El choque entre culturas, por ejemplo, Japón y todas las demás, ha servido como coartada recurrente para una multitud de premisas cinematográficas; casi lo podríamos considerar un subgénero, dentro de los géneros del melodrama, la comedia e incluso el terror.
Aún recuerdo el impacto salutífero que produjo el estreno de Karate Kid (Ídem, Columbia Pictures, 1984). A diferencia de sus prescindibles secuelas (de la segunda no guardo especial recuerdo, ya que se articulaba a través de un maniqueo trazo de los personajes: los buenos eran muy buenos y los malos grotescamente malos; algo que la primera sorteaba con bastante gracia), lo cierto es que esta película inicial supuso un feliz acontecimiento a nivel emotivo y popular (supongo que más que crítico), al margen de los recuerdos que nos traiga, que nos los trae.
De Newark, Nueva Jersey (EEUU) proceden Daniel Larusso (Ralph Macchio) y su madre Lucille (Randee Heller). La película comienza cuando esta escasa pero bien avenida familia se traslada a California por motivos laborales. El realizador John G. Avildsen (1935-2017) escenifica dicho traslado con dos planos que representan, de un lado, la grisácea urbe con sus barrios y fábricas, y de otro, unas destartaladas palmeras y una piscina vacía, elementos que anuncian que la soleada California queda relegada únicamente a algunas estampas e imágenes visuales, y que, por lo tanto, el cambio es más obligado que ansiado, y va a seguir deparando dificultades. No tarda Daniel en constatarlo cuando su adaptación a este nuevo entorno decididamente hostil y alejado de lo paradisiaco, le procura ser víctima del acoso escolar. Tal vez la premisa primordial de Karate Kid responda a ese viejo axioma de que el mudarse no le libra a uno de escapar de los problemas, puesto que forman parte de nuestro equipaje. En cualquier caso, Daniel habrá de hacerle frente a esta desafortunada situación.
Por suerte, contará con la inesperada ayuda de un japonés afincado en EEUU, el señor Miyagi (Pat Morita), que le instruirá en el (correcto) manejo y desenvoltura de la disciplina del karate. Hago extensivas a este artículo mis apreciaciones sobre las artes marciales expuestas en el dedicado a la figura de Bruce Lee (1940-1973).
Tras una fiesta de “adiós al verano”, ya que se acerca la reentrada en la atmósfera del curso escolar, Daniel conoce a Ali (Elizabeth Shue) y, para su desdicha, al ex novio, Johnny Lawrence (William Zabka). Tras el inevitable enfrentamiento, del que Daniel sale mal parado, se da la cruda circunstancia de que el recién llegado no solo es rechazado por los chulos del instituto y la escuela local de karate, Cobra Kai, sino también, de forma sorprendente (o apresuradamente resuelta), por los chicos hispanos de su entorno, con los que acababa de trabar un atisbo de amistad.
Las escuálidas ilusiones han quedado atrás, sobre todo desde el momento en que el personaje de la madre desaparece de escena (para entreverla al final), y el peso de la película recae en Daniel y su maestro y mentor, que sobrevive como encargado de mantenimiento en el desportillado complejo donde el muchacho habita (ocupación que podríamos considerar como una mera fachada para este peculiar héroe encubierto y vulnerable). Desde ese momento, Daniel-San queda en las literales, filosóficas y cumplidoras manos de Miyagi.
El instituto, microcosmos en sí mismo, es un ingrato escenario para Daniel. Sobre todo, a causa del enchulado y motorizado Johnny y su banda de adláteres, capaces de aguarle la diversión incluso después de haberlo pasado bien en un parque de atracciones en compañía de Ali.
Así, a la “enésima” paliza, Miyagi decide intervenir y poner a disposición de Daniel sus conocimientos. Como suele ocurrir, este aprendizaje será dual, por parte del alumno desorientado pero aplicado, y por parte del sensei, quebradizo y con un angustioso pasado (sin necesidad de recurrir a la segunda parte), como sucede con casi todo ser humano, haya encontrado el equilibrio o no.
El malo de la película es el líder e instructor de la escuela Cobra Kai. Kreese (Martin Kove) entrena a sus alumnos (víctimas inconscientes), no ya con la disciplina militar de un ex combatiente, sino como máquinas de coaccionar y sojuzgar. Su doctrina se basa en pegar primero, duro y sin piedad. Desalentadora es la imagen de Daniel, que ha acudido ilusionado a esa escuela, al reclamo de la materia, cuando comprueba que uno de los alumnos “modelo” es Johnny. No en vano, Kreese es un zumbado de Vietnam (tal parece), para el que el dojo es el equivalente a un campo de batalla.
A esta visión distorsionada y perjudicial de las artes marciales, concentradas en el karate, se contrapone la de Miyagi, integradora y espiritual. Algo que Miyagi acompasa con una vida contemplativa, dedicada a resolver las pequeñas cosas y cuidar de sus bonsáis. No obstante, Miyagi también está aislado como Daniel. Es originario de la prefectura de Okinawa (Japón), y pese a que fue condecorado sargento por el ejército de los EEUU, no parece guardar relación con mucha gente. Es, sin duda, el opuesto de Kreese, y en una de las escenas, le vemos con su traje de campaña. En este sentido, Karate Kid es la historia de una amistad, la que se establece entre dos personas que se preocupan, cuidan y perdonan el uno al otro. Un vínculo “padre e hijo” que proporciona bonitos regalos (uno de los bonsáis, un precioso vehículo de los años cuarenta, y muchas más cosas no mensurables por el dinero). Karate para defensa solo, proclama Miyagi. A lo que añadirá a un desconcertado Daniel-San eso de dar cera y pulir cera (una de las frases más identificativas y divertidas de los ochenta). Sintomáticamente, Miyagi tiene su jardín particular fuera del complejo de apartamentos y de la urbe. Es, como señalaba, lo más parecido a una guarida secreta.
En cuanto a la relación con Ali, Daniel se encuentra imbuido en un torbellino a lo Romeo y Julieta, puesto que, a pesar del interés de la chica, los padres de esta no ven con muy buenos ojos la procedencia y pedigrí del pretendiente, y prefieren al tal Johnny. Todo forma parte de la posición social para ellos. Para Miyagi, sin embargo, la importante es la raigambre noble y anímica. Con equilibrio en la vida, todo mejor, asegura. Aunque tampoco es mala ayuda pasar de extranjis un cinturón negro en el torneo donde Daniel se ha de enfrentar a los componentes de Cobra Kai. Pese a todo, Miyagi insiste en que no importa ganar, sino llegar hasta donde has llegado.
Mientras dura el combate, el rostro del señor Miyagi expresa entereza y, finalmente, satisfacción; esa que a veces procuran los buenos alumnos (quien lo probó lo sabe). De hecho, en este mismo instante recuerdo otras dos películas de aquella época en las que el plano final consistía en la presencia del expresivo rostro de algunos de los protagonistas, como una forma íntimo-espectacular de conclusión: E.T., el extraterrestre (E.T., The Extraterrestrial, Steven Spielberg, 1982) y la nada despreciable Starman (Ídem, John Carpenter, 1984).
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