La Real Academia Española. Vida e historia, de Víctor García de la Concha

20 septiembre, 2014

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Con motivo de los tres siglos transcurridos de existencia de la Real Academia Española de la Lengua (R.A.E., 1713-2013), el filólogo, director del Instituto Cervantes y ex director de la propia Academia (1998-2010), Víctor García de la Concha (1934), nos presenta un recorrido por su historia en La Real Academia Española. Vida e historia (R.A.E. – Espasa, 2014), jalonado con muchos nombres y apellidos imprescindibles, e ilustrado con multitud de testimonios de integrantes o de personas relacionadas con la institución.

Como recuerda el autor en su prólogo, “la historia y vida de la Academia refleja la historia y vida de España(pg. 14).

Obligado es comenzar mencionando a una figura clave cono don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena (1650-1725), que desde su llegada a Madrid en 1711 había abierto la biblioteca de su palacio madrileño de la Plaza de las Descalzas a una tertulia con ocho miembros iniciales, que pronto se convertiría en el núcleo central de la futura Real Academia Española.

Los antecedentes a este tipo de actos y encuentros hay que buscarlos en el surgimiento de un movimiento español cultural de apertura hacia Europa. Es por ello que florecen un buen número de tertulias a lo largo del XVIII y XIX, aunque la del marqués de Villena se distinguió siempre por tener sus miras no solo en el futuro del idioma, sino en un futuro donde hubiera lugar para una academia española de la lengua que lo representara. Pero a todas estas manifestaciones culturales las unía un sincero compromiso nacional, cuyo objetivo común era el de traer la Ilustración a España.

Marqués de Villena
La fundación como tal se certificó el tres de octubre de 1714, aunque la primera acta se había levantado ya el tres de agosto de 1713, fecha tenida entonces por oficial de la “constitución” de la Academia. Una Academia cuya meta es “asegurar la base de la cultura literaria y científica española, y contribuir al engrandecimiento del honor de la nación(pg. 41).

Así mismo, se procede a designar a un académico por letra, el dos de enero de 1716 (pg. 61) y, con el beneplácito real, se cuenta con un impresor y distribuidor propios (en la Puerta del Sol) (pg. 64). En este sentido, resulta interesante la información añadida acerca del lema y el sello que adoptaron la Academia (pg 38).

A partir de ahí, se pone en marcha la redacción de una serie de trabajos destinados a completar todo un corpus lingüístico e idiomático, cuyo principal empeño será la elaboración del gran Diccionario de Autoridades, donde los académicos hicieron un planteamiento mucho más amplio que sus homólogos europeos.

Poco después, Felipe V (1683-1746) concede una renta anual a la Academia (pg. 62). No en vano, a la muerte del fundador será clave el apoyo del rey.

Diccionario de Autoridades
Durante el resto del siglo XVIII, deviene clave la figura de un académico como Ignacio de Luzán (1702-1754), autor de la conocida Poética (1737), y todo un adalid en el retorno a lo mejor del mundo clásico, tal y como propugnaba el neoclasicismo. Luzán retoma el proyecto inicial del marques de Villena de unir la Academia de Ciencias con la de las Bellas Letras, e incluso ya entonces intentó incluir a mujeres dentro de la Academia, una batalla que aún habría de librarse a lo largo de todo el siglo XIX, y que no quedó resuelta hasta la segunda mitad del XX.

A través de esa vuelta al clasicismo, los ilustrados pretendían la modernización intelectual, o “interior” del país, sabiendo que solo entonces se podría proceder a realizar los debidos cambios en el “exterior”. Es en esta época cuando la institución estrena una nueva sede, el veintisiete de noviembre de 1794 (pg. 134), inaugurándose además la Biblioteca de la Academia, y nombrándose por vez primera a un bibliotecario (la Biblioteca Nacional sí se había creado antes, en 1712).

El organismo inicia el siguiente siglo con la incorporación de algunas novedades tecnológicas venidas de Europa, caso de la estereotipia, una nueva forma de impresión, de la cual se beneficiaron autores como Torquato Tasso (1544-1595), el inolvidable autor del poema épico Jerusalén liberada (publicado en 1580, por cierto, sin permiso del autor). De este modo, era evidente que la Academia se preocupaba por el aspecto de sus obras.

Real Academia Española en Madrid (Fotografía de LJ)
De la Concha también nos recuerda que mezclar Academia y académicos no siempre puede parecer una buena idea: certámenes poéticos para esquilar al contrincante, premios a la creación al mejor drama original, ¡trasladado a la vida real!, pese a festejar el nacimiento de un infante; trifulcas por prefijos clásicos y rencillas personales también muy clásicas, junto a otros momentos críticos, como el parón ominoso en los ajetreados tiempos del zote de Fernando VII (1784-1833).

Pero, por fortuna, si por algo ha destacado en todo este tiempo la labor de los académicos y de la Academia, ha sido por su afán de perfección. De hecho, ¡ni los terremotos han podido interrumpir su labor! (pg. 380). Así lo corroboran la aparición en seis tomos del citado Diccionario de Autoridades (respectivamente, durante los años 1726, 1727, 1732, 1734, 1737 y 1739), o la primera Ortografía del español (1741).

En esta última, se procede a marcar paulatinamente un criterio con respecto a la pronunciación del español, por encima de la pauta etimológica, sin convertir necesariamente toda la estructura en un sistema fonológico (como pretendió Andrés Bello; 1781-1865). Ya una segunda edición se completa con nuevas normas relativas a los sonidos [g-j], [b-v] y [ph-th]; y más adelante, en pleno siglo XX, se atiende al asunto, largamente postergado, de las grafías ch y ll. Así, hasta alcanzar la edición “definitiva” de 2010. En su día, Isabel II (1830-1904) impuso la oficialidad de las normas ortográficas de la R.A.E.; fue el veinticinco de abril de 1844.

Juan Valera, otro ilustre académico
La Academia siempre ha oscilado en si un diccionario ha de ser normativo, y servir como guía de buen uso, o si debía proponer un inventario general del idioma. La Gramática (1771; segunda edición en 1796), irá respondiendo a esta cuestión con el transcurrir del tiempo, sin perder la perspectiva científica por la que una lengua actúa como expresión del pensamiento de una población (o de varias, unidas por dicha lengua).

Al igual que sucedería con la Ortografía poco después, Carlos III (1716-1788) hizo obligatoria la Gramática en los colegios. Actualmente, antes de la edición revisada de 2010, la última reforma “concienzuda” de la misma databa de 1917 (pgs. 239 y 374).

Pero además de estos trabajos de carácter lexicográfico, la Academia pronto se ocupó del acervo literario del español; ofreciendo por ejemplo, ediciones de El Quijote, si bien en un principio en una línea interpretativa más jocosa que filológica. Pero la gran obra de Miguel de Cervantes (1547-1616), sería finalmente objeto de una edición oficial e intachable en 1780.

El autor recuerda además el interés de la institución por localizar y preservar adecuadamente tanto los restos del propio Cervantes (pg. 207…), como los del poeta Meléndez Valdés (1754-1817) (pg. 178), así como la casa donde vivió Lope de Vega (1562-1635) (pg. 337). Cuestiones relativas a la definición de la lengua como “española” o “castellana” son también analizadas por el autor (pgs. 96 y 330).

Cuadro de A. Schrödter
Con el nacimiento de las academias americanas, se establece el papel hegemónico del español como medio de sistematización de toda una cultura. La RAE ya había nombrado académicos a varios americanos en una categoría de extranjeros, pero la iniciativa tomada por Colombia, en primer lugar, de “estrechar lazos” con España, marca un horizonte nuevo (y por fortuna apolítico) a toda una concepción pan-hispánica.

De este modo, la edición del Diccionario de 1884 es una de las más innovadoras, aunque no será hasta 1925 que no se introduzcan en él gran número de americanismos.

A ello se suman los diversos Congresos de las Academias, cuyo primer encuentro se produjo el ocho de enero de 1952. Y también cabe destacar el convenio entre los distintos estados de habla española (Convenio de Bogotá), para garantizar la pervivencia de las correspondientes academias. De igual modo, en 1997, tiene lugar un Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Zacatecas (México).

Como recuerda García de la Concha, quedaba claro que “el español tiene diversas realizaciones dialectales que no quebrantan su unidad esencial”. Nuevamente, se había inaugurado una nueva sede (la actual) el uno de abril de 1894, quedando atrás el edificio de la calle de Valverde, ahora Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

Fernando Lázaro Carreter
Tras la muerte de Ramón Menéndez Pidal en 1968, le sucede en el cargo Dámaso Alonso (1898-1990), académico desde 1948. Después, Pedro Laín Entralgo (1908-2001), en 1982; sucediéndole Manuel Alvar (1923-2001) y F. Lázaro Carreter (1923-2004), en diciembre de 1991. Se fijan finalmente hasta cuarenta y seis sillas, entre vocales y numerarios.

Actualmente, la Academia y la Asociación Pro Academia (fundada con otro nombre en 1984; rebautizada en 1993), cuentan desde 2007 con una sede complementaria en la calle de Serrano, donde se aloja una escuela de lexicografía.

Desgraciadamente, en épocas recientes también hubo altibajos. Por ejemplo, en 1996 quedó suspendido el trabajo de redacción del sufrido Diccionario Histórico, que no se retoma hasta el año 2005 (ahora como Nuevo Diccionario Histórico del español). En esta línea, Víctor García de la Concha recuerda como incluso la Academia llegó a ser desatendida oficialmente en hasta dos ocasiones (pgs. 332 y 335). ¡Y es que con la política habíamos topado!

Pero en el balance positivo cabe señalar la creación en 1995 de un gran banco de datos del español, estructurado en dos secciones: sincrónica y diacrónica, cuyo resultado son los compendios del CORDE (o Corpus Diacrónico del español, con referencias hasta 1974), y el CREA (Corpus de referencia del español actual, con material del 75 hasta hoy).

Víctor García de la Concha en la Biblioteca de la Academia
El volumen se completa con una “síntesis” cronológica, referencias bibliográficas, un listado de las publicaciones de la R.A.E., un índice onomástico y una escueta pero agradecida galería fotográfica. Además, el autor ofrece unas notas a pie de página como toda la vida se ha hecho (en lugar de las florituras, relativas al APA, que nos obligan a introducir en los textos para interrumpirlos).

El tono cambia sensiblemente en el último capítulo, que destila una mayor emoción al estar relatados los acontecimientos en primera persona (y no en tercera como hasta entonces, incluso cuando el autor se refería así mismo), y también por reflejar el momento actual de auge e ilusión respecto al futuro de nuestro idioma.

Escrito por Javier C. Aguilera


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