Ruidos sin identificar, viento, crujidos en el desván, niebla, pasadizos en penumbra, sombras, gritos y susurros, damiselas en apuros, un oscuro secreto familiar… Todos estos ingredientes nos remiten a un determinado género del cine y la literatura, y las dos películas que recordamos en esta ocasión beben directamente de sus fuentes lóbregas y vivarachas. Por ejemplo, The strange door (Universal, 1951, al no estrenarse “oficialmente” ninguna de ellas en España, paso a indicarlas por sus títulos originales) se abre con el plano de un carruaje que avanza por una calle solitaria y nocturna, en medio de una ventisca, hasta que la cámara recala en una taberna llamada El león rojo.
En efecto, estamos en los dominios del género gótico; más concretamente, del drama gótico.
En el interior de la acogedora taberna tiene lugar una elaborada trampa, tendida al joven pendenciero Denis Beaulieu (Richard Wyler), que seguidamente será (re)conducido hasta el castillo del conde Alain de Maletroit (Charles Laughton). Es el inicio de una trama que transcurre rodeada de personajes agazapados, engañosos y enfermizos.
A ellos se suman los estupendos decorados del castillo, que se sitúa, como establecen los cánones, en pleno bosque, y en el que también habita el criado irreductible Voltan (Boris Karloff, que, tanto en esta como en la siguiente película, no ejerce de villano, en la acepción más moderna y maquiavélica del término).
El conde focaliza su venganza en su propio hermano, al que mantiene prisionero por puro despecho, al haberle arrebatado a la única mujer que ha amado –no parece que la relación fuera recíproca, solo procaz-; una muchacha a la que el hermano acabó convirtiendo en esposa. Los celos se depositan ahora en su sobrina y pupila Blanche (Sally Forrest). Todo un material inflamable -cormaniano, podríamos decir-, que el eficaz Joseph Pevney (1911-2008) solventa proporcionando buen ritmo y una excelente planificación.
Se trata de un relato en el que hasta el castillo posee su propio pasado tenebroso, una ciudadela cuyas arterias ofrecen pasajes ocultos que son un secreto incluso para el actual propietario del mismo.
La narración está salpicada por buenos apuntes visuales, como el del grifo que gotea en una habitación destartalada, y, naturalmente, por las imágenes que muestran todos esos recovecos y estancias (pasajes que Blanche sí conoce bastante bien al haber transcurrido en el castillo su juventud, excepción hecha de las mazmorras, donde se halla prisionero su padre sin ella saberlo).
Entre los momentos más notables de The strange door, junto a todo el ambiente ya descrito, están las secuencias de la segunda emboscada a los jóvenes amantes en un cementerio aledaño, y la destinada a tratar de liberar al prisionero, trance al que realizador y montador imprimen una considerable tensión, centrada en poder alcanzar la llave que abre la celda, y set piece que concluye con el plano de unos muros que convergen.
No resulta difícil distinguir en la banda sonora la inclusión de otros temas clásicos del estudio (Universal) pertenecientes a la década precedente (concretamente, fragmentos de la estupenda La zíngara y los monstruos, House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944).
Por su parte, The black castle (Universal, 1952) está narrado en flashback, mientras una nueva pareja de amantes, Ronald (Richard Greene) y Elga (Rita Corday), esperan ser ¡enterrados vivos!
El elemento cohesionador de este siniestro arranque es el empleo de la voz en off. Tras su regreso de África, el explorador inglés Ronald Burton –apellido de resonancias aventureras- parte con la bendición del emperador de Austria en persona, bajo la identidad de Richard Beckett, hacia el castillo del conde von Bruno (Stephen McNally), del que sospecha es el responsable de la desaparición de dos buenos amigos y colegas de profesión. El motivo para esta represalia por parte del conde habría sido el desenmascaramiento de su naturaleza cruel en tierras africanas, donde ejerció como un sanguinario caudillo.
El elemento cohesionador de este siniestro arranque es el empleo de la voz en off. Tras su regreso de África, el explorador inglés Ronald Burton –apellido de resonancias aventureras- parte con la bendición del emperador de Austria en persona, bajo la identidad de Richard Beckett, hacia el castillo del conde von Bruno (Stephen McNally), del que sospecha es el responsable de la desaparición de dos buenos amigos y colegas de profesión. El motivo para esta represalia por parte del conde habría sido el desenmascaramiento de su naturaleza cruel en tierras africanas, donde ejerció como un sanguinario caudillo.
La presencia ominosa de este personaje se palpa incluso antes de la llegada de Richard al castillo. Realmente, ¿asesinó von Bruno a sus dos amigos? Ronald pretende hallar la confirmación con la ayuda del contrahecho Gorgon (Lon Chaney Jr.), el sirviente del conde.
Así retratado, bien podría ser este el castillo de los desmanes de sir Hugo de Baskerville. El relato despliega toda la imaginería de rigor, no solo material (pasadizos, mazmorras, candelabros…), sino también en cuanto a suculentas dosis de degradación moral se refiere.
Esos decorados detallistas, incluido un elaborado armarito donde Ronald busca pruebas del paradero de sus amigos, desembocan en otra idea afortunada: la de la trampa que deniega el acceso a otra trampa, un foso de caimanes tras el cual se halla una salida del castillo.
Dejando pasar la tontísima muerte de Romley (Tudor Owen), el fiel criado de Ronald, descollan instantes de cierta brillantez, como el de la -fugaz- caza del leopardo -y del hombre-, envuelta en las nieblas de un paraje desolado, junto a otra situación muy bien resuelta: cuando Ronald se sincera con Elga, no sabemos qué personaje es el que ha estado escuchando la conversación a escondidas, como tampoco conocemos, en principio, el por qué del fallecimiento del más servil compañero del conde (Michael Pate).
The black castle fue una producción de William Alland (1916-1997) y el debut en la dirección de Nathan Juran (1907-2002), del que pronto continuaremos hablando.
Ambas películas fueron obra del guionista Jerry Sackheim (1904-1979), y concretamente, The strange door, fue la adaptación del cuento de Robert L. Stevenson (1850-1894), La puerta del señor Maletroit (The sire De Maletroit’s door, 1878), al que Sackheim dotó de una considerable perfidia.
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