Lost in Translation, de Sofia Coppola

29 julio, 2018

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El artificio, los grandes discursos efectistas y el impacto audiovisual son ley en las producciones actuales. Lost in Translation (2003) emplea claves audiovisuales que no escapan de ser vistosas y seguir este paradigma, pero su enfoque narrativo le lleva a un intimismo que rehuye las acrobacias. Así lo pretendió Sofia Coppola (1971-) en el que era su segundo largometraje, del que se encargó, como es habitual en esta cineasta, tanto del guion como de la dirección. La directora ha estado vinculada al mundo del cine desde su infancia, dado que es hija del también director Francis Ford Coppola (1939-), lo que le valió para empezar como actriz ya desde niña en las películas de su padre, como, por ejemplo, en Peggy Sue se casó (Francis Ford Coppola, 1986), y posteriormente permitirle dirigir sus propias historias, con una opera prima como Las vírgenes suicidas (1999).

En Lost in Translation nos situamos en Japón, justo en el momento en que dos desconocidos comparten un mismo hastío existencial. Uno de ellos es Bob Harris (Bill Murray), actor famosa en plena decadencia que llega a Tokio para realizar una campaña publicitaria por la que ganará una buena cantidad de dinero. Sin embargo, ese es su único interés y pronto se sentirá desubicado, perdido, y siendo más consciente del punto en que ha llegado su vida. La otra persona es Charlotte (Scarlet Johansson), una joven licenciada en Filosofía que acompaña a su marido en este viaje a Tokio por trabajo. Mientras él trabaja, incluso durante varios días, ella se aburre en el hotel, tratando de encontrar algún sentido a lo que la rodea. Ambos coinciden en el hotel y no pueden evitar percibir en el otro esa sensación de vacío que comparten, lo que dará lugar a una relación que roza el amor, pero basada sobre todo en la identificación con el otro.


La película tiene este argumento tan sencillo y su gran fijación va a ser demostrar ese vacío, ese hastío existencial que ambos personajes sienten. Sofia Coppola no duda en explotar hasta la saciedad los mismos recursos: los largos silencios, los planos sostenidos, las conversaciones vacías que los personajes mantienen con las personas que deberían querer o los paseos por un Japón del que se destacan sus rarezas a fin de evidenciar un choque o un aislamiento cultural por parte de los protagonistas. En este sentido, y siguiendo además un estilo bastante oriental, la obra es densa por su lentitud, no pretende entretener o informar, sino transmitir.

Para ello, la obra abunda en mostrarnos esos momentos que en otras producciones se cortarían por  un mero horror vacui. La imagen es la que nos enseña y nos transmite el distanciamiento, la agonía del silencio, la frustración de no poder encontrar una respuesta a cómo y por qué nos sentimos de esa forma. En cierta forma, ambos protagonistas no son capaces de encontrar apoyo en sus allegados, pero tampoco estos entienden qué necesitan o qué significan sus palabras. Lo veremos en las conversaciones telefónicas. Además, esta soledad no hubiera resultado tan evidente en un ambiente que los personajes conocieran, dado que gracias a apartarlos del mismo, se incide en ese vacío. Las distracciones cotidianas impiden que nos centremos en nuestros pensamientos y, al estar en un país tan distinto al de ellos, se percatan de esas indecisiones internas, de ese vacío que no halla respuesta.


Incluso no podemos considerar que se desarrolle una relación romántico entre los protagonistas, porque lo que se crea entre ambos se podría denominar como un reflejo. Tan solo dentro de esas soledades individuales se encuentran; si ella se divirtiera con sus amigos, nunca se hubiera fijado en él, si él estuviera satisfecho con su trabajo, quizás nunca hubiera coincidido con ella. Se crea una unión de lealtad y confianza que se va desarrollando despacio durante pocos encuentros, a través de los cuales Coppola muestra las fases de una relación: la coincidencia, la primera cita, la decepción, la reconciliación, el afecto. Sin embargo, no es una oda romántica, no se pretende seguir los pasos de ningún Romeo y Julieta (William Shakespeare, 1597), ni siquiera se pone interés en el aspecto sexual. Solo en la compañía de un igual, una compañía que sirve para regresar a la distracción. Bob encontrará en Charlotte la oportunidad de volver a hacer reír a alguien, mientras que Charlotte se siente capaz de investigar el mundo extraño que la rodea mientras él la acompaña. 

Así pues, Lost in Translation encontrará dos tipos básicos de receptores: los que la consideren una obra aburrida, que no aporta nada, y los que valoren con estima aquello que transmite, incluso llegando a identificarse. Sin duda, tiene aspectos bastante positivos, como dos interpretaciones de una considerable calidad: Murray está comedido, pero aporta una gran entidad a su personaje, y Johansson transmite fragilidad y dureza a partes iguales. Sin embargo, es también demasiado evidente en su propósito, recurre con demasiada asiduidad a los mismos elementos narrativos e incluso podríamos considerar que por su intención, evita que sus personajes puedan llegar a explorar otras posibilidades. La posterior Her (Spike Jonze, 2013) también se centraba en una temática similar, pero se permitía explorar otros aspectos que la hacen más rica y redonda. Con todo, Lost in Translation cumple bastante bien con su propósito de reflejar el hastío existencial en que podemos caer los humanos.


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