El autocine (XXX): La máscara de la muerte roja, de Roger Corman

16 octubre, 2016

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Vivir; tal vez soñar. Pero, ¿de qué forma? Para los habitantes de una aldea de Catania, en Sicilia, no es una pregunta irrelevante. Mientras la población padece de hambruna y de unas abusivas gabelas, el señor de los contornos, el príncipe Próspero (un genial Vincent Price), aplica la injusticia con mano férrea mientras hace ostensión de todos sus privilegios, fortuna y caprichos en su castillo.

Pero existe un factor al que Próspero no se puede sustraer pese a todo su poder e influencia: la Muerte. En la Edad Media, periodo en el que se sitúa la acción, de acuerdo con el original de Edgar Allan Poe (1809-1849), la Parca era sinónimo de descanso de penurias y calamidades terrenas, así como la promesa de otra forma de vida para unos o el castigo ante la desobediencia para otros (un destino mucho peor, ya que conllevaba la condenación del alma). Se la solía representar simbólicamente por medio de las llamadas danzas macabras; concretamente, mediante un esqueleto o una figura enjuta que empuñaba una guadaña, ya fuera en vigilia o durante el sueño. Pues bien, siguiendo la estela bergmaniana propuesta por El Séptimo Sello (AB Svensk Filmindustri, 1957), el realizador Roger Corman (1926) aplica dichos fundamentos para llevar tan depravadas aguas a su espléndido molino.

Pero el día de la liberación se acerca, tal y como asegura un personaje desconocido a una de las ancianas de la aldea, de forma profética. Aunque nada parezca suavizarse hasta alcanzarlo. Por ello, como contraste a la aspereza argumental, Corman proporciona a su puesta en escena un clasicismo formal por medio de elegantes desplazamientos con la cámara, como el travelling circular de Próspero en el salón de su fortaleza, ante sus invitados, o el lateral que muestra a su acólita Juliana (Hazel Court) atravesando las estancias de colores del castill, tras su ritual sacrificial (una mera pose antes de que sobrevenga el definitivo). O también, a través de los recurrentes aunque inquietantes planos “imposibles”, tras el péndulo de un mecanismo de relojería o el fuego de una chimenea, así como el que expone a lady Juliana en picado, en su referida invocación al demonio; en puridad, todo un contraplano en su particular cara a cara con Lucifer.


Es la fiesta anual de la nobleza, en la que Próspero agasaja y martiriza a sus invitados -más que amigos-. Pero este año puede ofrecerles un condimento más. Junto a las crueles burlas de costumbre, no solo practicadas por él (casi se diría que impregnadas en los muros del castillo, como el propio Próspero refiere al hablar de sus antepasados), se añade su vínculo con Satán, por el cual pretende retener a todos los asistentes. No en vano, el aspirante a príncipe de las tinieblas los incita a actuar de acuerdo con su naturaleza. Hasta el punto de hacerles escoger entre la vileza de la depravación y la muerte roja que hace estragos en el exterior. Es su pacto con el ángel caído el que los protege estando bajo el techo del señor del castillo.

La apenas velada concupiscencia dirigida hacia la bailarina infantil Esmeralda (Verina Greenlaw) testimonia y da (mala) fe del nivel de degradación que, desde el Poder, teocrático en Próspero, este transmite a sus subordinados, sean nobles o plebeyos. Una tendencia al sadismo cuya respuesta Próspero cree que ha de hallarse en lo más remoto de su psiquismo, como una malformación genética aberrante. De este modo, las personas son para el anfitrión como sujetos de experimentación. En el colmo de su perversión, se queja de la desesperanza y el dolor que afligen al mundo, pero no hace nada por remediarlos, sino que los incrementa tomándolos como justificación.

Como se suele decir, el mal se palpa, de modo que cuando Próspero pide a la joven Francesca (Jane Asher) que se deshaga de la cruz que lleva al cuello, esta accede, precisamente para no mancillarla. Al final, Francesca será el único personaje que comprenda que los muros de la ciudadela no hacen la seguridad.


Es interesante la duplicidad de significados respecto a la Muerte. Por un lado, ésta se desvela personificada, como en Bergman (1918-2007), aunque escindida en múltiples cometidos y territorios (como se averiguará al final del relato). Pero además, la Muerte se presenta bajo los atributos de la máscara, haciéndose polifacética. ¿Es suya dicha máscara o una careta que le permite ocultar su rostro? ¿Acaso posee un rostro, o varios? ¿A qué responde la naturaleza de la Muerte? En un momento de la película se le atribuye la de un hombre sabio. Siendo así, no es su esencia el ser un ente vengador carente de sentimientos (aunque su humanidad a veces la muestre impasible).

La anciana a la que se ha vaticinado que el día de la liberación de su pueblo está próximo es tanto portavoz de la buena nueva como portadora del mal de la muerte roja, una de las muchas variantes de la peste (existen otros colores, otras muertes). Todo lo cual, se solapa con la propia mascarada del baile propuesto por Próspero. ¿Por qué, finalmente, muestra este señor feudal miedo ante su suerte, si como le recuerda la Muerte misma, ya hace muchos años que murió su alma? La respuesta es que, aún a sabiendas de su existencia, Próspero termina por averiguar que la Muerte no tiene dueño, y que Satán no gobierna solo. Por lo tanto, que este no posee la última palabra, en tanto que cada hombre crea su propio infierno.


De este modo, la Muerte, o las distintas muertes, no se contemplan de forma maniquea como la personificación del mal que representa Próspero. Ese cometido recae directamente en el príncipe y en su libre albedrío. En este sentido, las muertes de La máscara de la muerte roja llevan, como ellas mismas dicen, el reposo a los cansados protagonistas. Agotados, unos de su opresión, otros de sus tinieblas de terciopelo.

De hecho, estas ayudan al lugareño Gino (David Weston) a escapar de la crueldad de Próspero. Anteriormente, Corman ha mostrado al voluntarioso joven tratando de apartar de los muros del castillo a una niña, ante su destino aciago dentro de los mismos. El acto de “piedad” de Próspero al proceder a salvarla, es en realidad otra refinada representación de su malicia, al preservarla para sí.

Así lo muestra Roger Corman por medio de una perversa geometría y una calculadora psicología. Realización, edición (Ann Chegwidden [1921-2007]), música (David Lee [-]), fotografía (Nicolas Roeg [1928]), interpretación, argumento (Charles Beaumont [1929-1967] y R. Wright Campbell [1927-2000]), decoración (Daniel Haller [1926])… se conjugan admirablemente en la culminación del ciclo Corman y Poe, en el que se invierte el orden cultural establecido. Aquí, el pueblo iletrado actúa con sufrida abnegación, y el letrado, con insufrible vanagloria.

Escrito por Javier C. Aguilera


2 comentarios :

  1. por dios!somos fanaticas de vincent y hemos visto todas las peliculas de mc cormack,un genio. gracias por tu entrada y gracias por vincent, un placer.

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  2. Gracias a vosotras por seguirnos. Un saludo.

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