La trama de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, E.N.I.-P.D.S., 1948) es sencilla, pero sus implicaciones y el contexto en que se desarrolla complejos. Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani) ha conseguido un puesto de trabajo como fijador de carteles, en la Roma de posguerra. Sin embargo, para poder llevar a cabo esta labor, se hace imprescindible el disponer de su bicicleta. Cuando le es robada, emprende un desesperado recorrido con objeto de recuperarla, en compañía de su hijo Bruno (Enzo Staiola).
Puede decirse que la bicicleta es para Antonio su modo de ganarse la vida además de un medio de transporte. En suma, una extensión de sí mismo. Antes de hacerse con ella, por primera vez, ha debido desempeñarla, con gran sacrificio para la familia; en concreto, de su esposa María (Lianella Carell), un personaje que, de forma significativa (aparte los avatares del proceso de montaje), acaba desapareciendo del argumento, que acontece en un solo día. De hecho, parece que se va difuminando al tiempo que lo hace la propia imagen de la bicicleta, convertida ya en el símbolo de sus esperanzas puestas en un vago futuro.
Si proseguimos con esta analogía, resultan abrumadoras las imágenes de todo un mercado de bicicletas -de ilusiones-, sobre el que cae un no menos simbólico chaparrón, y que confiere de mayor sentido al título original de la película, el plural Ladrones de bicicletas.
El caso es que, dispongan o no de tales vehículos, muchas de las personas retratadas parecen ir continuamente apresuradas, o un su defecto, vegetar. Como le sucede a Antonio, cuyo tiempo vital se ha detenido, una vez que le ha sido arrebatada su bicicleta.
Un contraste que se escenifica tanto en la urbe romana como en sus materiales y metafóricos arrabales; en concreto, en una barriada lindante con un descampado, donde incluso es necesario agenciarse -como las bicicletas- el agua, a base de transportar varios cubos a los destartalados departamentos. Como refería, el realizador y productor Vittorio de Sica (1901-1974) constata este drama a tiempo (casi) real, comprimiendo el periodo de acción de manera efectiva.
En uno de los mencionados edificios, ya en plena ciudad, vive una adivina (Ida Bracci Dorati), mezcla de confesora, santera y filósofa de la vida. A las preguntas que le formulan, contesta con acertijos propios de una ancestral pitonisa, siendo igual de importante el matiz por el cual cobra sus servicios de una forma directa (los sanadores más honestos no lo hacen, aunque sí admitan presentes a modo de agradecimiento). Esta característica dibuja perfectamente al personaje y a las gentes que acuden avisitarlo. Para Antonio, el encuentro con la adivina certificará la diferencia entre tener una ilusión y no tenerla. La disparidad es grande y, en puridad, define el espíritu del neorrealismo.
De este modo, el cine se convierte en el espejo más fiel posible de una realidad misérrima, que atañe no solo a lo material, sino también a lo espiritual (esto es, a la condición del ser humano, en lo bueno y en lo malo). Un procedimiento que retrata la soledad de las personas en el conjunto de una gran metrópoli y que, por lo tanto, no reduce su alcance a la negra imagen de una sociedad determinada, en este caso, la italiana inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Al mismo tiempo, hay que hacer notar que De Sica no sacrifica la puesta en escena o la técnica cinematográfica (del montaje o la planificación), por el hecho de que su historia acontezca y se filme a pie de calle, tomando la urbe como decorado principal, o a causa de que los protagonistas sean interpretados por actores “no profesionales”.
Es por eso que los figurantes resultan ser la propia gente que deambula por la ciudad. Ellos representan, dentro del relato, la indiferencia del colectivo, se pertenezca a la clase social que se pertenezca. Forman el cansino fluir de una amalgama, pues la película retrata un drama individualizado, pero con implicaciones y repercusiones grupales. Un estado de ánimo que parece partir de la multitud, y que se focaliza en la impartición de doctrina y consignas a lo largo de una reunión sindical, o durante el premioso ensayo de un número de variedades. Más aún, el director, con la anuencia de sus guionistas, no escatima la torcedura e intimidación de los vecinos y “buenas gentes” que acaban por proteger al ladrón, Rafael Catelli (Alfredo en el original; Vittorio Antonucci), en un corporativismo chulesco y populachero, siempre sujeto a diatribas prefabricadas; lo que incluye a la madre del rapaz (Emma Druetti).
Pese a que Antonio recibe la particularizada ayuda de algunos conocidos, como el basurero Baiocco (Gino Saltamerenda), queda al arbitrio funcionarial y ético de sus semejantes. En este sentido, el realizador sabe dosificar el suspense que se crea tras la pista de la bicicleta.Finalmente, Antonio culmina el aciago día, perdido literalmente entre una masa que, en lugar de arroparlo, lo extraña. Algo de lo que, en mi opinión, no lo libra ni la incómoda -en ese momento- presencia de su hijo, que ya ha experimentado la voluble impartición de esperanza y caridad. Una brutal toma de conciencia que, como antes hacía notar, se puede hacer extensible a otros espacios y épocas.
Pese a todo, Ladrón de bicicletas es más una película moral que de tesis; todo un logro que la distingue de otras producciones más cercadas por la ideología política y el oportunismo coyuntural.
Auténtico cine de la incomunicación, Ladrón de bicicletas fue escrita por Vittorio de Sica, Cesare Zavattini (1902-1989) y Suso Cecchi D’Amico (1914-2010), entre otros colaboradores, tomando como referencia el relato largo Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1946; Plaza, 1958; Sajalín, 2009), del novelista, poeta, grabador y pintor Luigi Bartolini (1892-1963). Una emotiva música de Alessandro Cicognini (1906-1995) y la fotografía de Carlo Montuori (1885-1968), completan esta visión trágica y nublada de la naturaleza humana, más allá de la fecha de realización de la película. En ella resulta fácil detectar el germen de posteriores realizaciones como Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956), El pisito (Marco Ferreri, 1959), o Plácido (Luis Gª. Berlanga, 1961), con esa dama de la misericordia (Elena Altieri) que asoma con indolencia su precipitada dádiva.
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