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28 febrero, 2018

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Palacio de Carlos V, Granada (Fotografía de MB)
Febrero con su brevedad ha dado a su fin y aunque ha terminado con lluvias y nieve, se encamina hacia la primavera de marzo. Entre esa brevedad y nuestras ocupaciones, tan solo hemos alcanzado las nueve entradas, pero manteniendo las visitas en torno a las 15000. También nos mantenemos igual en nuestras plataformas, tanto en Blogger como en Twitter o nuestra página de Facebook.

Durante estos días hemos tenido equilibrio entre las artes, aunque ha destacado, por cantidad, el cine. Desde ese cine de monstruos con La humanidad en peligro hasta las más dicharacheras y románticas, como ¿Qué me pasa, doctor? pasando por la animación más entrañable, con WALL-E o por los biopics más serios, como El caso Fischer. A su vez, nos acercamos a la literatura más juvenil con Se suspende la función, más clásica con La venganza de don Mendo o más misteriosa, con Los hombres de negro y los OVNIS. Y también tuvimos una entrega más de psicología, esta vez más especializada, sobre la terapia cognitivo-conductual.

Seguiremos en marzo con más entradas. Se acercan, además, fechas especiales a las que esperamos prestar atención, como el Día de la Poesía. Esperamos leer vuestros comentarios y que os gusten nuestros artículos.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: En esta ocasión os recomendamos un canal dedicado a analizar agujeros de guion bastante simpático y bien realizado.



"Escribir es recordar, pero leer también es recordar"
                  - François Mauriac (1905-1970)



El caso Fischer, de Edward Zwick

25 febrero, 2018

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El ajedrez tiene su lugar en la historia como uno de los deportes intelectuales de mayor prestigio, a pesar de que su seguimiento sea bastante pobre en comparación a los grandes deportes de masas. No obstante, eso no evita que también haya tenido sus estrellas, algunas destinadas incluso a ganarse un nombre propio en la historia.

Tal fue el caso de Bobby Fischer (1943-2007), que logró que el ajedrez fuera centro de atención mediática en su país, Estados Unidos, durante los años de su máxima actividad en el deporte que después abandonaría. Nos situamos en los años setenta, pendientes de la guerra fría entre Rusia y EEUU que también se jugó en las tablas de ajedrez, en la denominada partida del siglo entre el norteamericano Fischer y el ruso Borís Spassky (1937).

Sobre esta partida y sobre la particular personalidad del ajedrecista estadounidense versa El caso Fischer (Pawn Sacrifice, 2014), dirigida por Edward Zwick con guion de Steven Knight, ambos más enfocados al mundo del thriller como se nota en esta misma obra.


La obra consta de dos partes que tratan en conjunto tres temas principales que se entrecruzan a lo largo de la película: el ajedrez, la conspiración política y el retrato de la personalidad confusa y agitada de Fischer (Tobey Maguire). La primera parte se centra precisamente en la infancia y juventud de Bobby, mostrando su carrera ascendente y sorprendente mientras crecía siendo un niño solitario, marcado por las paranoias persecutorias de su madre y enfocado tan solo en el deporte de las tablas, su obsesión. Todo ello tendrá su reflejo directo en la segunda parte, pero no podemos dejar de sentirlo casi como un prólogo obligado por el género del biopic, dado que realmente el interés de la película será la partida contra Spassky (Liev Shreiber) más que la biografía completa de Fischer, al punto de que, una vez finalizada la mencionada partida, llega también el abrupto cierre de la obra. 

La segunda parte es, por tanto, el centro del interés sobre el que pendula todo lo demás: un episodio concreto del que se extraen los tres temas antes citados. El desarrollo puede resultar algo tedioso, enredado en tramas políticas que no llevan a ningún puerto y cuya máxima complejidad es el enfrentamiento entre un estadounidense con el comité ruso de ajedrez, del que el gobierno soviético estaba bastante satisfecho por haber dominado el panorama de este deporte en los últimos años. En ese sentido, sale beneficiado el retrato que logra el guion sobre la personalidad de Fischer, que es encarnado a la perfección por un Tobey Maguire en estado de gracia. A través de sus actos observamos prácticamente un personaje bipolar entre la exaltación más pueril y la paranoia más lúgubre. A veces encontramos a un divo del ajedrez que es exigente y cuyas peticiones son tanto absurdas como infantiles, como después vemos a una persona débil tras su caparazón, un genio del ajedrez encerrado en los miedos heredados de la infancia. Es decir, en la conspiración que veía su madre siempre a su alrededor y en la repetición de dogmas que hoy resultarían del todo políticamente incorrectos, aún más cuando observamos que Fischer era hipócrita al criticar a su propia religión, el judaísmo, o a los rusos de los que él tanto había aprendido gracias a las revistas de ajedrez.


En cierta forma, el título original funciona mejor para entender el enfoque que se le otorga a la película: el sacrificio del peón, en traducción directa, tiene un doble significado, el literal otorgado por la jugada de Fischer en una de las partidas contra Spassky, y el metafórico, el que sitúa a Fischer , y también al propio Spassky, como un peón de la política internacional, un peón al que presionar hasta el desvarío y poder sacrificar. Resultará evidente tanto por la manipulación a la que es sometido Fischer como por las escenas que comparte junto a su rival ruso. Entre ambos existe un odio impostado, mantenido más por las presiones que por su carácter. No en vano, El caso Fischer amplía sus miras para dar cabida a escenas protagonizadas por Spassky, que son mantenidas por Schreiber con gran contención y fuerza, en las que veremos cómo el ruso es más consciente que Bobby del interés partidista. La relación entre ambos contrincantes así como el retrato que se hace de ambos son el mejor aspecto de la obra, gracias sobre todo a las interpretaciones de los dos actores principales. 

El resto de aspectos quedan excesivamente difuminados. Como mencionábamos antes, el interés de la película se centra en esa rivalidad durante la partida de 1972, por lo que otros argumentos quedan sin desarrollar o aclarar. Ahí tenemos la fugaz presencia de la familia de Fischer, que es intermitente: no comprendemos del todo la relación materno-filial que se plantea, la preocupación de la hermana de Fischer queda reducida a un par de escenas sueltas, el interés político es representado sobre todo por la atención mediática, pero salvando al abogado de Bobby, no hay apenas presencia de este entramado. En definitiva, líneas demasiado vagas que no hacen sino distraer al espectador y alargar la duración de forma innecesaria. En este sentido, resulta algo pretenciosa para haber quedado tan determinada a un episodio tan concreto.


Por tanto, debemos destacar de El caso Fischer tanto unas actuaciones muy logradas como una dirección limpia y rigurosa, que a pesar de tener una tendencia más afín al lado estadounidense, no le impide criticar la presión de esta política o reflejar con cercanía al rival soviético de Fischer. La película queda sostenida por secundarios que ejercen una gran labor, pero con tramas desarrolladas de forma irregular. Quitando lo predecible, queda un retrato bastante curioso, pero difuminado, de este personaje cuyo nombre quedó ligado a la historia tanto del ajedrez como de la guerra fría.


Otros mundos (XXIV): Los hombres de negro y los OVNIS, de Fabio Zerpa

23 febrero, 2018

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Uruguayo afincado en Argentina, Fabio Zerpa (1928) avistó un ovni hallándose en un avión militar en 1959, lo que le hizo interesarse vivamente por la incógnita de los no identificados. Estudió psicología y sociología, y se introdujo en el proceloso pero apasionante campo de la parapsicología. Esta experiencia inicial, más tarde confirmada por la gran oleada de 1978 sobre cielo sudamericano es, por lo tanto, el acontecimiento que desencadenó en el joven Zerpa un recorrido aventurero, externo e interno, encontrando mentira y verdad, y necesitando buscar la razón de esta gran sin razón de los ovnis (Una introducción inquietante).

Una inquietud que se manifiesta, como tantas veces, en la presentación y dirección de diversos programas de difusión y en la creación de una publicación especializada, Cuarta Dimensión. Investigador de campo, Fabio Zerpa indagó en toda la América latina y en España a través de su organización ONIFE, uno de tantos grupos dedicados, sino al elusivo esclarecimiento, sí a la taxonomía y constatación del fenómeno ovni. Entre la lista de colaboradores y asesores científicos que facilita Zerpa, se encuentran físicos, médicos y pilotos de aviación. Con ello se nos recuerda que, en cuestión de ovnis, la línea divisoria no está entre quienes creen o no creen, sino entre los que están bien informados y los que no (al igual que en cualquier otra circunstancia de la vida, al margen de las especializaciones profesionales).

Pero no fue únicamente el sorprendido Zerpa testigo de la objetividad del fenómeno; además, lo fue de sus nada angélicos custodios. Unos cancerberos que el autor reconoce le parecían formar parte de una conspiración demasiado ficticia y novelesca (Introducción). Pese a todo, algo positivo se derivó de este hecho, al advertir que yo ya tenía mi dimensión individual gracias a los hombres de negro.

Así, en Los hombres de negro y los OVNIS (Otros Mundos, Plaza y Janés, 1979), Fabio Zerpa anticipa que, en su opinión, estos no pertenecen al servicio secreto de ningún país, sino a un entente poco cordial y bastante más difuso. Seguidamente, nos da a conocer la identidad de su contacto en este asunto fascinante y peliagudo: un matemático de Oxford, catedrático de física y distinguido con el título de sir, que durante algún tiempo fue empleado en el servicio de inteligencia de Reino Unido.


Podemos considerar el de los muy literarios y cinematográficos hombres de negro como un epifenómeno dentro del fenómeno físico de los ovnis (como sucede con UMMO, otra interesante derivada, entronque o no con el evento de una forma directa). No en vano, lo que algunos desinformados (o malintencionados) tildaron de moda, fue la lógica e inquisitiva respuesta a la gran oleada de avistamientos registrada en todo el mundo, entre mediados de los setenta y primeros ochenta. Obviamente, también las hubo antes, ya que considerables oleadas se han venido registrando desde la segunda mitad del siglo XX. Pero especialmente significativa fue la de estos años. Más tarde, por las razones que sea, tales oleadas parecen haber remitido. Sin embargo, pese a la no identificación por parte de nuestra ciencia presente, agotados los debidos análisis y recusaciones, el fenómeno quedó definitivamente incorporado a nuestra sociedad. Tiempos aquellos de gran expectación y apertura, como de buena salud divulgativa (aparte de alguna ufana chaladura). Quien lo vivió lo sabe.

Es por ello que Los hombres de negro y los OVNIS se divide en tres partes intercambiables. En la primera se exponen varios lances ya clásicos, como el encuentro cercanísimo de Antonio Villas Boas (1934-1992), de Brasil, el de José Antonio da Silva (-), también de Brasil, o el del argentino Jorge Castillo (-), sobresaliendo el descubrimiento llevado a cabo por el comandante de aviación Bruce Cathie (1930-2013), respecto a un sistema de red de vigilancia por medio de antenas. Muchos de estos casos se presentan en forma de interrogatorios dialogados, al estilo de las novelas policiacas. Además, Zerpa incluye la evaluación psicológica de algunos de los testigos de tan extraordinarios sucesos (en tanto suponen una drástica alteración de la vida cotidiana). Circunstancias ligadas, en intuitivas palabras del autor, a seres más evolucionados, en escalones superiores de la gran espiral hacia la perfección, en pos de la comprensión y la unidad (75).

Abundando en ello, insiste en que el tiempo y el espacio solo son estructuras de nuestra facultad de percibir las cosas (…), pues en el inconsciente está el pasado y el futuro (124). Por algo, para Albert Einstein (1879-1955), ellos eran viajeros en el tiempo (Ídem). En cualquier caso, lo evidente es que estos visitantes no parecen pertenecer a nuestro tiempo, aunque interactúen con él. A los antedichos testimonios, se añaden de pasada las experiencias de déjà vu de gente tan reconocida como Louis Bromfield (1896-1956), Benjamin Franklyn (1706-1790), Charles Dickens (1812-1870) o sir Walter Scott (1771-1832) (Tiempo).


En segundo lugar, el libro recala en algunas consideraciones sobre el tiempo y las posibilidades teóricas de desplazamiento por él. Otras veces, Zerpa se deja llevar, con la mejor intención, por la candidez (sino real, sí expositiva), caso de elucubraciones más discutibles como la de una Tierra hueca y habitada (sin duda, la zona crepuscular más endeble del libro), o la propia indumentaria oscura de los interfectos (si bien, el propio Zerpa reconoce que no se trata más que de un vistoso aditamento). Por el contrario, gratos son los comentarios dedicados al tarot (262).

De este modo, los hombres de negro hacen su aparición estelar mediado el libro (Los hombres de negro en la investigación ovni), y lo hacen en forma de dos extrañas mujeres, puesto que, metidos en harina, no existe diferenciación por sexos. Hombres y mujeres de negro se hacen pasar por periodistas, investigadores o autoridades militares, y dejan tras de sí un reguero de intimidaciones y falsedades, cuando no de amenazas veladas o expeditivas, una vez han sustraído la información que precisan por vía del amedrentamiento o el robo.

Fabio Zerpa vuelve a ofrecer situaciones de primera mano, como la que narra la experiencia vivida por dos empleados de banca camino de Granada (España), desde Córdoba, al día siguiente de la Nochebuena. O la muy inquietante desaparición de varios adolescentes, en lo que podemos denominar el enigma de Thomasville, Georgia (EEUU) (me encantó esté improbable relato, al fidelísimo estilo de los ultracuerpos, aunque, tratando de encontrar alguna información sobre el particular en 2018, no hallé nada de interés).


En suma, ¿humanos o foráneos? El autor opta por lo primero, si bien, apunta a una posible doble naturaleza, por la que los hombres de negro se conducen como guardianes de una verdad poderosa, tanto como unos agresores fríos y calculadores. Se encargan de enmascarar o destruir, no ya la información emergente, sino el deseo por la información misma, no permitiendo el acceso al conocimiento (algo así como los modernos pedagogos). ¿Pero lo hacen con la complicidad gubernamental o a despecho de esta? En este sentido, su influencia sería de un orden paragubernamental, es decir, no amparada por mecanismos obstructores y paralelos como la CIA.

En fin, no cabe duda de que, a veces, es divertido elucubrar. Personalmente, no sé si han existido o siguen existiendo los hombres de negro, pero sí me interesa la cuestión en lo que tiene de posibilidad de injerencia en las libertades del individuo, aparte de a efectos dramáticos narrativos. En resumidas cuentas, si tales cuentas pueden resumirse, estamos ante la ramificación colateral de un fenómeno real y complejo, donde entrar en contacto con dicha gente parece ser lo más parecido a entrar en contacto con otro universo, alejado de nuestro más apegado egocentrismo. De cualquier manera, lo que sí ha de captar el fino radar del lector es la gran humanidad que se desprende, como prueba irrefutable, de las palabras de Fabio Zerpa.

Escrito por Javier Comino Aguilera 


El autocine (XLVI): La humanidad en peligro, de Gordon Douglas, y The Deadly Mantis, de Nathan Juran

19 febrero, 2018

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El desierto es un lugar donde se mezcla lo peligroso con lo fascinante. En el estado de Nuevo México (EEUU), al lado de White Sands, que es el emplazamiento donde detonó la primera bomba atómica, en 1945, dos agentes de la policía, el sargento Ben Peterson (James Whitmore) y el patrullero Ned (Chris Drake), acuden a socorrer a unos campistas. Lo hacen en coche, pero con apoyatura aérea; un medio suplementario que se verá fundamental, directa o indirectamente, en el desarrollo visual y argumental de La humanidad en peligro (Them, Warner Bros., 1954).

Los agentes solo encuentran a una niña (Sandy Descher), como única superviviente de un ataque cuya naturaleza aún se desconoce. Por desgracia, esta se halla en acusado estado de shock, y no puede revelar ninguna información. Salvo en un caso. Cuando las causantes del enigmático ataque emiten sus vibrantes sonidos, destinados a la comunicación entre sí mismas, la chica reacciona gestualmente y de forma elocuente, pero ni el doctor que la atiende ni el bueno de Ben Peterson se dan cuenta de ello en ese preciso momento. Solo el espectador, tal y como lo ha planificado el realizador Gordon Douglas (1907-1993), advierte el significado de esta expresión.

Habrá que esperar hasta que el resolutivo doctor Harold Medford (Edmund Gwenn), haga otra prueba, a fin de que la muchacha muestre algún signo de reanimación, a base de hacerle oler una muestra concentrada de ácido fórmico. Lo interesante, por lo tanto, es que asistimos a los efectos de una invasión, antes de que sepamos, stricto sensu, las causas u origen de la misma. Estas se determinarán más tarde.


No cabe duda de que es el propio desierto uno de los personajes destacados de La humanidad en peligro, aunque la acción se acabe trasladando a la ciudad de Los Ángeles (EEUU). Entre las criaturas que lo habitan, están algunos seres humanos, en una perdida caravana, o atendiendo un comercio de abastecimientos, también saqueado, como averiguan Ben y Ned cuando inspeccionan dicho establecimiento. De igual modo, el viento del desierto se deja sentir, formando parte de la banda sonora; esta vez, a cargo del competente y versátil Bronislau Kaper (1902-1983).

A la antedicha cuadrilla local se suman, entre otros, Robert Graham (James Arness), oficial de la oficina central del F.B.I. en Álamogordo (Nuevo México), el referido doctor Medford, y su hija, también doctora en el estudio entomológico, Patricia Medford (Joan Weldon). El grupo tratará de determinar las causas de los ataques, así como el paradero de los desaparecidos, en más de un sentido, tragados por las arenas del desierto. Incluso el doctor Medford pondrá al corriente al resto de sus compañeros de equipo, formado por los policías y otros altos mandos del ejército, acerca de la naturaleza y hábitos de los animales que se identifican como la causa de todo el misterio, unas hormigas agigantadas por la radiación atómica. Lo hará por medio de la proyección de una película documental, al estilo de lo que sucedía en Con destino a la luna (Destination Moon, Irving Pichel, 1951). Ello evidencia lo poco que sabemos acerca de nuestros vecinos más comunes e invisibles.


A este respecto, también es significativo anotar cómo antes de que Medford desvele sus sospechas, ellas aparecen. Lo mismo sucederá cuando las reinas volantes emprendan su vuelo: en principio, solo conocemos los resultados dramáticos que causan.

Este sostenimiento del suspense, y el pesar genuino de algunas de las víctimas supervivientes, es lo que distingue a La humanidad en peligro, convirtiéndola en una particular obra maestra del género. Un suspense que, por ejemplo, atañe a la desaparición de dos niños, que como se podrá comprobar, aún continúan con vida.

Todas las fuerzas, científicas, policiales y militares, se coordinan una vez se ha detectado el primer hormiguero. Un enclave inicial, porque de él se propaga la amenaza, en off visual, aunque por eso mismo, de forma sumamente efectiva, de un par de hormigas reina que establecen sendas colonias. La primera será destruida, según se nos narra, al igual que la segunda, aunque esta requerirá del esfuerzo adicional de los protagonistas, ahora sí, visualizado en imágenes, una vez se ha localizado el hormiguero en la citada ciudad de Los Ángeles. Tras mantener el sigilo de cara al público, lo que equivale a decir que de cara a la prensa, la población es informada finalmente del peligro. Pero Gordon Douglas evita los típicos planos de una población aterrorizada. Por el contrario, esta se nos muestra responsable y cumplidora de todas las advertencias. Así, mientras El Monstruo de tiempos remotos (The Beast from 20.000 Fathoms, Eugene Lourie, 1953) tomaba la ciudad indisciplinadamente, aquí las autoridades militares se curan en salud, aconsejando a todos los residentes.

Entre tanto, el considerado “sueño de un científico”, en palabras del doctor Medford, no tarda en convertirse en una verdadera pesadilla, bien ilustrada en el momento en que Ben, Patricia y Robert, descienden por el primer hormiguero, situado en el desierto, procediendo a inspeccionar el nido, después de haberlo envenenado. ¡O casi! Realmente, esta experiencia es lo más parecido a estar en otro mundo, dentro de este.

Sin duda, una idea colosal, tal cual la desarrollaron los guionistas Ted Sherdeman (1909-1987) y Russell Hughes (1910-1958), en torno a un relato de George Worthing Yates (1901-1975).


Como hemos podido comprobar, el temor a la repetición y consecuencias de un pavoroso acontecimiento real, esto es, las pruebas nucleares (es curioso cómo la historia se repite, ahora en otras temibles latitudes), viene a ser el elemento primordial que articula el argumento de La humanidad en peligro; al igual que una erupción volcánica hace lo propio en nuestra siguiente película a reseñar, The Deadly Mantis (La mantis mortífera o El monstruo alado; Universal, 1957). De hecho, este temor conforma el sustrato dramático de todo un (sub)género, el de mutantes, animales prehistóricos revividos, y otros monstruos derivados de la radiactividad atómica.

En esta ocasión, el inasequible e imprescindible productor William Alland (1916-1997), también responsable de la historia original, contrató de nuevo al guionista de Tarántula (Tarantula, Jack Arnold, 1955), Martin Berkeley (1904-1979), para poner en marcha otra Monster Movie (o Bug Movie), que incluye varias imágenes de archivo extraídas de otras películas y documentales. Estas son las referidas al pueblo esquimal que sufre las consecuencias de la mortífera mantis, al deshielo de un glaciar y un iceberg, o a las distintas barreras de radares, distribuidas por el territorio estadounidense, Canadá y la zona polar. En concreto, se acentúa la información respecto a la Barrera del Sistema de Alerta Anticipada, o DEW (Disitant Early Warning System), en pleno Ártico.

Considero que todas estas aclaraciones iniciales son oportunas, pues además de conferir una pátina realista a la película, nos preparan para la subsiguiente información de una señal misteriosa que va y viene; con lo que no se sabe, a ciencia cierta, a qué corresponde. Unas veces se muestra por encima del radar, y otras por debajo del mismo.


En suma, es esta una producción sobre la que se han cebado los tópicos, que si el militarismo (para los que cualquier presencia militar en la pantalla resulta ofensiva), que si la falta de carisma del guión o los intérpretes, que si el excesivo protagonismo del monstruo (¡pues claro!)... Sin embargo, al margen de algunas inconsistencias, The Deadly Mantis funciona como relato de terror, bien organizado por el austriaco afincado en Estados Unidos, Nathan Juran (1907-2002). Arquitecto, director artístico, y finalmente realizador de algunas memorables películas, Juran inserta en The Deadly Mantis la idea precedente de un colosal monstruo, que también puede volar, tal y como se muestra, y que asimismo acaba buscando refugio en un entorno artificial cerrado. Aparte de que, esta vez, el protagonismo es compartido, no ya por el animal, sino por otros cuatro personajes, como son el coronel Parkman (Craig Stevens), el doctor Nedrick Jackson (William Hopper), jefe de antropología del Museo de Historia Natural de Washington; su ayudante y directora de la revista del museo, Marjorie Blaine (Alix Talton), y el general Mark Ford (Donald Randolph). Un grupo al que se suma esporádicamente un patólogo, el profesor Gunther (Florenz Ames).


La cámara se desplaza por un mapa de todo el globo al inicio de la película. Más concretamente, se detiene en el Mar de Weddell, en el Círculo Polar Ártico, donde acontece la citada erupción, y más adelante, en Polo Norte, lugar donde la reacción que prosigue a toda acción, tal y como advierte una voz en off, se deja sentir en forma de terremoto, haciendo que un ejemplar extraordinario de mantis religiosa se libere de su prisión de hielo, descongelándose tras miles de años. La criatura pertenece a un tiempo del pasado en el que esta zona polar no estaba dominada por los témpanos. La intriga se extiende, por lo tanto, al origen de este monstruoso organismo.

La misma voz en off nos informa acerca de los antedichos y diversos sistemas de prevención por radar. A partir de ahí, la situación es análoga a la de La humanidad en peligro. A los puntos ya señalados, podemos añadir el hecho de que las apariciones del monstruo vienen precedidas por el sonido que origina, así como la pérdida de contacto con una base de avanzadilla, en funciones de estación meteorológica; la enigmática ausencia de cuerpos humanos en los escenarios vulnerados, la retención de la noticia hasta que llega el momento de darla a conocer, por medio de la prensa, o la extraña evidencia de unas huellas difíciles de clasificar (esta vez, en la nieve: aquí el escenario es otro tipo de desierto). Con la adición de que los ataques a dicha estación sí que son mostrados, al menos en parte, pues se pretende conservar el suspense en la medida de lo posible. Más aún, la agresión y posterior derribo de un C-47 del ejército, es planificado de forma bien sencilla y efectiva, por medio de un solo plano en el interior de la cabina.


Pero al contrario que las hormigas de La humanidad en peligro, ni el fuego ni las balas parecen poder detener al descomunal insecto. Ni siquiera un buen puñado de misiles. Finalmente, este sucumbirá al gas, ¡pero no sin un gran esfuerzo por parte de Parkman y sus ayudantes!

Eso será después de que la base de operaciones de los protagonistas se traslade desde el Ártico a la ciudad de Washington, donde la mantis lega una de las imágenes más icónicas de la película y del género. Aquella en la que se encarama al Monumento de Washington (finalizado en 1884), en una escena filmada, en parte, con una mantis auténtica. En este sentido, están bien resueltos los efectos especiales de Clifford Stine (1906-1986), que lega otros momentos estupendos, como los del monstruo apostado entre la niebla, atacando un barco de pesca o un autobús; o acercándose y posándose en el referido monumento nacional. Particularmente trabajada está también la música de William Lava (1911-1971) e Irving Gertz (1915-2008); como de costumbre, coordinada por Joseph Gershenson (1904-1988).



¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bogdanovich, y Alegrías de un viudo, de Howard Zieff

14 febrero, 2018

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Reconocer a un alma gemela no parece una tarea sencilla, y si no que se lo pregunten a los principales protagonistas de ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?, Warner Bros., 1972). Aunque es muy probable que estos le respondan que se trataba de algo inevitable, o bien, que no saben de qué les está hablando. El hecho es que, en un escenario característico de la comedia de enredos, adornado con situaciones cómicas al estilo de los inolvidables Stan Laurel (1890-1965) y Oliver Hardy (1892-1957), el musicólogo Howard Bannister (Ryan O’Neal) y la erudita estudiante -o aspirante a estudiante-, Judy Maxwell (Barbra Streisand), se encuentran el uno al otro, o más bien, se tropiezan el uno con el otro.

Howard acude a un Congreso de Musicología que se celebra en San Francisco (California, EEUU). Lo hace en compañía de su prometida, la estructurada y atosigante Eunice Burns (una excelente Madeleine Kahn). El realizador Peter Bogdanovich (1939), con la aquiescencia de su diseñadora y decoradora Polly Platt (1939-2011), no deja escapar la ocasión de caracterizar a Eunice al modo provinciano de los años cincuenta, tanto en peinados (aún por vía de un elemento postizo como es una peluca) como en indumentaria.

Escrita por Buck Henry (1930), Robert Benton (1932) y David Newman (1937-2003), estos dos últimos responsables del guion de la posterior Superman (Ídem, Richard Donner, 1978), pero ahora en torno a una historia del propio Bogdanovich, ¿Qué me pasa, doctor? desarrolla progresivamente una trama donde el macguffin o detonante del relato consiste en unos documentos secretos, puestos en danza por medio de un baile en el que actúan cuatro maletines idénticos.


Cada uno de dichos maletines posee su dueño, ¡aunque nadie lo diría! El de los documentos es custodiado por un agente del gobierno (Michael Murphy), siendo ambicionado por un caco (Philip Roth); otro contiene las valiosas joyas de la duquesa van Hoskins (Mabel Albertson), no menos codiciadas por los recepcionistas del hotel donde confluyen todos los personajes (Stefan Gierasch y Sorrell Booke). Un tercero pertenece a Judy, y el último a Howard Bannister, que guarda en él sus preciadas rocas ígneas, objeto de su estudio.

Esta maraña de extravíos e identidades falsas y encubiertas favorece un desarrollo argumental de encuentros, desencuentros, ocultaciones, simulaciones y revelaciones. Mientras que unos personajes tratan de permanecer en la sombra (el agente y los ladrones), otros pugnan por salir a la luz, esto es, por emparejarse convenientemente: Howard, Judy, y en última instancia, Eunice con el filántropo Frederick Larrabee (Austin Pendleton), y hasta el acaparador y adulador Hugh Simon (Kenneth Mars), que lo que persigue es ser el centro de la atención.

Pero centrándonos en Judy y Howard, son los suyos dos destinos que convergen y se materializan en los encuentros que fuerza Judy. Ambos, además de estar sostenidos por una evidente atracción física, que el director no se recata en subrayar, habrán de pasar la prueba ígnea de reconocerse como afines, sobre todo en el caso del organizado Howard. A espabilarlo se aplica Judy, estirando cómicamente la casualidad para que todo termine cuadrando, cualidad intrínseca de la comedia (el orden tras el desorden). Así, en la estricta y empírica vida de Howard Bannister, el polo de la voz cantante vira de Eunice, inhibidora de la voluntad y la imaginación, a Judy, instruida y portadora de la teoría del caos. Por eso, la inicial confusión e irritación de Howard, más que doblegarse, encuentra paulatino acomodo en este nuevo marco de referencia.


Comedia destrozona y de equívocos, fotografiada por László Kovács (1933-2007), la fórmula no ha dejado de repetirse desde entonces con progresiva menor gracia y disminuido talento cinematográfico. A este respecto, Peter Bogdanovich recordaba cómo su intención fue la de emular el espíritu verbenero y el talante artístico de logros incontestables como La fiera de mi niña (Bringin’ Up, Baby, 1938), aunque como Howard Hawks (1896-1977) le recordó, una vez se estrenó la película, ¡sin haber hecho uso del tigre! (la buena aceptación del veterano realizador la recoge Bogdanovich en su libro El director es la estrella vol. I [Who the Devil Made It, 1997; T&B, 2007]).

Lo que no varía es el hecho de que, al igual que sucedía en La fiera de mi niña, el lenguaje se retuerce y altera su significación hasta el límite de lo estrambótico, caso de la expresión sex appeal. Incluso la primera vez que Howard y Judy se confiesan amor mutuo es aprovechando la letra de la célebre canción As Time Goes By (1931), de Herman Hupfeld (1894-1951).

Finalmente, los protagonistas se ven inmersos en una persecución que es un desbocado intento de huida a lo Buster Keaton (1895-1966), a través de la reconocible orografía de la ciudad del Golden Gate (1937). Al efecto, ¿Qué me pasa, doctor? incorpora situaciones cercanas al universo de los dibujos animados, si bien, en imagen real (Judy suspendida en el vacío, determinadas reacciones y actitudes, la referida persecución); un rasgo confirmado por la imagen final de la película. Al fin y al cabo, tal y como explicita Judy, no se puede luchar contra un terremoto.

A modo de programa doble, me ha parecido oportuno incluir Alegrías de un viudo (House Calls, Universal, 1978) en el presente artículo. Película escrita por un excelente plantel de guionistas clásicos, como Max Schulman (1919-1988) y Julius J. Epstein (1909-2000), adaptada a los tiempos por Alan Mandel (1945) y Charles Shyer (1914), con música de Henry Mancini (1924-1994), fotografía de David M. Walsh (1931) y realización de Howard Zieff (1927-2009), Alegrías de un viudo da comienzo cuando, tras un periodo vacacional y de sanación personal, el cirujano Charlie Nichols (Walter Matthau) regresa a Los Ángeles desde Hawái, con objeto de reincorporarse a su puesto de trabajo en el hospital Kensington (alocado escenario, al estilo del hotel de ¿Qué me pasa, doctor?). Se da la circunstancia de que Charlie ha enviudado recientemente, lo que, casi de forma automática, aunque pasado un tiempo prudencial, lo convierte en un codiciado soltero; poco menos que en un objeto de deseo. El hecho de estar interpretado el médico por el mencionado Walter Matthau (1920-2000), proporciona comicidad visual al planteamiento, merced al torpón y desmadejado físico del personaje.

Pese a todo, Charlie no deja escapar la ocasión. Como él mismo recuerda, se casó con veintiún años, y mi último ligue fue en agosto de 1945. Muy solicitado, el cirujano deambula emocionalmente entre la diferencia generacional que le depara el tanteo con una enfermera (Sandra Kerns), y la alarmante perspectiva de verse utilizado por otra reciente viuda, la señora Grady (Candice Azzara), demandante del hospital a causa de una negligencia. Así ocurre hasta que Charlie da con la horma de su zapato en la figura, nada complaciente, de Ann Atkinson (la inglesa Glenda Jackson).


Primero como paciente, debido a una fractura del maxilar superior, o sea, una rotura de mandíbula, y luego como empleada en la sección de admisiones del hospital, gracias a Charlie, la relación entre ambos personajes se va consolidando, no sin las espontáneas erupciones emocionales. Como suele ser habitual, Charlie posee un confidente en la figura de su colega Norman Solomon, el futuro realizador Richard Benjamin (1938).

Para atender correctamente a Ann, Charlie se ha visto en la necesidad ética de enfrentarse con Amos Willoughby (Art Carney, el ganador del Óscar por la bonita Harry y Tonto [Harry and Tonto, Paul Mazursky, 1974]), a fin de interceder en la recuperación de la accidentada como Hipócrates manda. Y es que al inestable ambiente del hospital se suma la incompetente presencia de Willoughby, antediluviano jefe de cirugía que reclama otro mandato en su cargo, pese a no hallarse en las condiciones cognitivas más saludables. La razón que alega para ello, además de no volver a operar, es permanecer en el recinto hospitalario, pues considera que es como su hogar, además de un lugar donde se le respeta (siendo una de esas personas que languidece fuera del ámbito laboral). 

Con todo ello se pone en solfa buena parte de la institución médica, pero al mismo tiempo se evidencia el carácter humano de los protagonistas. Como inquiere el entretenido coloquio televisado en el que intervienen Ann y Charlie, respecto a la profesión de la medicina, ¿son sus componentes víctimas o dioses?


Sin duda, esta profesión médica se enfrenta con todo tipo de dificultades, pero a las intrigas hospitalarias añade Charlie su terapéutica relación con Ann. Se trata de una mujer en difícil situación pecuniaria y sentimental, por lo que a veces se muestra agria y clasista (por lo menesteroso). Razón por la que, también ella aprenderá a ser más algo más justa y equilibrada, a sopesar los posicionamientos ideológicos supuestamente superiores.

Entre tanto, y como queda dicho, a Charlie las conquistas no le aportan nada (duradero). Paralelamente, el tiempo corre y la situación con Atkinson se suaviza (menos mal que ella no prescinde de su feminidad como tantas otras). De este modo, los caracteres se van acoplando, no solo sexualmente, sino en un esforzado respeto mutuo. Por ejemplo, Charlie resulta ser otro sujeto captado por los eventos deportivos, mientras que a ella le traen sin cuidado. Asimismo, Ann pone en valor la fidelidad de un compromiso serio por ambas partes, en tanto que Charlie se resiste a abandonar su harén particular. Pero los dos ya han alcanzado una madurez en la que saben que, una vez se ha difuminado el fragor del deseo, se pasa a otra fase en la que se requiere de cierto ahínco para mantener una relación, que pasa a apoyarse en otros pilares básicos. Tanto Ann como Charlie descubren que se trata de algo que merece la pena.

Escrito por Javier C. Aguilera


WALL-E, de Andrew Stanton

13 febrero, 2018

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Como si fuera el destino de un solitario superviviente, un robot en silencio prosigue en una eterna tarea de limpieza mientras se salta su programación para descubrir una humanidad perdida en forma de objetos de un pasado perdido y de películas románticas e idealistas. Esos minutos iniciales y poéticos de WALL-E (Andrew Stanton, 2008) nos recuerdan a los grandes artistas del cine mudo que desprendían con el humor una gran humanidad, caso de Harold Lloyd (1893-1971) o Charles Chaplin (1889-1977), marcando así un prólogo que sigue en la misma calidad de Up (Pete Docter, 2009). Y no acaba ahí, sino que prosigue en una aventura de estilo bizantino, donde dos robots enamorados enfrentarán grandes obstáculos para estar juntos... mientras recuperan a la humanidad que perdieron los últimos seres humanos.

En WALL-E, como en Up, a la que podemos considerar una película hermana en su estructura, tenemos una gran división entre una primera parte y una segunda. La primera parte se inicia con el prólogo mencionado, que transmite toda una serie de sensaciones con recursos clásicos y que culmina con el encuentro con EVA y su posterior marcha forzada por su misión. A partir de ahí da comienzo la segunda parte, la odisea del robot por volver a estar junto a EVA mientras que con sus inocentes y torpes actos va desvelando el destino sin rumbo de una humanidad perdida en el espacio.

Podemos considerar que el prólogo es la mejor parte de WALL-E, pero lo cierto es que desarrolla grandes ideas dentro de la parte trepidante y más infantil de la aventura. Por una parte, nos encontramos con el reflejo de una sociedad prácticamente robotizada, o idiotizada. Una sociedad que, al vivir enganchada a la tecnología y al entretenimiento, con lo que ya se ha empezado a denominar nomofobia, ha dejado de pensar, de cuidarse físicamente y de, en definitiva, ser humanos. Aunque en gran medida el ser humano sirve de personaje de fondo general, representado sobre todo por el comandante de la nave, lo cierto es que guarda uno de los grandes mensajes de advertencia para el espectador, en la línea de la utópica Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932). 


No en vano, se hace hincapié en cómo la curiosidad se va extendiendo por este personaje para intentar aprender cada vez más sobre la Tierra y, por ende, sobre el ser humano, redescubriendo y planteándose preguntas acerca de una humanidad que es muy distante a aquella vida vacía en que ahora se encuentran, en la que todo es satisfecho de inmediato y donde no cabe cuestionarse nada. Una crítica a un tipo de sociedad acomodaticia y que ha perdido una de las señas de identidad del ser humano: la curiosidad, la capacidad crítica para plantearse el mundo, en la línea de lo que sugiere el cortometraje ¿Por qué desaparecieron los dinosaurios? (Mar Delgado y Esaú Dharma, 2011). Además, el sistema que controla toda la situación es una versión de HAL 9000 de 2001: Odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968), siendo un claro homenaje, aunque poco original. Entre medias, también habrá críticas a las empresas corruptas que ocultan información a la sociedad. WALL-E no se aleja de ser una distopía encubierta en una película para un público infantil.

Por otra parte, nos encontraríamos el mundo animado de los robots, alejado de la simpleza en que se hayan instalados los humanos. WALL-E procede de la Tierra y ha heredado esa curiosidad innata que a los demás les falta, erigiéndose como un ser humanizado, como también sucederá con el resto de robots defectuosos. En este punto, merece la pena comentar cómo algunos de estos personajes marginados o apartados de los demás tienen defectos que se asemejan a enfermedades mentales de nuestra actualidad, como pudiera ser el TOC en el caso de un robot de limpieza. Ni en estos detalles se escapa la oportunidad de realizar una crítica a partir del humor. 


Continuando con lo mencionado sobre el protagonista, si este ha desarrollado sentimientos y curiosidad, es decir, se ha humanizado, el punto álgido de esta humanización se produce cuando se enamora de EVA. La relación entre ambos personajes no es novedosa, dado que parte de esquemas ya conocidos, incluyendo un rechazo final, el descubrimiento de los actos bondadosos del personaje que amaba desde el principio, en este caso WALLE, y finalizando en una conexión reforzada que, en este caso, vence a su propia programación electrónica. Sin embargo, que no sea original no le quita mérito a un desarrollo bastante logrado, tierno y emotivo, que remite a ciertas obras clásicas y que conecta a la perfección con el espectador.

Por último, y no menos importante, debemos destacar el mensaje ecologista de la película, que apuesta claramente por mostrar las consecuencias no solo del tipo de sociedad que estamos creando, sino también de los efectos que estamos causando en el planeta. Cuando advertía que no se alejaba de una distopía, bastaba con referirnos a ese prólogo ya citado o al momento final de la película, donde queda espacio para la esperanza. No podemos olvidar que el público objetivo de esta obra sigue siendo infantil, o juvenil, y por ello también existe una invitación a cambiar las cosas: a tener curiosidad, a plantearse un nuevo mundo, sin olvidar que para ello hay que esforzarse y luchar contra la adversidad.


En conclusión, WALL-E tiene la suerte de tener dos lecturas: la del robot simpático que se embarca en una aventura espacial para conseguir estar junto a su amada y la lectura crítica de una sociedad que es el reflejo de nuestro futuro si continuamos en la misma senda. Eso enriquece lo que aparentemente sería una obra infantil y le da un carácter maduro sin perder su capacidad para entretener a grandes y pequeños, con momentos de anticlímax y tensión incluidos.


Se suspende la función, de Fernando Lalana

11 febrero, 2018

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Aunque tópico, conviene recordar que el teatro solo está completo cuando se representa. Nos hemos acostumbrado a tener los textos teatrales en nuestras estanterías, a recordar algunas de las frases o escenas más célebres o incluso a reproducirlas a través de las adaptaciones cinematográficas, pero la pura esencia del teatro se encuentra en el escenario, en la conexión directa entre espectadores y actores, o cuanta parafernalia se quiera incluir por parte del ala vanguardista. Reitero esta idea como defensa necesaria de ciertos textos del género dramático que pierden todo su potencial y fuerza sin la representación, que es la que le otorga todo el sentido. Sin duda, podría ser el caso de esta pequeña y humorística pieza teatral escrita para niños: Se suspende la función (2004).

El autor de esta obra es Fernando Lalana (1958), quien forma parte esa pléyade de escritores españoles dedicados al mundo de Literatura Infantil y Juvenil (LIJ), como Juan Muñoz Martín (1929), Concha López Narváez (1939), Jordi Sierra i Fabra (1947) o Laura Gallego (1977). A lo largo de una trayectoria de más de cien libros, ha obtenido premios como El Barco de Vapor y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, por su novela más destacada, Morirás en Chafarinas (1991), el Premio Cervantes Chico en 2010 o el Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil en 2012.

En este caso, nos acercamos a su labor como dramaturgo. En Se suspense la función encontramos una obra metaliteraria y que desde el principio rompe con la cuarta pared, un recurso que si bien moderno, está bastante extendido en las obras dirigidas al público más joven, a fin de conectar mejor con estos espectadores. El argumento nos lleva a una función a medio preparar, en pleno montaje, con los tramoyistas preparando la escena y el director ultimando los detalles. En ese momento, se quedan observando al público y se percatan de que se han equivocado de día y es la fecha del estreno: la función debería estar empezando. A partir de ese momento, los trabajadores del teatro tratarán de realizar la obra para impedir que cierren el teatro.

De esta forma, la taquillera, la limpiadora, los tramoyistas y hasta el portero se encargarán de realizar diferentes escenas que se convertirán en sketches, parodias o reconstrucciones absurdas de diversas escenas famosas. Lalana recurre a diferentes recursos humorísticos que proceden de la tradición más clásica de la comedia, como los papeles que se mezclan, el personaje que se debe enfrentar al público por primera vez o el usurpador de un rol que no es el suyo. Sin embargo, todos estos recursos no llevan a ninguna parte. El argumento es bastante visual y atractivo para verlo representado en vivo y disfrutarlo, pero no tiene ningún interés más allá del puro entretenimiento, sin desarrollo alguno. Tan solo el principio y el final contienen cierta crítica social a partir de la propia parodia, sobre todo la que incide sobre cómo los teatros están desapareciendo, la diferencia salarial o el destino incierto de todos esos trabajadores, pero, de nuevo, bajo el prisma de un humor poco innovador y ligado en su mayor parte a la acción.


Por otra parte, resulta curioso pensar que una obra publicada en 2004 contiene multitud de referencias de un mundo muy diferente al actual, aunque no hayan transcurrido ni veinte años. Los avances tecnológicos y las situaciones sociales, económicas y políticas de la última década han acelerado y cambiado tanto el panorama que existen en esta obra multitud de chistes que han perdido su referencia, que han quedado descontextualizados. Por ejemplo, la televisión seguía siendo la principal fuente de entretenimiento y por ello se parodiaba en la escena teatral, incluyendo las pausas publicitarias. Este aspecto no se ha perdido, pero a los ojos de los actuales lectores, sobre todo de los más jóvenes a los que se dirige, existen otros medios que le han ganado el terreno al televisor, como internet.

En definitiva, Se suspende la función es una obra graciosa y atractiva para ver representada junto al público al que va destinado, sobre todo si la compañía renueva sus chistes más anticuados. No obstante, pierde gran parte de su encanto como libro, donde se pierde la fuerza dramática de gran parte de sus sketches. Como aspecto positivo, cabe destacar cómo transmite algunos mensajes sociales a través del humor, siendo bastante agradecido ese aprecio hacia el arte más allá de lo económico. Aunque más allá de esos pequeños elementos apreciables, no encontramos nada más que entretenimiento algo vacío que bebe de obras mejores.


La caja de Psique (XI): La Terapia Cognitivo-Conductual aplicada a enfermedades neurodegenerativas

04 febrero, 2018

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La Terapia Cognitivo-Conductual (TCC) resulta de gran ayuda en enfermedades neurodegenerativas, como el Parkinson o el Alzheimer, en las que es necesario prestar apoyo para saber gestionar los síntomas de la mejor manera posible. En ella, se diseñan estrategias para el establecimiento de tareas, pautas de conducta funcional y patrones de pensamiento adaptativos. Los resultados a nivel científico en cuanto a su eficacia no son determinantes, aunque parecen contribuir positivamente al manejo de los factores emocionales y conductuales (Rothstein, 2010).

En primer lugar, en la TCC se interviene enseñando a reconocer los estilos de pensamiento disfuncionales o desadaptativos para el paciente, como, por ejemplo, pensamientos autodespreciativos o catastrofistas sobre la enfermedad. Para ello, es necesario entrenar al paciente en la reflexión de su propia manera de pensar y plantearse qué aspectos son conflictivos y cuáles no. De este modo, se persigue incrementar la capacidad crítica del paciente, adecuar sus estrategias de categorización (por ejemplo, definir qué es éxito y qué es fracaso) y detectar patrones de pensamiento erróneos. Este proceso de cambio y de reconocimiento por parte del paciente se lleva a cabo a través de un debate o diálogo socrático. Así, el paciente reconocerá los aspectos cognitivos que le producen malestar para así actuar sobre ellos, como el hecho de sentirse inferior o incapacitado por su enfermedad, iniciándose así la reestructuración cognitiva de esos patrones.

Por parte del terapeuta será fundamental aportar un feedback necesario al paciente para que sea capaz de detectar las contradicciones o las conclusiones erróneas, consecuencias de sus estilos de pensamiento y esquemas cognitivos. Además, se le planteará preguntas y se le remarcará aseveraciones hechas por el propio paciente para que profundice en el análisis de su pensamiento.


En segundo lugar, la TCC intervendrá sobre los aspectos cognitivos desadaptativos anteriormente detectados. Esto conllevará fijar unos objetivos concretos a cumplir y entrenar al paciente para que sea capaz de determinar las estrategias que lo acercan y lo alejan de estas metas. Además, como los objetivos han sido definidos de forma objetiva, será más sencillo evaluar la progresión y el ritmo en el que se producen y, si es necesario, introducir cambios en el programa de intervención.

Las metas u objetivos planteados en las sesiones de la TCC pueden abarcar, por ejemplo, minimizar significativamente los efectos no motores de la enfermedad, abandonando el estilo de pensamiento negativo y depresivo y disminuyendo un aislamiento social por parte del paciente. En definitiva, problemáticas formadas por un componente material y por un componente subjetivo o emocional.

Para más información:

Merello, M. (2008). Trastornos no motores en la enfermedad de Parkinson. Revista de Neurología, 47 (261-270). 

Rothstein, T. L., Warren C. (2010). La cara oculta de la enfermedad de Parkinson. Mente y cerebro, 40 (73-81).


Escrito por Mariela B. Ortega



Clásicos Inolvidables (CXLVII): La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca

02 febrero, 2018

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Qué dulce es la venganza cuando se sirve fría… ¡o en ripios! Claro que existen muchas formas de venganza. Por ejemplo, aquella que considera como de “segunda categoría” determinadas creaciones artísticas, previa descontextualización de su intencionalidad y razón de ser histórica. Dicho de otro modo, ni todas las obras literarias (o del ámbito que sean) aspiran a ser obras maestras, ni conviene plegarse tanto a la asfixia de lo políticamente correcto, privilegiada zona donde se censan y subvencionan tan solo algunas maestrías. Por descontado que, pese a todos estos esfuerzos sectarios de clasificación y puesta en valores, emergen a través del tiempo auténticas obras imperecederas, por encima de tales consideraciones. Tal es el caso de La venganza de don Mendo (1918), del escritor gaditano Pedro Muñoz Seca (1879-1936).


Considerado por Francisco Umbral (1932-2007) como un Shakespeare del chiste, Muñoz Seca es el creador de la variante genérica del astracán, género teatral humorístico que siempre supo guardar las distancias con la chabacanería. No en vano, el dramaturgo era portador de una amplia cultura, al haber estudiado filología y derecho. De esta guisa, Pedro Muñoz Seca hace alarde de la métrica, regalando al público una obra cómplice y de una sencillez solo aparente, valiéndose de una versificación que incluye quintillas, cuartetas, silvas, redondillas, ovillejos, octosílabos, endecasílabos y romances. Toda una riqueza estructural que responde, en palabras de Salvador García Castañeda (1932), a una intencionalidad semántica, pues a cada situación corresponde un tipo de versificación adecuada (Introducción).

En efecto, a diferencia de los amargados de costumbre, Muñoz Seca no se posicionaba contra el público, sino que se reconocía en él. Conviene matizar, asimismo, el epíteto de humorístico, porque el marbete ha quedado rebajado de dignidad con el transcurrir del tiempo.

Autor prolífico del que, significativamente, no se reedita prácticamente nada (como sintomático resulta el que no se haga la menor mención a su asesinato a lo largo de todo el estudio crítico), Muñoz Seca sabía, empero, que para hacer reír era muy necesario disponer, no ya de gracejo, ese esquivo talento connatural, sino de un buen poso cultural (lo que podríamos llamar un buen fondo de librería), contrariamente a lo que se practica o se ha convertido en habitual (naturalmente, me refiero a un humor tan socarrón y costumbrista como culto y ocurrente, no coyuntural y zafio). Por algo califica Muñoz Seca La venganza de don Mendo de caricatura de tragedia, por medio de un subtítulo, sabedor de que lo caricaturesco puede presentarse ante el público con una nobleza y dignidad mayores que la de la mera burla.

El astracán es, por lo tanto, un estilo anti convencional, pero no asocial u ofensivo. Sorprende continuamente merced a su mirada aguda y desprejuiciada, por lo que resulta más orgánico de lo que a simple vista parece. Yo diría, matizando a García Castañeda en su introducción para Cátedra (Letras hispánicas, 1984-2002), que más que supeditarse la acción, las situaciones y los personajes al aspecto humorístico o chistoso, estos se instalan en él confortablemente, y más que retorcerse el lenguaje, este enriquece su semántica, ofreciendo, como por otra parte recoge Castañeda al hacerle un hueco a un testimonio del igualmente reivindicable Francisco García Pavón (1919-1989), todo un antecedente del tan traído y llevado teatro del absurdo. No debemos olvidar que, hecha la ley, casi siempre va pareja la trampa.

Y diré más (con el debido permiso). Ha interesado decir, y no quiero perpetuar nombres, que el tipo de teatro que nos ocupa era de fácil elaboración y superficial acogida (en cualquier caso, animo a cualquiera a que componga su propia obra, a ver cuán fácil es). En concreto, me refiero a los que dictaminan (más que piensan: cada uno puede pensar lo que le venga en gana), que el teatro ha de responder con exclusividad a un determinado proyecto ideológico o plan reivindicativo cuasi divino, pues considera que el público es por naturaleza tonto de remate y no se entera de nada (es decir, que pierde toda su respetabilidad). Pues bien, es ante estas coacciones que debe tomar partido el estudiante (si le dejan) o el buen aficionado.

Cariñosa parodia (en cualquier caso, culta) del modernismo y el romanticismo, la acción de La venganza de don Mendo transcurre en el siglo XII (un siglo XII paralelo pero plausible), durante el reinado de Alfonso VII de Castilla (1105-1157), convertido en un personaje más de la obra.

Ilustración de Antonio Mingote
Pues bien, sucede que Don Nuño Manso de Jarama tiene una hija algo casquivana, llamada Magdalena. Un personaje que casi podríamos entender en clave de mujer fatal, pues antepone su salvaguardia por encima de todo y todos, jugando, no ya con la honra (estamos de facto en siglo XX), sino con la ética y el honor de los demás personajes, y hasta con el concepto de verdad.

El caso es que Magdalena mantiene amores con su prometido, el privado del rey don Pero Collado, duque de Toro (la coña no puede estar más clara), además de con otro noble venido a menos en lo económico, que es don Mendo Salazar, marqués de Cabra (lo mismo). Por las triquiñuelas de Magdalena que, en paráfrasis, tiene relaciones hasta con el apuntador, don Mendo es finalmente encarcelado, burlado y vilipendiado, aunque este no se apercibe del todo hasta que ya es demasiado tarde, dada su condición de personaje noble (en el más amplio sentido) y, para colmo, romántico. En tal tesitura de héroe enamorado e invariablemente decepcionado, don Mendo recibe en prisión la gratificante visita de su leal amigo el marqués de Mocada, que le pone al corriente de los últimos acontecimientos. Atractivo, educado y bien vestido (a pesar de las encarnaciones de que ha sido objeto), don Mendo sí cree en el honor. Mancillado este, tratará de tomarse la revancha en la cuarta y última jornada de la obra.

La dislocación de los personajes se traslada al propio lenguaje, acuciado por modismos, giros lingüísticos, homofonías, anacronismos, sinónimos, juegos de palabras, aliteraciones, enumeraciones y hasta anáforas. Pasajes inolvidables, que ya forman parte de la cultura española, jalonan la excelente obra. Tales como el del juego de naipes de las siete y media (jornada primera), o el relato de la caza de aves con farol (jornada segunda). Al tiempo que la decepción del maltrecho héroe se plasma en los versos Don Mendo queda aquí sepultado / ya no soy el que era (II). Incluso hay en la trama espacio para el componente mágico, nada ajeno al paisaje romántico, a través del conjuro sobrenatural de la mora Azofaifa, que literalmente, hace hablar a los muertos (IV).

Representación de la obra
Antes de converger los protagonistas en la llamada Cueva de Algodor, en las cercanías de León, don Mendo se ha transformado en el trovador Renato (III), desatando de nuevo todas las pasiones. Como resultado, en la cueva se organiza la de San Quintín, con la diferencia de que el único monumento erigido en recuerdo es una ristra de muertos (aparte del alborozo que nos brinda el genial relato).

En definitiva, lo que Pedro Muñoz Seca parodia es la vida, incluyendo entre sus personajes a unos reyes involucrados en amoríos y despotismos (¡mera ficción esta parte, por supuesto!). Así, lo que algunos tildan de ridiculización es, de hecho, una lúcida re-visión que se hace extensiva a todos los géneros literarios. En el ejemplo que nos ocupa, el comediógrafo, responsable asimismo de la excelente El verdugo de Sevilla (1916), nos coloca frente a un espejo. Pero lo hace sin acritud o cínicas poses vanguardistas, porque entiende que lo clásico sigue siendo lo más moderno, como siempre ha demostrado el necesario paso del tiempo.

Escrito por Javier C. Aguilera


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