Lo expuesto por Homero (VIII A.C.) en La Ilíada fue corroborado, en buena medida, gracias al tesón de un arqueólogo que supo ver allende las palabras, Heinrich Schliemann (1822-1890), aunque todo hay que decirlo, con las valiosas y no correspondidas aportaciones del británico Frank Calbert (1828-1908), que hora es ya de atribuirle su denegado prestigio.
No parece descabellado proponer la teoría de que también La Odisea oculta su porción de arcana reserva; en este caso, bajo las características más indefinidas de un viaje iniciático, o puede que por medio de la codificación de una ruta comercial, como propuso Gilbert Pillot (-) en El código secreto de La Odisea (Le code secret de L’Odyssée, 1969; Plaza & Janés, Otros Mundos, 1971).
La idea es interesante, además, porque nos devuelve al espíritu de los soñadores y emprendedores, de los relatos de aventuras y los buscadores solitarios de un ideal que, se revele como cierto o no, siempre nos resulta plausible. Un tipo de indagador en la línea de los posteriores John Anthony West (1932), Graham Hancock (1950), Robert Schoch (1949) o Robert Bauval (1948).
Además de los acontecimientos históricos situados hacia el siglo XII A.C., las características literarias de la obra de Homero ya han sido abordadas en multitud de ocasiones. Las otras, no por menos demostrables empíricamente, dejan por ello de ser reales… En cualquier caso, la teoría expuesta por Pillot, o de la que él fue un portavoz pionero, bordea de continuo lo verosímil y enriquece el texto aún más, en lugar de empobrecerlo, pues con Homero llega un momento en el que las traducciones de nombres, hazañas, mitos, lengua o filosofía, se hacen carne literaria para formar parte de la historia, que es lo que sucede con La Ilíada y La Odisea, algo así como el Big-Bang de la literatura, tal cual la entendemos.
Imagen nocturna de las ruinas de Troya |
Pillot nos propone una particular concordancia entre los paisajes reales y los del texto de Homero: el país de los lotófagos, de los lestrigones, de los cimerios (donde Ulises conversa con los muertos), las islas de Circe, Eolia, Ogigia -donde mora Calipso-, o Córcira -probablemente Corfú-, en poder de los feacios. Enclaves que no descartan un periplo que bordea el Atlántico (Capítulo I).
Narrado en primera persona, a modo de diario o cuaderno bitácora, es ésta la travesía de un personaje en busca de su autor, y de un explorador en busca de un personaje. Aventuras que no requieren solo de las indicaciones que proporcionan mapas y brújulas, sino también de un lenguaje que podemos dividir entre lo mitológico (lo maravilloso y poético) y lo práctico (lo topográfico y marítimo); acotado, en lo posible, por medio de la orientación de los vientos, la Osa Mayor, la Estrella Polar y el número de días de navegación facilitados por Homero.
Claro que con las interpretaciones al pie de la letra corremos el mismo riesgo que con los doctrinarios exégetas que se refocilan en el análisis de otro tipo de textos, como los sagrados, desvirtuando hechos y gentes del pasado bajo la luz -o la tiniebla- de los dictámenes de nuestro presente (o peor aún, de un ideal totalitario y teocrático).
En este sentido, desconocemos hasta qué punto Homero proporcionó a las distancias recorridas, u otorgó a su cronología, cualidad de medidas exactas, en cuanto formas alegóricas. Pese a todo, ¿no es posible que entre las poéticas descripciones del aedo se agazape un trasfondo de realidad? No hay que temer volver a considerar el problema con más amplitud, apoyándose en una metodología rigurosa (…) Es curioso que estos fenómenos se produzcan en momentos determinados, que [se] corresponden a etapas del viaje y a puntos fácilmente localizables en el mapa (II).
Por ello, este camino del Atlántico hacia la Europa del noroeste no deja de ser un divertido juego, equiparado por el autor a la elaboración de un retrato robot (II). Una vez establecido el posible itinerario emprendido por Ulises (en su transcripción latina; u Odiseo, en el original griego), se esgrimen las posibles correspondencias entre direcciones terrestres y celestes, con el mítico Templo de Delfos como centro de un sistema de coordenadas, con “puertos de abastecimiento” en Delos (Grecia) o en Sardes (Asia Menor) (IV y VI). Por algo, traspasados los umbrales de Troya y el cabo Malea, de las islas de Ítaca o Cefalonia, no existen topónimos conocidos y penetramos en el terreno de una geografía medio real, medio fantástica.
Los mapas que proporciona el autor ayudan a clarificar todo el aluvión de datos y coordenadas, además de quedar resumidos los hallazgos de carácter topográfico más significativos, en la página 142. Es la presente una lectura del viaje de Ulises asociada a los signos zodiacales y a los animales que se relacionan con estos (IV). No en vano, el mito se funde con las leyendas gaélicas, irlandesas o islandesas, bajo el disfraz de una aventura personalizada, pues cada descubrimiento arqueológico tiende a situar en épocas aún más remotas el origen de los conocimientos humanos y su desarrollo de nuevas técnicas (VI).
Pillot nos conmina a descubrir el otro lado del mensaje de una epopeya sembrada de episodios sorprendentes. Para ello, debemos tener presente que, desde el pasado, la función del mito es transmitir verdades universales, ideas generales extraídas de ejemplos particulares. Y en cualquier caso, una cosa se nos muestra clara. Los antiguos navegantes poseían mayores conocimientos de los que, de ordinario, se les ha supuesto. Y no me refiero únicamente en cuanto al arte de la marinería se refiere.
Escrito por Javier C. Aguilera
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