Tal vez sea cierto eso de que no es bueno que el hombre esté solo, pero a veces no hay más remedio. El coronel Dan McReady (Adam West), y su compañero, el comandante y piloto Christopher Draper (Paul Mantee), tienen por destino el Santo Grial de nuestro sistema solar, el planeta Marte, en Robinson Crusoe en Marte (Robinson Crusoe on Mars, Paramount, 1964). No obstante, aunque los dos logran alcanzar su superficie, solo uno de ellos se convertirá en el nuevo y legendario colonizador del planeta, como el propio título nos indica.
Dan y Christopher disponen de todas las comodidades posibles a bordo de su cohete; entre otras cosas, ¡comida por un tubo! Sin embargo, esta condición va a sufrir un giro drástico cuando algo sale mal en la aproximación al planeta: al tratar de esquivar un meteorito, cambiando de rumbo para evitar la colisión, los tripulantes se quedan sin combustible. Ambos se ven en la necesidad de abandonar la cápsula, aunque por separado, y no al mismo tiempo, con lo que cada uno se precipita en un lugar distinto del planeta. Un Marte que presenta un aspecto sulfuroso y recalentado, diríamos que cercano a una fase previa a su desertización actual, con unas traicioneras y errabundas llamaradas que, significativamente, parecen tener vida propia. Estas son el producto de un fogoso y combustible pedernal.
El entorno marciano también cuenta con una atmósfera portadora de oxigeno; trabajosamente respirable, pero a la que se puede uno habituar, y que explica los misteriosos sonidos que produce el aire. Algo que, a su vez, da ocasión a unos vistosos efectos, muy parecidos a las auroras boreales. En cualquier caso, no importa lo toscos y voluminosos que sean los mecanismos con los que cuenta nuestro protagonista, ya que sobresale en la película el deseo de crear una confortable apariencia de verosimilitud.
Una radiación asequible completa este marco ficticio, pero con afán realista, en el que es posible la supervivencia. Cual náufrago clásico y pertinaz, Christopher Draper (Cristóbal por nombre y Robinson por epíteto), hará frente a las dificultades, tal y como fueron imaginadas en el guion de Ib Melchior (1917-2015) y John C. Higgins (1908-1995), siempre con la novela Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) en mente.
No solo habrá de enfrentarse Christopher a los problemas de adaptabilidad, sino además a unos meteoros algo díscolos, y a la amenaza de unas naves extraterrestres que actúan como cancerberos de la galaxia. Un acierto es que no se determina la procedencia de dichas naves, o la naturaleza de sus ocupantes. En todos los sentidos, la película sabe mantener el suspense; incluso respecto al paradero del compañero espacial de Draper, en un primer momento. En tanto lo averigua, el avezado explorador busca refugio en una acogedora gruta, donde puede proveerse de cobijo y alimento. La realización del experimentado Byron Haskin (1899-1984) procura unos expresivos planos generales, que muestran a Christopher llegando hasta la cápsula de su amigo Dan, después de haber atravesado y escalado parte de la orografía desértica.
Progresivamente habituado al oxigeno marciano, el protagonista se reencuentra con la mascota de la misión, un primate al que llaman Mona. Poco después. Christopher averigua que el responsable de la liberación del oxígeno es el calor, en lo que es otro efecto maravilloso que permite la plena habitabilidad de la cueva.
Pero Christopher no solo ha de racionar la comida, también el tiempo destinado a dormir (aunque se supone que respetando los necesarios periodos de sueño, que como sabemos, son esenciales para la subsistencia). Al menos, así será hasta que el humanoide Viernes (Victor Lundin) entra en escena y le proporciona otro remedio. La localización del agua es asimismo ingeniosa. Se logra por el sencillo método de dar algo de sal a Mona, para que revele el escondrijo del líquido subterráneo; exactamente igual que los bosquimanos hacían en la inolvidable Los animales son gente maravillosa (Beautiful People, Jaime Uys, 1974).
Viernes es un esclavo evadido de los extraterrestres. Junto a su nuevo amigo, acomete el descubrimiento de unas ruinas, en una de las escenas más sugerentes de la película. Poco antes, el propio Christopher ha hallado los restos de un fósil; testimonio polvoriento de otro fugitivo o de un antiguo habitante del planeta.
Por otra parte, no puedo resistirme a señalar el hecho de que cuando Christopher trata de enseñarle a Viernes el idioma inglés, el otro le contesta en su propia lengua. Hasta que ambos se ponen de acuerdo (quiero pensar que echando mano de la más simple y sincrética forma para poder entenderse).
Ingeniosa y colorista, Robinson Crusoe en Marte nos muestra al primer marciano en el planeta durante largo tiempo. O tal vez al único que ha tenido. De hecho, no es solo Daniel Defoe (1660-1731) quien alienta el relato, este es igualmente orbitado por Ray Bradbury (1920-2012), con su apreciación final de los habitantes de Marte en Crónicas marcianas (The Martian Chronicles, 1950).
Unos imaginativos y evocadores paisajes dan vida al planeta (la filmación tuvo lugar en el socorrido desierto californiano), y son puestos en valor por la realización del mencionado Byron Haskin, y la fotografía del no menos versátil Winton C. Hoch (1905-1979). La música también juega un papel importante en la película, porque dibuja de forma admirable el ambiente y el proceso psicológico que acompañan a Christopher Draper a lo largo de su aventura. No en vano, se trata de una espléndida partitura a cargo de Nathan Van Cleave (1910-1970), que en todo momento sabe transmitir la soledad y el descubrimiento de este nuevo mundo, de manera afectuosa y emocionalmente descriptiva (una buena edición la hallamos en FSM: Silver Age Classic, 2011). En definitiva, Robinson Crusoe en Marte es una de esas películas estupendas que permiten el desarrollo de la fantasía, único asidero civilizado del hombre contemporáneo.
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