Muchas veces, la ley y quiénes la detentan han procedido -y proceden- en forma contraria a la misma, poniendo una colectivizada razón de estado -o de ayuntamiento- al servicio de aquellos que desean expropiar al individuo sin demasiados escrúpulos (ya saben, la conocida isla griega…). Aumentar las medidas legislativas no parece ser la solución, puesto que la no injerencia del estado en los asuntos privados y laborales, o en las necesidades y consensos comunes (como el nombre de calles y avenidas), bien podría permitir un desarrollo más beneficioso y equilibrado en el devenir de los acontecimientos históricos (con harta frecuencia, solamente histriónicos).
Como cualidad del ser humano, existen dos disposiciones implícitas a este, la de desarrollarse en base al libre ejercicio de sus facultades (paradójicamente, la vertiente más trabajosa, pues es la que origina un mayor número de intromisiones por parte de los colectivos, ora religiosos, ora políticos, unidos siempre por sus monopolios ideológicos); o en fin, la de desarrollarse a expensas de los demás, parasitando las capacidades y libertades ajenas.
En los títulos de crédito de Tiempos modernos (Modern Times, United Artist, 1936), un reloj que ocupa toda la pantalla marca los días y las horas de forma inexorable. Tras estos, se suceden las imágenes del teledirigido avance de unos borregos, uno de los cuales se diferencia claramente del resto por tener un color más oscuro; si bien, por el momento, sigue la misma senda que sus congéneres, ya transmutados en obreros que acuden a sus empleos en las fábricas.
La “oveja negra” es, efectivamente, Charlot. Además, los antedichos créditos nos han informado sobre cuál va a ser el último cometido de este universal personaje creado por Charles Chaplin (1889-1977): uno de esos obreros (a factory worker). Aunque por descontado, la esencia honesta e idealista del personaje -a veces ingenua: el empresario que se entretiene haciendo un puzle-, así como sus cualidades como mimo, se mantendrán a lo largo de la película.
Pero ante esta última aparición, Chaplin incorpora por primera vez la voz de algunos de los personajes, aunque siempre, con la excepción de la canción que el mismo Charlot interpreta en un restauran, esta hace acto de presencia a través de las máquinas, lo que denota ese particular poder de persuasión al que ya nos hemos acostumbrado: las máquinas poseen una voz propia.
Son estas las voces de un matrimonio mal avenido, constituido por la dignidad de los seres humanos y su automatización (más que su “industrialización”; al menos, entendida esta como un elemento de desarrollo, en lugar de como la causa de la supresión de los empleos). Pero más que rebeldes o víctimas, Charlot y la joven vagabunda que lo acompaña son unos seres humanos netamente libres, porque están sometidos desde varios frentes. Una situación incómoda entre los que mandan y los mandaos. Como ejemplo más llamativo, el empresario de la mecanizada factoría en la que Charlot trabaja, controla la producción por medio de unos monitores ¡que están por todas partes! Ciertamente, el ser humano (no solo el obrero) es contemplado como un componente más del mastodóntico engranaje.
Pero bajo estos parámetros, Chaplin también juega con otro tipo de mecanismos, los más placenteros y enjundiosos del cine. Por ejemplo, por medio de la cámara en movimiento, sostenido este por el ritmo que proporcionan las imágenes filmadas a dieciocho fotogramas por segundo, las cuales trasladan dicho movimiento a los gestos y a la acción coreografiada. O también por medio de la música que acompasa las escenas (piezas compuestas por Chaplin y adaptadas por Alfred Newman [1901-1970]), junto con el empleo de la imagen a la inversa (hacia atrás) y unos excelentes gags visuales, tales como el de la cocaína, más la identificación del responsable de la misma por medio del cierre de diafragma de la imagen. O en fin, mediante el buen uso de las transparencias o del gag sonoro, que incluye ruidos de estómago y de disparos… sin olvidar la referida canción, en sí misma, otro galimatías sonoro.
A todo ello, añadimos otra magnífica característica de la realización de Chaplin, como es la resolución de altercados y peleas por medio de planos fijos, sin la artificiosa fragmentación de la imagen. Así como el plano con grúa que lo muestra entre el gentío que baila, cuando está ejerciendo de camarero.
En definitiva, toda una cadena de montaje en la que nuestro conejillo de indias se convierte, finalmente, en el “hacker” de la fábrica, por la locura de los tiempos modernos. Recordemos que, paradójica o causalmente, estos eran los tiempos de la Gran Depresión (1929-1939), inicio de una actitud que se enfrenta a la proliferación de toda una serie de innovaciones tecnológicas (como el artefacto para alimentar a los obreros mientras trabajan), que forzosamente han de reubicar la figura del empleado (en el mejor de los casos).
Por tanto, la película constata ejemplarmente el surgimiento de una ciencia que sobrepasa al ser humano y que nos retrotrae, salvando no excesivas distancias, a la visión desencarnada de 2001: Una odisea en el espacio (2001, A Space Odisey, Stanley Kubrick, 1968).
El hecho es que, de la mano de la golfilla interpretada por Paulette Goddard (1910-1990), huérfana por las circunstancias, Charlot también podrá gozar de unas pequeñas vacaciones en el departamento de juguetería y menaje de unos grandes almacenes, lugar donde todo irá sobre ruedas, al menos hasta que irrumpen unos ladrones. Hasta ese momento, el sueño de una vida mejor se ha convertido en realidad, a lo largo de unos valiosos instantes.
Pero tal sueño no está exento del deber de la responsabilidad. Cuando Charlot descubre a través del periódico que se demandan obreros, exclama ¡trabajo al fin! De igual modo que no es casualidad que se declare una huelga cuando, en efecto, al fin pudo encontrar trabajo; o que todo el peso de la ley intervenga cuando mejor le va a la pareja.
Perseguidos por la fatalidad, Chaplin proyectó un final distinto, finalmente descartado, para sus personajes; por el cual, la muchacha se metía monja, como única solución “honorable” a su situación precaria, y Charlot partía solo, según lo acostumbrado.
Pero en esta ocasión, realizador y personaje prefirieron hacerlo junto a su compañera -tanto en la ficción como en la vida real-, para que, de esta manera, el futuro les dibujara una esperanzadora sonrisa frente a la adversidad.
Escrito por Javier C. Aguilera
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