulta incluso catártica; en averiguar su identidad demostrará Christina tener mucha cabeza.
Así funciona esto: el mundo se mueve por el poder, el de quienes lo tienen y el de los que aspiran a él. Así, el posadero se permite humillar a Hans por sus antecedentes familiares, en tanto un grupo de petimetres humilla al posadero por su “baja condición”, y a Christina por sus defectos físicos (además es coja). Estos señoritingos son Karl (Barry Warren), Johann (Derek Fowlds) y Anton (Peter Blythe). En realidad, bajo sus ropajes de (magnífico) cine de género, Frankenstein creó a la mujer es una película sobre la denigración y el menosprecio, hasta extremos difícilmente soportables (por supuesto que las ha habido más violentas, pero no mejores o de implicaciones más atractivas).
Estos niñatos con posibles crematísticos y elitistas, consentidos por los padres -figuras en un prudente off, pero que ahí flotan-, pagados de sí mismos, provocadores y bravucones, monos vestidos de seda, están en la línea de los crueles e ignorantes -aún más peligroso- protagonistas de la novela de Anthony Burgess (1917-1993), La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962). Y, sin embargo, los oriundos son tan insensatos, que creen que la amenaza proviene de Hans, por aquello de que de tal palo, tal astilla.
Ya sabemos que todo lo que no entendemos puede ser mágico hasta que se comprende y domina. Pero el mundo que nos rodea no siempre se puede doblegar por vía de la ciencia, existen demasiadas e imprevistas derivadas -¿determinadas?-, que se nos escapan, y el ciclo de la Hammer y Fisher sobre la figura de Víctor Frankenstein, enriquecida hasta el paroxismo por la productora, los distintos guionistas y el realizador, hace hincapié en este aspecto fatalista y tortuoso -tal vez determinado, insisto- de la existencia.
Frankenstein pretende comprender –apresar- el mecanismo por el que un alma (ente no mensurable pero existente) permanece en el cuerpo tras la suspensión de la muerte física. Pero ambiciona comprender esto únicamente a través de los procedimientos de la ciencia; algo que se revela insuficiente (la ciencia no debería escindirse de la moral). A su vez, transferir el alma a un aparato, para después reincorporarla a los cuerpos revividos, originarios o no, es una forma de querer ser Dios, como bien queda expuesto en los orígenes del personaje creado por Mary Shelley (1797-1851). De tal manera que, el alma, que de forma natural deja el cuerpo, hallaría impedimento en un campo que retrasaría su (teórica) partida hacia otros planos del existir. Teniendo en cuenta las preguntas que se está planteando el barón, el conflicto interno que lo atenaza está muy bien expuesto. No obstante, pese a sus aspiraciones, Frankenstein sigue siendo un rehén de la materia.
Dato notorio es el hecho de que todo transcurre en pocos días. Me refiero a que el grueso del planteamiento queda establecido, principalmente, en una tarde y su noche. Poco después, Christina parte en carruaje y Hans la despide, pero el funesto instrumento de muerte con que se abría la película permanece al fondo del plano. En efecto, la maldición se repite. Acusado de homicidio, Hans parece seguir los pasos de su progenitor. No ha tenido muchas oportunidades en la vida. La estructura narrativa y visual del relato hace que la secuencia inicial vuelva a la vida, esta vez, con Christina como testigo.
Transferir el alma de Hans a otro cuerpo es la transgresión (pen)última de Víctor Frankenstein: jugar con el alma ajena. Como era de prever, el experimento es un éxito a nivel científico, y un fracaso a nivel anímico. Pero, precisamente, esta circunstancia tan bien traída –es de agradecer el arrojo- eleva la película a cotas poco frecuentes (algo similar, salvando las debidas distancias argumentales, se intentó después con la notable Proyecto Brainstorm [Brainstorm, Douglas Trumbull, 1983]).
Pero no hay que sorprenderse. Con el barón las ciencias adelantan que es una barbaridad. Realizada la operación quirúrgico-espiritual, ¿qué sucede con el alma de la fémina que sirve de sustento a la nueva prueba? Unas veces, Hans toma el control, otras lo hará Christina. La mujer creada por Frankenstein es la dramática representación de una humana y global esquizofrenia. Sin embargo, en el aire flota la cuestión de si podrán sobrevivir estas dos almas habitantes de un mismo cuerpo, una vez concluida su andadura en la materia que las contiene.
A los ya mencionados partícipes del estupendo equipo técnico-artístico de la Hammer, cabe citar a los editores James Needs (1919-2003) y Spencer Reeve (1923-1973), el fotógrafo Arthur Grant (1915-1972) y el decorador Bernard Robinson (1912-1970). Junto a James Bernard, los dos últimos repetirán sus modélicas funciones orgánicas en la siguiente singladura del ciclo, que fue la penúltima.
Ya desde el inicio de El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, Seven Arts-Hammer Films – Warner Bros., 1969), observamos que la desdichada deriva vital y profesional de Víctor Frankenstein, según el coherente guión de Anthony Nelson Keys (1911-1985) y Bert Batt (1930-2011), lo ha convertido en un asesino, que no muestra el menor reparo en conseguir el “material” que le es necesario incluso en plena calle (solitaria y nocturna, eso sí). Para ser más preciso, es el portador de una grotesca máscara, como extensión figurativa de la sociedad en que se ve de nuevo inmerso, además de reflejo de su propia descomposición moral. Una máscara que no tarda en ser descubierta. Tras deshacerse de algunas pruebas comprometedoras, el barón se ve obligado, una vez más, a huir de su cobijo y hallar un nuevo refugio para proseguir con sus experimentos. Lo encontrará en la casa de huéspedes que regenta, en nombre de su madre, la joven Anna Spengler (Veronica Carlson).
Antes de eso, la sangre golpea un rótulo profesional, de los que se colocan en un portal. De este modo, Terence Fisher nos da información acerca de la naturaleza del asesinato, como del nombre y ocupación de la víctima; no por casualidad, otro cirujano, de la cáscara escéptica, desde luego, el doctor Hayeck (-). A continuación, el humor de Fisher se vuelve a intercalar en forma de un caco (Harold Goodwin) que violenta la vivienda de Frankenstein, el cual porta su “carga” en un maletín circular, como si viniera del mercado. El ladrón se topa con el laboratorio del barón, y huye espantado.
Fisher planifica la escena sin mostrar el rostro del personaje, al que, como digo, solo distinguimos como portador de una repelente máscara. En un principio, el montaje de Gordon Hales (1916-1994) tan solo intercala unos planos de sus manos y pies.
Del escabroso crimen en las calles se encarga el inspector Frisch (Thorley Walters en un nuevo rol, pero en la misma línea jocosa del anterior). Así como de la desaparición del cadáver de otro médico, el doctor Herman Stark, robado de un depósito (esas pruebas comprometedoras que hubo el barón de suprimir).
En suma, la señorita Spengler le ofrece alojamiento sin saber lo que se le viene encima. Pronto se adueña Frankenstein del espacio de la casa de huéspedes y hasta de las mentes de la chica y su prometido, el médico en prácticas Karl Holst (Simon Ward).
Karl trabaja en una clínica para alienados. Es un incipiente especialista en la nueva ciencia de la neurología. Por desgracia, trapichea con drogas, no para él mismo, sino para ayudar a sufragar los gastos de Anna. Frankenstein lo averigua, junto a las irregularidades en los libros de registro de tales sustancias. El mismo hado que siempre parece predisponer al barón en el sendero de la indagación, luego semeja complacerse en bloqueárselo. El caso es que todo está fríamente calculado por parte del nuevo inquilino, que se hace llamar Fener y que da la impresión de conocer de antemano las debilidades de la pareja. A su vez, el doctor Frederick Brand (George Pravda), una eminencia de la medicina cuyo cerebro ha desembocado en la locura, es el siguiente objetivo de un Frankenstein más amargado que nunca, a causa de las continuas interrupciones e incomprensiones sobre su trabajo. Por eso mismo, se muestra más enérgico y contundente que nunca.
Tampoco carecerá de estos inconvenientes en esta ocasión. Las cosas se complican. ¿Y dónde transferir ese cerebro enfermo, debidamente operado, con el fin de recobrar todos sus conocimientos? En la figura de otro eminente y normativo doctor, el profesor Richter (el simpar Freddie Jones).
Podría deducirse de sus quejas ante los otros huéspedes de Anna, que Frankenstein no pretende el daño a terceros, pero el hecho es que él cree que, en su caso, el homicidio está más que justificado.
La amargura de Frankenstein se quintaesencia. Hace quedar mal a Karl ante sus superiores y pone en entredicho la credibilidad de Anna como casera. Baste señalar su rostro de complacencia cuando Karl se ve “obligado” a matar para salir de un atolladero. Ya lo tiene en sus manos. Más aún, las almas de ambos le pertenecen, pero en un sentido distinto al anteriormente expuesto, mucho más “opaco”. Y también sus cuerpos, al menos, en el caso de Anna, a la que no duda en violar y, posteriormente, inmolar. Controvertida escena de la violación que va seguida de la doble operación quirúrgica para restablecer el cerebro de Brand y trasladarlo al cuerpo de Richter. A esto suma Fisher otra secuencia formidable, la de la inspección policial de la casa de huéspedes. Poco después, se añade el magistral instante de la rotura de una cañería en el jardín, donde Anna demuestra tener buena mano, sometida como está al síndrome de Estocolmo. Tres escenas de impacto prácticamente seguidas. Pero la cosa no acaba aquí. Estremecedor resulta el despertar del doctor Brand, sano de mente pero no tanto de cuerpo, al ocupar el de otra persona (y escucharse con una voz distinta).
El catálogo de atrocidades del funesto protagonista -por primera vez parece que su pozo no tiene ninguna salida-, es difícilmente superable. Lo que convierte El cerebro de Frankenstein en una de las cimas indiscutibles de toda la historia del género de terror. Por cierto, en español, el título El cerebro de Frankenstein adquiere una doble connotación (yo lo prefiero al original). Se refiere al órgano que le es necesario al cirujano para proseguir con sus experimentos, como a la evolución -o involución moral- que se adueña del suyo propio.
Las derivadas adquieren especial resonancia en el indecible padecimiento de Ella (Maxine Audley), la esposa del sacrificado doctor Richter. La posterior charla con el consorte, detrás de un biombo, en la que sigue siendo su casa, constituye uno de los momentos álgidos (en su doble acepción) de toda la carrera de Fisher. La conclusión la confirma la modélica secuencia final en casa de los Richter.
Habrá una postrera bajada a los infiernos, pero por sus características peculiarísimas, tanto Frankenstein creó a la mujer (cruel pero de espectro más amplio y abierto), como El cerebro de Frankenstein (absolutamente oscura y encerrada), suponen dos ejemplos de inapelable realización y estremecimiento intemporal, perpetuamente moderno. Por la maldad, el puntual anhelo de información y el desprecio de las vanidades y reconocimientos sociales -no así profesionales- no pasan los años.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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