Al leer Los usurpadores (1949) nos acercamos a la consideración de que el ejercicio del poder sobre los demás es siempre una usurpación, tal y como el propio Francisco Ayala (1906-2009) señaló. No es extraña esta consideración en un autor que se vio arrancado de su país por el exilio obligado tras la guerra civil española (1936-1939), un exilio que también quedó marcado en su escritura, silenciada durante todo el período bélico y retomado tan solo diez años después del fin de la contienda y de la victoria de los sublevados, ya con la publicación de esta obra.
Cuando Ayala decidió afrontar la realidad a partir de 1931, se alejó definitivamente de las vanguardias a las que se había unido en su juventud. Con la excepción de la publicación de Diálogo de los muertos en 1939, relato elegíaco que después se incluiría como epílogo a Los usurpadores y que sirve de puente a su siguiente obra, no fue hasta 1949 cuando regresó a la prosa con dos libros que forman una pareja incluso en su sentido: el primero, que hoy comentamos, ahonda en historias clásicas relacionadas generalmente con el poder regio, ahondando ficticiamente en algunas leyendas y hechos históricos sobre monarcas y figuras célebres de la historia de España; la otra pieza es La cabeza del cordero, que suponía un repaso a la cuestión de la guerra civil desde la visión de la derrota absoluta: sin bandos, sin ganadores, sin exilio, solo muerte y remordimiento, un espíritu que también recogió Alberto Méndez en su colección de relatos Los girasoles ciegos (2004).
Francisco Ayala |
San Juan de Dios salvando a los enfermos |
El Doliente y La campana de Huesca prosiguen en la obra con un tema similar acerca de la imposibilidad de reinar, dos caras de una misma moneda. En el primer relato, el rey Enrique III (1379-1406), apodado igual que el título, está alejado de la realidad por su enfermedad, observando cómo la vida fluye a su alrededor sin que él pueda alterar nada, ni siquiera tomando posesión del poder que le corresponde, presa de su enfermedad. Pese a ser el rey por derecho hereditario, son otros, sus vasallos nobles, los que dominan sobre el reino. Tan solo durante un breve espacio de tiempo, en que parece recuperar sus fuerzas, va a imponer su dominio trazando un plan contra sus vasallos, aunque al final ni siquiera sea capaz de ejercer el poder sobre sí mismo. El segundo relato se centra en Ramiro II el Monje (1086-1157), que debe asumir la responsabilidad del trono por herencia dinástica y tradición, pese a que él había rechazado ese puesto, prefiriendo un destino distinto, la vida retirada y monacal, al que se ve empujado, la corona. Para determinar su voluntad y rebelarse contra su destino, deberá imponer su poder de manera cruenta, produciéndose así una renovación de la leyenda medieval de La campana de Huesca.
La campana de Huesca (José María Casado del Alisal, 1874-1880) |
De índole distinta será El Hechizado, para empezar por la falta de magnetismo y presencia de un rey que sí vivía y ejercía como tal, aunque mermado desde el nacimiento por las continuas descendencias entre familiares y, según ficciona Ayala, relegado a las profundidades de su vivienda en el Alcázar. Estamos de nuevo ante un relato circular que funciona de la misma forma que el prólogo, con una falsa figura que encuentra y nos narra el contenido de otro texto escrito por otro autor, un recurso que encontramos claramente en la tradición hispánica dentro de su obra esencial, Don Quijote de la Mancha, donde Cervantes recurre al juego narrativo de esta misma forma. De esta forma, el narrador nos remite a un extraño documento redactado por el misterioso Indio González, quien desde los bordes del imperio español allende los mares trata de llegar a su centro de poder, es decir, la figura real.
Sus motivos nos serán desconocidos, pese a la minuciosidad con la que se revelan pasajes sin importancia, relacionados con la burocracia anterior al encuentro. Ya sabremos desde el principio cómo acabará su empresa, recuperando justamente ese párrafo en el final del relato, pero quedando resuelto un viaje concéntrico y redondo. Carlos II (1665-1700), la figura de poder del momento, sostiene todo ese sistema que se ha descrito, aunque sea incapaz de ejercerlo, mermado y recluido más que simplemente en un encierro físico, en uno mental y degenerativo. Un ejercicio narrativo que además resulta perfecto para finalizar con la cuestión de la legitimidad.
Carlos II de España en el Salón de los Espejos (Juan Carreño de Miranda, 1675) |
El Inquisidor se antepone al relato final en la nueva edición. Esta inclusión funciona perfectamente para la relación con La cabeza del cordero tanto en la obra completa como con el relato homónimo que contiene el libro, porque precisamente se ahonda en la cuestión del arrepentimiento de quien se erige como juez y que se ve empujado, por su posición de poder, a ejercer una justicia que acaba por cegarlo y superarle. Un converso judío ocupa el cargo de inquisidor y no puede más que verse a sí mismo en los judíos que debe juzgar, pero esta sensación de espejo aumentará en el sueño que ahonda en sus sentimientos hacia el final del relato y cuyo despertar solo le traerá la destrucción de la casa que quiso alzar desde el ejercicio de su poder en el catolicismo. Sin duda, un relato de tono más reflexivo que el resto, pero que encaja en las reflexiones de la obra y con esta época vital de Ayala.
Más activo será El abrazo, que desde el punto de vista de un consejero de Pedro I el Cruel (1334-1369), Juan Alfonso, quien nos narra la lenta agonía en la que se adentró el reino desde que el rey Pedro alcanzó el poder. Una serie de errores en su gobierno, partiendo más de la emoción que de la reflexión, como ya anticipó su padre, llevarán a Pedro a una cruzada contra sus hermanos bastardos. Tanto el asesinato de uno de ellos donde verá reflejado rasgos paternales y propios como el abrazo final que culminará con la caída de ambos hermanos sirven para configurar el desgarro que produce la lucha fraternal, en este caso hasta llegar a cuestión de estado.
Los desagravios del rey quedan descompensados con la templanza de su consejero, que trata de figurarse como inocente, pero del que, en realidad, podemos deducir una influencia oculta sobre el poder, pero en este caso a través del amor que el rey tiene por su sobrina, otra usurpación del poder arrastrada en este caso por toda una serie de actos impulsados por las emociones más humanas.
Las muertes producidas por estos enfrentamientos fraternos, no solo las de El abrazo, se unen en un cántico final en el Diálogo de los muertos, una elegía no dirigida a tiempos tan remotos, sino al pasado reciente del autor, que observa el vacío existencial de un mundo sin vida, solo con muertos que se ven obligados a dialogar entre ellos. Este nihilismo recuerda al de Quevedo (1580-1645), incluso cuando Ayala plantea la pregunta: "Pero, ¿sigue la vida?", ante cuya respuesta solo se menciona el devenir impasible de la naturaleza, recuerda al soneto ¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde? pero también a Antonio Machado (1875-1939) en su poema A José María Palacio, aunque en este caso solo se refiera a la muerte de Leonor. La vida sigue, pero está vacía, como muertos en vida por los muertos que ahora viven y dialogan en esta culminación de Los usurpadores. Ya no importa en este espacio el poder, ni las rivalidades, pues todas las voces se unen al final en un mismo bando: el de la muerte.
Frente a la esperanza del primer relato, la vacuidad del sentido vital de quienes ejercieron el poder enfrentando a las familias en este último diálogo, un alegato seguro hacia la paz en una obra donde Ayala ha dejado definido el poder como todo movimiento de usurpación desde los más variados ángulos.
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