Cuando reseñé Kubo y las dos cuerdas mágicas (Travis Knight, 2016), comenté que creo que al ser humano le gustan las historias, sobre todo las bien contadas, algo que se refleja en La princesa prometida (Rob Reiner, 1987). La envoltura en la que se encuadra la historia principal es la de un niño enfermo al que visita su abuelo para contarle un viejo cuento que ya le narraba a su padre cuando también era pequeño. Pese a la reticencia del nieto, que cumple con los estereotipos, la historia de aventuras y amor le acabará por atraer irremediablemente, y con él, muchos de los espectadores que han disfrutado de esta película.
El encargado de trasladar a la pantalla la novela homónima de William Goldman (1931) fue Rob Reiner (1947) tras los intentos por hacerse con los derechos por parte de diversos directores, entre los que se cuentan François Truffaut (1932-1984) y Robert Redford (1936). Reiner triunfó en la segunda mitad de los ochenta y principios de los noventa con un tipo de cine cercano, con películas como la juvenil Cuenta conmigo (1986), la comedia romántica Cuando Harry encontró a Sally (1989) o el drama judicial Algunos hombres buenos (1992).
Lo primero que debemos tener en cuenta de La princesa prometida es que estamos ante un doble escenario. El que encuadra la narración, que ya hemos mencionado, donde se desarrolla sucintamente la relación entre abuelo (Peter Falk) y nieto (Fred Savage), mostrando también el cambio que sufre el niño al conectar con este cuento y también la muestra de los distintos tipos de amor que existen. En este encuadre, encontraremos momentos de interrupción durante la trama fantasiosa, como sucediera en La historia interminable (Wolfgang Petersen, 1984) con las vicisitudes de la lectura de Bastian en el altillo de su colegio, para mostrar las quejas, las peticiones o la sorpresa del nieto, generalmente de carácter cómico y en ocasiones con las voces en off.
El encargado de trasladar a la pantalla la novela homónima de William Goldman (1931) fue Rob Reiner (1947) tras los intentos por hacerse con los derechos por parte de diversos directores, entre los que se cuentan François Truffaut (1932-1984) y Robert Redford (1936). Reiner triunfó en la segunda mitad de los ochenta y principios de los noventa con un tipo de cine cercano, con películas como la juvenil Cuenta conmigo (1986), la comedia romántica Cuando Harry encontró a Sally (1989) o el drama judicial Algunos hombres buenos (1992).
Lo primero que debemos tener en cuenta de La princesa prometida es que estamos ante un doble escenario. El que encuadra la narración, que ya hemos mencionado, donde se desarrolla sucintamente la relación entre abuelo (Peter Falk) y nieto (Fred Savage), mostrando también el cambio que sufre el niño al conectar con este cuento y también la muestra de los distintos tipos de amor que existen. En este encuadre, encontraremos momentos de interrupción durante la trama fantasiosa, como sucediera en La historia interminable (Wolfgang Petersen, 1984) con las vicisitudes de la lectura de Bastian en el altillo de su colegio, para mostrar las quejas, las peticiones o la sorpresa del nieto, generalmente de carácter cómico y en ocasiones con las voces en off.
El segundo escenario es la propia narración del abuelo, es decir, el cuento de La princesa prometida y principal historia de la película. Nos encontramos ante un cuento de hadas de aventuras y romance distribuido en una breve introducción y dos partes diferenciadas en los que destaca el tono paródico y absurdo de sus personajes y diálogos. En los antecedentes del cuento se nos narra, cual novela pastoril, la conexión romántica entre la hermosa dama Buttercup (Robin Wright Penn) y el atento mozo Westley (Cary Elwes), que finalizará cuando él se marche para hacer fortuna y sea dado por muerto tras haber sufrido el abordaje del pirata Roberts. Tras cinco años, daría comienzo la primera parte de este cuento, en el que el príncipe de Florín, Humperdinck (Chris Sarandon), ha conseguido que Buttercup ceda a casarse con él. No obstante, será raptada por tres personajes variopintos: el honorable espadachín español Iñigo Montoya (Mandy Patinkin), el gigante fortachón Fezzik (André el Gigante) y el astuto siciliano Vizzini (Wallace Shawn), quienes pretenden, siguiendo la orden indicada, asesinarla para provocar la guerra entre los reinos de Florin y Guilder. Tras ellos va un misterioso enmascarado dispuesto a conseguir a la princesa. La segunda parte, en la que no nos extenderemos para no destripar la trama, corresponde al rescate de la princesa, desenmascarando a los auténticos villanos y permitiendo que cada personaje halle su lugar correspondiente en el mundo.
Una vez ubicados, podríamos plantearnos qué hace especial a esta película, considerada casi de culto. Lo cierto es que no pasa por ser un ejemplo más del tipo de cine familiar que se hacía en los ochenta y que tanto ha calado en las últimas generaciones de espectadores. Pese a su encanto nostálgico, que será más fuerte en aquellos que la visionaran en su infancia, no estamos anta una obra brillante, aunque sí ante una buena mezcla de elementos. Por una parte, se desenvuelve bien con los elementos clásicos del cuento, incluyendo rasgos que proceden de elementos medievales, como el amor cortés, y hasta mitológicos, con las pruebas que el héroe debe superar para encontrar a su amada, que incluyen la destreza con la espada, la fuerza física y el ingenio, siempre mostrando honorabilidad y valor frente a la malicia y a la cobardía de los villanos. Pero, además, logra autoparodiar al género, complaciendo a todos los que disfruten de estas historias y, a la vez, a los que ya no se interesan por ellas. Es decir, nos cuenta una historia de amor idealizado y eterno mientras que uno de sus personajes es capaz de equiparar este sentimiento con un bocadillo, por situar un ejemplo.
Pero por otra parte, no resulta convincente. Juega al humor absurdo, pero no llega al nivel de los Monty Python en, por ejemplo, Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (Terry Gilliam, 1975), del que no cabe duda toma algunos elementos, como el sketche en el que se desmiembra al caballero negro, suavizado en esta ocasión. Y en la parte paródica, aunque logra llegar a ambos extremos, tanto de la ternura como en la burla, queda ensombrecida por otros intentos más ricos en este sentido, como la gamberra Shrek (Vicky Jenson y Andrew Adamson, 2001). Cabría destacar que pese a que podemos encuadrarlo junto a películas como la ya mencionada La historia interminable o Dentro del laberinto (Jim Henson, 1986), tanto por época como por género, su decorado resulta evidente cartón-piedra, con unos efectos cuya presencia salta a la vista y puede sacar de la trama, como sucede con el falso gigante que arde, que pretende ser el actor André el Gigante con un cambio de planos bastante mal realizado.
En resumen, La princesa prometida es más una obra de nostalgia que una película contundente, aunque logra asentarse en dos extremos dispares para conquistar a dos clases bien diferentes de espectadores. De ahí que muchos la recuerden con una especial conexión personal, aunque no convenza a quienes busquen algo más.
Escrito por Luis J. del Castillo
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