Dos cosas quedan de manifiesto al comienzo de El síndrome de China (The China Syndrome, Columbia Pictures, 1978; estrenada al año siguiente). Que ante los inevitables desbarajustes y cambios de última hora, la presentadora de televisión Kimberly Wells (Jane Fonda) es una profesional, y que, pese a todo, no encuentra su lugar en la red de televisión para la que trabaja. Ante la cámara, Kimberly resulta resolutiva y convincente. Fuera de antena, solventa cada incidencia, o el hecho de tener que dar cuenta de una notica chusca, como buenamente puede.
El siguiente cometido de Kimberly la lleva, junto a su equipo de grabación y edición, conformado por Richard (Michael Douglas) y Héctor (Daniel Valdez), hasta la noticia que su carrera andaba necesitando; esto es, hasta la central nuclear de Ventana, una población inventada pero transferible, al sur de California.
El reportaje forma parte de su serie documental La energía en California. Las explicaciones técnicas corren a cargo de William Gibson (James Hampton), el Relaciones Públicas de la compañía. También les son presentados Herman (Scott Brady), supervisor de la planta, y por interfono, Jack Godell (Jack Lemmon), encargado del centro de mandos de la central.
Cuando se produce un incidente, estando el equipo de televisión presente, también queda demostrado que el proceder de Godell es experimentado e íntegro. En este sentido, ambos protagonistas están conectados.
En efecto, frente a la sala de control, los visitantes son testigos de un hecho que captan con las cámaras, aunque tal cosa no está permitida, siendo este un apunte sobre libertad -y oportunidad- de información esgrimido por la película. Godell observa, en un plano-contraplano aislado del resto, pero que podemos considerar el “núcleo” de la trama, o cuando menos de toda la secuencia, un temblor en el líquido de una taza de café. El episodio, tal y como queda constatado, es consecuencia de un disparo en la turbina del generador, agravado por el mal funcionamiento de un relé indicador defectuoso (del circuito de dicho generador). Pero Godell no puede olvidar esa extraña vibración. Ni obviarla. No en vano, han estado a las puertas de una potencial catástrofe, que deja al descubierto los peligros de una instalación cuya seguridad es defectuosa, debido a la falta de control en el mantenimiento. La vibración advierte de una inseguridad muy real.
Lo cual implica una decisión arriesgada por parte de Jack. Una ya tuvo lugar durante la emergencia: disminuir la presión del núcleo. Otra, será actuar extra oficialmente, en lugar de permanecer callado.
Por supuesto que los gerifaltes se ponen manos a la obra para que las dudas e investigaciones de Jack no se traduzcan en días de parón; consecuentemente, en pérdida de ingresos.
Siempre hay una víctima inocente, incluso cuando la verdad sale a relucir: el citado acceso a la información, lo primero que trata siempre de impedirse (aquí, de forma literal). Finalmente, esta se solapa con anuncios de detergentes o electrodomésticos (que entiendo no tienen la culpa), para pasar casi al olvido. De tal modo, se aborda la cuestión de si es conveniente difundir una noticia aún por contrastar, en unos momentos en que la controversia sobre el uso de la energía nuclear era especialmente álgida. Sobre todo, respecto a los residuos nucleares. En la película, esto coincide con el hecho de que otra central está esperando la resolución de su licencia. Todo está regulado por el Comité de la Regulación Nuclear, o CNR. A la que se contrapone la figura del siniestro Presidente del Consejo de Administración de la central, Evan McCormack (Richard Herd).
Personalmente, lo que más miedo creo que da es la cobardía que demuestran los compañeros de Jack Godell, una vez ha entrado en máquinas la disciplina de partido de la empresa (algo parecido al corporativismo académico y mediático que trata de justificar los plagios, mientras los estudiantes se esfuerzan para que no les falte al citar ni media coma). A lo que se suma el comprensible miedo a perder los puestos de trabajo. Ted Spinler (el estupendo Wilford Brimley, por otra parte) ya apunta maneras cuando Kimberly Wells visita el bar donde se reúnen los trabajadores de la fábrica, inhibiéndose de la conversación que mantiene con Jack. Estos colegas serán capaces de traicionar el sentido común (dos veces le preguntan a Jack si está borracho), o de consentir el expuesto simulacro de una parada del sistema.
Los de la cadena no se quedan atrás. Están más preocupados por la nueva imagen de Kimberly y su flamante pelo rojizo, que por el libre derecho a la información en un canal que trata de abrirse camino. No la dejan hacer periodismo de investigación porque ya está encasillada en otro tipo de noticias. Pese a lo tópico de la imagen, la sensación general es que los adultos son como niños jugando con fuego. Poco menos que unos irresponsables (algo que algunos creíamos que se remediaba con la edad).
Argumentalmente, El síndrome de China es un buen thriller. Puede que de forma algo forzada o interesada, pero como llamada de atención, a un nivel dramático, funciona. Por lo que, pese a darse un suceso en directo, como sucede hoy con la inmediatez de las redes, la imagen no está exenta de ser manipulada, o como se suele decir, matizada. Quizá sea este el tema motor de toda la película, ya que, al igual que los peligros de la energía nuclear (poco antes del accidente de Harrisburg, Pensilvania, en 1979), es algo que afecta a cada uno de los personajes.
Cierta madurez también alcanza a Kimberly, algo trabada en su dinámica hasta que toma aliento final. Es un proceso muy humano, contenidamente heroico. Al fin y al cabo, la presentadora ha pasado de anunciar noticias pedestres aunque simpáticas, a verse envuelta en otra de posible calado internacional. Una inicial “indefinición” que el realizador James Bridges (1936-1993) se ha tomado la molestia de reflejar incluso en su vivienda, repleta de cajas y a medio hacer.
Por otra parte, es inquietante constatar cómo uno nunca puede saber cuándo ha dejado una taza de café sin tomar, sobre una mesa, por última vez.
Las pesquisas particulares de Jack, ante la dejación de funciones -o habrá que decir de competencias- de los técnicos superiores, lo llevan a descubrir una fuga en la junta de la bomba de regulación. También Richard ha emprendido una investigación en paralelo, con las imágenes obtenidas. La estación puede ser un factible peligro, fundirse el núcleo y, literalmente, llegar hasta China (las antípodas). La confirmación de esta amenaza la obtiene Jack al conocer al contratista D. B. Royce (Paul Larson), que ha falsificado los informes de seguridad de la estructura que soporta dicha bomba. Una cadena de errores, si no atómica, que sí puede desembocar en esta. A partir de ahí, Jack se verá acosado, lo que incide en el profundo asco hacia quienes, amprándose en la umbría de los medios y el poder, pisotean la libertad del individuo. Los amigos apenas existen para Jack fuera de este ámbito; si bien, aunque en un principio, a Kimberly y Richard les interesa únicamente la divulgación de la notica, pronto se involucrarán con la persona.
Escrita por Mike Gray (1935-2013), T. S. Cook (1947-2013), y el propio Bridges, uno de los guionistas de Cazador blanco, corazón negro (White Hunter, Black Heart, Clint Eastwood, 1990), y responsable de la escritura de la notable Colossus, el proyecto prohibido (Colossus, the Forbin Project, Joseph Sargent, 1970), podríamos destacar, además de lo dicho, el suspense que despliegan las imágenes de un Jack Godell tratando de alcanzar la emisora de televisión, donde trata de ofrecer su declaración a los medios. Habrá un cambio de planes por el que, la sala de mandos de la central volverá a convertirse en un plató a la fuerza. Un acto desesperado de ser honesto, que por desgracia siembra la duda: la cuestionada credibilidad de la imagen se plasma en el desenfocado doble filo de la resolución. Algo a lo que Kimberly sabrá hacer frente, en última instancia.
Como nota curiosa, salvo la canción de Stephen Bishop (1951) con que se acompañan los títulos de crédito, Somewhere in Between, la película carece de partitura, dejando al margen algún que otro acompañamiento incidental (las entradillas de un telediario, unos comerciales o las tonadas que se escuchan en un bar). Pese a todo, una composición debida al estimulante Michael Small (1939-2003) se tuvo en consideración, puesto que yo mismo dispongo de una grabación (en Intrada, vol. 110, 2009), de la que pudo haber sido la banda sonora de la película. La decisión de no incluirla, en cualquier caso, no parece desacertada, ¡aunque nos encanta la partitura! La fotografía corrió a cargo de James Crabe (1931-1989), firmante de la estupenda Karate Kid (Íd., John G. Avildsen, 1984).
Escrito por Javier Comino Aguilera
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