Siempre es dificultoso innovar, sobre todo si se hace de forma efectiva, esto es, sin anular la tradición precedente. Jacinto Benavente (1866-1954) fue un innovador “efectivo”, por eso resultan ridículas las manifestaciones de un anquilosamiento hacia el final de su vida, por más que “su tiempo hubiera pasado” o cedido el puesto a otros modos de expresión, como él hizo antes. Además, se da la circunstancia de que una obra como Los intereses creados (1907) se convierte en atemporal, como casi toda materia que contenga un buen material acerca de la idiosincrasia del ser humano, pues resulta de constante modernidad (lo “actual” envejece de continuo).
Elegante y educado en el porte, consecuente y prudente en el ánimo, como recuerda Fernando Lázaro Carreter (1923-2004) en su Vida de Jacinto Benavente, contenida en la edición de Cátedra (Letras Hispánicas, 1998), el autor ya experimentaba con títeres que él mismo construía, uniendo así imaginación con vocación. Lo cierto es que tras la lectura -o relectura- de Los intereses creados o La malquerida (1913), dan ganas de conocer muchas más obras del autor. Pero el sufrido lector español, inundado año tras año por novedades, en buena parte prescindibles, se las ve y se las desea (a la par que no comprende) para poder tener acceso, sino a toda, al menos sí a buena parte de la obra de un premio Nobel de Literatura (en 1922), que además fue uno de los dramaturgos más importantes en lengua española.
Benavente fue un autor prolífico, pero de entre toda su obra ha venido destacando Los intereses creados, una pieza que hace reflexionar al público en lugar de sermonearlo, dos cosas muy distintas (como si el “respetable” fuese tonto y no supiera pensar por sí mismo), a la par que lo entretiene con los elementos característicos de la llamada commedia dell’arte, composiciones características de los siglos XVI al XVIII, centradas en intrigas cómicas, el empleo de los dialectos, y la habitual presencia de unos personajes-tipo.
Los intereses creados, cuyo origen situó Dámaso Alonso (1898-1990) en El caballero de Illescas (1620) de Lope de vega (1562-1635), parte de una premisa ciertamente ácida, pero sin moralizar. Su núcleo lo expresa el personaje del criado Crispín, cuando asegura que es más provechoso “crear intereses que afectos”. La diatriba no solo va dirigida contra lo más anquilosado de la sociedad burguesa sino, en general, contra todos los valores cimentados en la codicia. Razón por la que Crispín, en realidad el personaje “principal” de la trama, juega con la maledicencia, que las multitudes siempre están dispuestas a creer, hace elogio de la apariencia, convierte la necesidad en virtud continuamente y devuelve la imagen de la necedad humana como si fuera un espejo. No en vano, recuerda que nos desenvolvemos en “un mundo que está ya viejo y chochea”, si bien, “el arte no se resigna a envejecer”.
La obra consta de dos actos, tres cuadros y un prólogo, en el que Leandro y Crispín llegan a una ciudad indeterminada a principios del siglo XVII. Su plan consiste en emplear todos sus “recursos” no monetarios para pasar el mejor tiempo posible, hasta que se presenta la ocasión de “enamorar” a la hija del hacendado Polichinela. Aspecto este que, una vez se concrete, será el único que pueda sobrevolar toda la sucesión de intereses que se han ido acumulando, dependencias e interdependencias. En efecto, el amor vence, pero no es menos cierto que aupado por una visión irónica de la ley y lo legal, focalizada en la figura del “Doctor” en leyes.
En cualquier caso, tal y como recuerda Silvia, la joven enamorada, en su parlamento final, esto es algo que puede suceder: el amor “a veces” se presenta. En este caso, la atracción no surge únicamente en forma de canción con tintes modernistas bajo la luz de la luna, al término del primer acto (discrepo de que se trate de un recurso impropio), sino durante toda la secuencia del baile en la fiesta de doña Sirena, donde Benavente ha estado jugando, elusivamente si se quiere, con el tiempo.
Pepe Sancho como Crispín |
Destaquemos, así mismo, la retahíla de cumplidos de los invitados a la fiesta de doña Sirena, o el comentario acerca de las “ventajas” de los poetas, esta vez por boca del personaje de Arlequín, nada más dar comienzo el segundo acto. O finalmente, el diálogo sincero entre Leandro y Crispín que le sigue (Escena IV).
Deseamos que este comentario haya creado el necesario interés para que todos aquellos que aún desconocen la obra se acerquen a ella.
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