Aladdin, de John Musker y Ron Clements, y Aladdin, de Guy Ritchie

13 junio, 2019

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El cine siempre se ha nutrido de sus propias historias para renovarse y ahí tenemos las múltiples versiones de los mismos personajes reiterados a lo largo de diferentes décadas. Incluso el popular cine de superhéroes actual ya tuvo sus tanteos en épocas pasadas con más inocencia que efectividad. Pero ha sido quizás la llegada del siglo XXI lo que ha propiciado un aumento considerable de este revisionismo, de esta necesidad de crear secuelas o precuelas de películas populares, de recrear un determinado ambiente, el del cine de los ochenta generalmente, o, directamente, volver a rodar la misma obra con ligeros cambios o añadidos, en lo que se ha venido a llamar remake. En esto se ha vuelto todo un especialista Disney, que ha encontrado una forma relativamente sencilla de hacer buena taquilla partiendo de la nostalgia de un público adulto que acudirá al cine en masa solo para revivir su infancia, y a ser posible, acompañados de sus respectivos niños. El proceso ha sido lento y empezó de forma irregular con Cenicienta (Kenneth Branagh, 2015) o la revisión de La bella durmiente (Clyde Geronimi, 1959) que fue Maléfica (Robert Stromberg, 2014). Pero el fenómeno se ha ido acrecentando y tras El libro de la selva (Jon Favreau, 2016) y La Bella y la Bestia (Bill Condon, 2017), ha sido este presente año el más repleto de esta oleada de nostalgia, con Dumbo (Tim Burton, 2019), la próxima El rey León (Jon Favreau, 2019) y la que hoy comentamos, Aladdin (Guy Ritchie, 2019).

El primer comentario que podría surgir al respecto sobre todas estas reconstrucciones es el poco valor que se le otorga a la pieza de animación, que parece necesitar una revisión con actores para darle mayor entidad. Otro comentario posible es el recurso fácil de recurrir a la nostalgia para vender más. Pero, al final, se tratan de movimientos válidos y lo que cabe analizar es el resultado, más que una crítica previa y sin sentido. Para ello, lo más adecuado es también revisar aquel original en que se basa. Por tanto, antes de llegar a esta nueva versión dirigida por Guy Ritchie, debemos volar hacia 1992, cuando John Musker y Ron Clements nos trajeron a la gran pantalla la historia de Aladdin.


Nos situamos en el imaginario país de Agrabah, situado en alguna zona de Medio Oriente, pasado el Jordán, donde un mercader se dirige al público, en una ruptura de la cuarta pared, para intentar vendernos algo. Acabará vendiéndonos una historia, un recurso usual en este tipo de películas que funcionan como cuentacuentos y al que se recurrirá también en la posterior El jorobado de Notra Dame (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1996). Tras esta secuencia inicial, la obra no tarda nada en presentarnos sus tres tramas principales. Para empezar, el malvado visir Jafar que pretende hacerse con el poder gracias a una lámpara misteriosa escondida en una cueva mágica, para lo cual necesita la ayuda de un diamante en bruto, ante tal mención, un fundido y directamente vemos al protagonista, Aladdin, un joven ladronzuelo que malvive en las calles de Agrabah huyendo de los guardas.

La conexión es clara y directa. Además, el personaje queda definido con una pegadiza canción y una última escena que cierra su presentación: es un ladrón, sí, pero de buen corazón, capaz de dar lo poco que tiene o de defender a unos pobres niños. Para finalizar, otro personaje le recordará su posición en el mundo: una rata callejera que no merece ningún tipo de atención. Las puertas del palacio se cierran abruptamente y pasamos a su interior para conocer a la princesa Jasmine, que protagoniza la tercera trama: una princesa condenada a casarse con un príncipe en tres días por una ley absurda, pero que ansía la libertad, como bien representan los pájaros a los que acaba por liberar. Su padre, el sultán, es amable y bonachón, pero manipulable y poco resolutivo, siendo básicamente un fantoche que funciona como alivio cómico ocasional.


A partir de esta presentación, se desarrolla todo el nudo, incluyendo el encuentro entre Jasmine y Aladdin, que dará lugar a cierto enamoramiento entre ambos, y el posterior viaje a la cueva de las maravillas tras quedar atrapado por órdenes de Jafar. Cuando Aladdin consiga hacerse con la lámpara mágica, conocerá al Genio, un ente de poderes cósmicos capaz de conceder tres deseos, además de ser todo un espectáculo de humor y referencias que hará las delicias del espectador, sobre todo gracias a su carácter anacrónico (introduce inventos recientes, referencias al cine y a la televisión o rompe la cuarta pared como se hacía en el prólogo). A partir de este momento, Aladdin, reconvertido gracias a un deseo en príncipe, intentará lograr estar junto a Jasmine, a la vez que Jafar trata de hacerse con el poder mediante otros medios. El conflicto entre ambos personajes está servido y será lo que provoque una conclusión bien resuelta, con su anticlímax, en que todo parecerá perdido para los protagonistas, y un clímax rotundo basado en el ingenio.

La animación siempre provoca que las historias se vean reducidas en tiempo. Quizás por ello, Aladdin resulta una película veloz, que no pierde el tiempo, pero que es capaz de regalarnos escenas singulares y llamativas. Además, no se extiende demasiado con los personajes, sino que los  inserta de forma encadenada y los presenta otorgándoles una motivación clara, especialmente a los tres personajes principales, los protagonista Aladdin y Jasmine y el villano Jafar. Ellos son los ejes sobre los que se vertebra y desarrolla la obra. Casi todos los demás personajes funcionan como alivio cómico, como los animales (Abu, Jago) o los seres mágicos (la alfombra mágica, que emplea la expresividad propia del cine mudo, o el Genio, potenciado por el doblaje original de Robin Williams y, en España, por Josema Yuste).


Evidentemente, la historia se formula en torno a una serie de conflictos. Uno de los más relevantes reside en combatir las apariencias o las diferencias clasistas. La lección final de la película en torno a este tema, que se entremezcla también con la relación romántica de Aladdin y Jasmine, guarda bastante similitud a lo que sucedía con La Bella y la Bestia (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991), dado que, de nuevo, la moraleja reside en que lo importante de las personas reside en su interior, en su forma de ser, y no en su aspecto o en su situación social. Por eso tenemos el conflicto de Aladdin en el segundo tramo de la obra, cuando siente la obligación de mantener una mentira para ocultar que no es un príncipe realmente, a pesar de que todos los demás personajes le recomiendan ser honesto, admitiendo su procedencia humilde.

Otra de las cuestiones relevantes es la posición de Jasmine. Ya en esta versión animada, el personaje era expuesto y explorado al mismo nivel que el resto de personajes relevantes. Incluso se muestra en varias ocasiones su rebeldía ante la situación a la que la tratan de someter, su cansancio hacia la forma de cortejo de los príncipes o su astucia e inteligencia al reconocer la auténtica identidad de Aladdin o al lograr distraer a Jafar. Quizás se podría haber profundizado más en la forma en que se desarrolla su relación romántica con el protagonista, que es muy repentina, o en su trasfondo como personaje, algo que se ha potenciado, como veremos, en la reciente versión de Ritchie; sin embargo, lo cierto es que está al mismo nivel que el resto de protagonistas en cuanto a profundidad. Precisamente, el propio protagonista de la historia se enamora de la misma forma de ella, con esa velocidad, y tampoco conocemos sus raíces, por ejemplo, si tiene familia, si es huérfano, etc.; una cuestión que, por cierto, dio origen a una de las secuelas de la película de animación, en concreto, la tercera: Aladdin y el príncipe de los ladrones (Tad Stones, 1995).


Por otra parte, otro de los temas clave en la película es el conflicto entre el matrimonio por conveniencia y el amor, que ha sido una de las temáticas frecuentes en los últimos siglos, como muestra, por ejemplo, El sí de las niñas (Leandro F. Moratín, 1801) o La regenta (Leopoldo Alas, 1884-5). Igual que en estas historias ya clásicas, Aladdin se decanta por defender el amor como una fuerza capaz de romper con los moldes sociales. Es más, de no ser por los sucesos de esta historia, Jafar pretendía obtener el dominio de la ciudad mediante el matrimonio con Jasmine, por lo que esta actitud queda abiertamente criticada y censurada por la moralidad de la obra. Respecto a esto, es llamativo que el atuendo de Jasmine sea semejante al que se empleó para Leia en Star Wars: El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983), cuando la princesa era capturada por Jabba el Hutt. Por cierto, aunque no se mencione de forma evidente, el ansia de poder y la ambición desmesurada también son aspectos criticados durante la historia en varias ocasiones, destacando al personaje de Jafar, pero también los acontecimientos relacionados con la cueva de las maravillas.

A un nivel técnico, la película de animación se permite mayor lujo de detalles al mostrar los poderes del Genio o de Jafar, que resultan espectaculares y asombrosos, o el viaje con alfombra mágica durante la secuencia de la canción Un mundo ideal nos muestra todo un panorama de países lejanos, desde Egipto hasta China. En este sentido, se potencia la fantasía mediante los recursos factibles de la animación y provocan que sea una historia con un carácter más mágico y llamativo. También a crear este ambiente oriental ayuda la música compuesta por Alan Menken junto al malograo Howard Ashman y, tras la muerte de este, con la colaboración de Tim Rice. Destacan, como es obvio, Un mundo ideal, Príncipe Alí y Un genio genial, que además están abordadas en la obra con las secuencias más elaboradas y mejor producidas.

Con respecto a la versión que ha dirigido recientemente Guy Ritchie (1968) y ha sido protagonizada por un reparto multicultural, incluyendo al egipcio Mena Massoud como Aladdin, a la británica de ascendencia hindú Naomi Scott como Jasmine o al neerlandés de origen tunecino Marwan Kenzari como Jafar, así como al popular actor afroamericano Will Smith como el Genio, podemos comentar que, en general, aportan pocas novedades con respecto a la historia original, aunque algunas de ellas le otorgue a la historia una mayor profundidad en sus detalles argumentales, pero menor espectacularidad en su resultado. Encontramos cambios con respecto a cómo se desarrollan las tramas, pero sin alterar sustancialmente los acontecimientos. Los cambios más relevantes lo encontramos en la forma de abordar a los personajes.

En primer lugar, la modificación más relevante la encontramos en Jasmine, que es potenciada y empoderada. Para ello, se le otorga mayor fuerza y presencia en la historia, mostrándonos cómo está preparada para gobernar como sultana, siendo inteligente y perspicaz, enfrentándose en varias ocasiones a Jafar de manera abierta. No obstante, se trata de potenciar a un personaje que ya de por sí buscaba la libertad y mostraba un carácter definido en la versión animada. Además, la velocidad con la que se enamora de Aladdin no varía, aunque se muestran mejor sus reservas a casarse con el primero que pase, por muy conveniente que sea para el reino. A fin de cuentas, su propuesta es gobernar sin necesidad del matrimonio.

A su vez, se altera la personalidad del padre de Jasmine, como ya se hiciera con el padre de Bella en su versión más reciente, otorgándoles a ambos un mismo tipo de cambio: en las películas animadas ambos eran alivios cómicos y personajes despistados, pero en las nuevas versiones son más razonables y están mejor definidos. En este caso, el sultán es capaz de enfrentarse a Jafar en varias ocasiones y demuestra ser un gobernante atento y formado, algo que lo que enriquece frente al fantoche que era el dibujo animado original. En relación a estos cambios significativos, en esta versión el aspecto político tiene más presencia, mostrando mayor interés en cuestiones como la sucesión, el funcionamiento del reino, las relaciones de poder (esencialmente con el jefe de la guarda del sultán) o su relación con países vecinos (especialmente, con el reino del que procedía la madre de Jasmine, cuya muerte es mencionada como causa de la clausura en la que vive su hija). No obstante, se opta aquí por difuminar aún más en la fantasía la situación de Agrabah, que estaría rodeado de sitios ficticios, a diferencia de lo que sucedía con la versión animada.


En segundo lugar, tenemos un villano con una menor presencia agresiva, dado que en la animación lo evidenciaba más, pero cuya historia se potencia para revelar que ha sido una persona que ha ido escalando desde lo más bajo, habiendo sido igual que Aladdin. Así, funciona como un reflejo desviado del protagonista y remarcado por su ambición de poder, un aspecto más subrayado en esta versión que en la anterior. Debemos criticar la mala elección del doblador español para este personaje, siendo una voz recurrente en la comedia y que no acaba de encajar adecuadamente con Jafar. Por contra, el loro de Jafar resulta más siniestro en esta película.

En tercer lugar, Aladdin es mostrado como un ladrón habilidoso, pero manteniendo la bondad que le caracterizaba y que la diferencia de Jafar. También se le otorga un carácter más tímido cuando aborda a la princesa como el príncipe Alí y se demuestra su incapacidad para ocupar un lugar dentro de la clase alta, dado su poco conocimiento respecto a este tipo de relaciones. En este sentido, aumenta el realismo con que se aborda la situación, mucho más aligerada en la original. No obstante, también esto provoca más lentitud en escenas que resultarán aburridas, a pesar de que traten de resultar graciosas. Correspondería, por ejemplo, al intento de cortejar a Jasmine al regresar a Agrabah. También hay varios errores de bulto, como el hogar de Aladdin, que resulta más lujoso de lo que cabría esperar para su situación.


Por último, se añaden elementos que no aportan nada al argumento general, como la relación del Genio con una sirviente que funciona más bien como un cliché de comedia romántica. Incluso desmerece bastante el trabajo que se ha hecho para mejorar al personaje de Jasmine. Y, sin embargo, no se opta por explorar otras cuestiones que hubieran resultado más interesantes, como el origen de Aladdin. También hay un descenso en el nivel de fantasía. La magia es más simple de forma generalizada, a excepción seguramente de la presentación del Genio o de la llegada del príncipe Ali a Agrabah.

En general, Guy Pierce nos muestra más acción y recurre el uso de cámaras lenta, piruetas, acrobacias, etc., muy al estilo de este director. Ahí tenemos, por ejemplo, el baile que el Genio obliga a ejecutar a Aladdin para cortejar a Jasmine, que rompe con la danza india que estaban realizando los personajes para introducir pasos de baile propios del hip hop. Sin embargo, pierde la gracia y el carácter más personal de la versión animada. Por ejemplo, la alfombra mágica tiene una personalidad plana en comparación, el tramo final protagonizado por Jafar es muchísimo más pobre en sus resultados y la solución con respecto al Genio en el final acaba por ser poco satisfactoria. Aunque debemos destacar que la actuación de Will Smith es de lo más reseñable de la película en este aspecto.


En definitiva, ambas versiones son válidas, pero seguramente la película de animación tenga un espíritu más personal y original, enlaza mejor las canciones, recurre al humor con más gracia y no se corta a la hora de desplegar toda la fantasía posible. La versión dirigida por Guy Pierce resulta más actual y tiene algunos elementos propios del estilo del director, pero aporta elementos argumentales a la vez que quita otros interesantes, y las canciones se sienten más forzada. Sin duda, el personaje de Jasmine queda favorecido en esta revisión, pero parte de características que ya estaban ahí en su origen. Por tanto, podríamos concluir con que este nuevo remake no nos trae una respuesta afirmativa a la pregunta de si son necesarios, aunque seguramente a nivel empresarial haya sido todo un éxito comercial y podemos considerar que esta segunda versión mantiene bien el tipo, pero seguramente se pierda en el mundo de las anécdotas cinematográficas frente a la original.


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