De entre la patulea de candidatos que aspiran a dirigir el destino de los demás, sea por verdadera vocación de servicio o por el afán de mandar y ostentar eso que llamamos “el poder”, por vía de la política, John Ford (1894-1973) deja bastante claro desde el principio de El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, Fox, 1939), que su personaje a retratar, de forma halagüeña pero equilibrada, es un tipo (estupendo Henry Fonda) que huye del discurso fabricado a base de metáforas grandilocuentes, verdades inapelables y gestos teatralizados.
Por el contrario, el joven Abraham Lincoln (1809-1865), futuro décimo sexto presidente de los EEUU, habla a las claras y muestra su calculada e intrínseca modestia ante sus conciudadanos rurales, sin aspavientos y apenas disimulos. En suma, por medio de palabras sosegadas, ideas más que ideología, y un atuendo sobrio que se diría estrafalariamente pragmático. El joven avezado pertenece al partido “whig” y, por contraposición a sus colegas, muestra unas ideas políticas escuetas (más unos medios que unos fines), ligeras como la danza de un anciano. Tomen del almacén lo que necesiten, le espeta a una familia de peregrinos granjeros, tras pactar un intercambio de libros, que estos portan como un mero recuerdo familiar en su carromato. Son objetos que los sufridos viajeros no consideran en demasía, pero que servirán al joven Lincoln para ayudar a formarse y avanzar (esto es, no quedarse estancado). Por algo abre John Ford su película con la transcripción en pantalla de un poema de Rosemary Benét (1898-1962), que en clave infantil se refiere al halo de misterio de nuestro protagonista; de si se divirtió de niño o cómo aprendió a leer; si nació alto o cuándo fue a la ciudad. Un poema sustituido lamentablemente en la versión al español por un inocuo texto en off, aún a cargo del excelente Rafael de Penagos (1924-2010).
En otro aspecto fundamental, observamos cómo el joven Lincoln ha crecido en contacto con la naturaleza. Hombre y entorno se ensalzan visualmente, al tiempo que se comprenden y complementan argumentalmente. Mientras esto sucede, Lincoln atiende a sus estudios de leyes (uno de aquellos volúmenes peregrinos), para convertirse en un buen abogado. Lo cual incluye una pertinente apreciación sobre la inviolabilidad de la propiedad. Más tarde, nuestro personaje será candidato a una asamblea legislativa.
A su vez, la joven Ann Rutledge (Pauline Moore) lo visita en dicha naturaleza, sita en New Salem (Illinois), hacia 1832. Un elegante travelling los acompaña en su apocada charla, mientras Lincoln confiesa humilde que no fui a la escuela más que un año. A lo que la perspicaz Ann replica pero te has educado tú solo. Conocida es la transición que muestra el mismo escenario junto a un río, tiempo después, en pleno invierno. La desolación natural es así paralela a la del biografiado; una persona asaeteada por los mismos pesares que cualquier otro. En definitiva, los destinos mayores no le libran de los padecimientos más cotidianos y habituales.
Todo está narrado con ejemplar sencillez y concisión narrativa (el cine no es tanto una cuestión de cantidad como de cualidad expositiva de los medios: incluso el derroche ha de estar bien filmado).
Lo que además ilustra este encuentro anclado en el espacio y tiempo del pasado, convertido en eterno presente, es el respeto que, desde joven, Lincoln muestra por los que le precedieron y por los ya (físicamente) desaparecidos. A continuación, Ford y su guionista, Lamar Trotti (1900-1952), lo sitúan como abogado, en Springfield (Massachusetts), en 1837, bajo la aparente sencillez de un sentido del humor vitalista y hogareño.
Una desenvoltura que se concreta en la secuencia del desfile jaranero y vivaracho de Springfield, en sintonía con los miembros de la comunidad, que celebran así sus festividades engalanadas con agradecidos concursos. El joven Lincoln demuestra que, en tales lides, posee sus recursos, aunque no siempre sean “legales”. Allí, entabla nuevamente una relación con Mary Todd (Marjorie Weaver), de forma significativa, la hermana de un rival político, y acomete la defensa de Matt y Adam Clay (Richard Cromwell y Eddie Quillan, respectivamente), que han sido acusados de asesinato.
Un misterio envuelve, por lo tanto, el rito de paso a la edad adulta del predestinado protagonista. Sin perder sus mejores y distintivas cualidades, como la referida familiaridad y el humor sano, Lincoln acomete el proceso con evidente convicción y autoestima, aunque también con momentos de inseguridad y cavilación. Pese a todo, Lincoln es plenamente consciente de que cuando las leyes se vulneran, el pueblo queda dejado de la mano de Dios y se conduce con ciega indignidad (como tendrá ocasión de comprobar).
Un tránsito elegiaco que no pierde de vista la óptica intimista, por muy encomiástico que sea el revestimiento. Como ocurre durante su encuentro con Mary en la terraza, sin apenas palabras, ya que estas no se hacen necesarias como sí lo han sido previamente en el tribunal. El acercamiento se produce de noche, después de haber bailado juntos. Otro tanto acontece cuando Lincoln pasea a caballo junto a su amigo el trampero Efe (Eddie Collins), y este se detiene para contemplar el -una vez más- alegórico río de la vida que transcurre impertérrito por la localidad.
A estas plasmaciones señeramente cinematográficas podemos añadir los momentos de sinceridad con la familia Clay. O la figura del juez Herbert A. Bell (Spencer Charters), que participa abiertamente de ese carácter bienhumorado afín a John Ford. Junto a Lincoln, es el representante de una justicia sin fisuras, pero también sin exorbitada dureza. Es el del juez un personaje arquetípico del realizador, como lo son las mujeres fuertes de El joven Lincoln. Hasta el demagogo fiscal John Felder (Donald Meek) lo es, como epítome de esa otra versión chusca de la justicia y la política, ridícula pero cuantiosa.
Asimismo, destaca la bella música de Alfred Newman (1900-1970), una sincrética labor de edición de Walter Thompson (1903-1975), y la cuidada iluminación de Bert Glennon (1893-1967); por ejemplo, en la citada y primeriza presentación de Lincoln a sus paisanos, o en el icónico plano de su imagen fija durante el proceso a los Clay. Junto a la realización de John Ford, dichos componentes son el soporte que anima una película donde destaca el retrato de un personaje casi mitológico, matizado por su humana torpeza, y el de un país que siempre ha sabido valorar su historia.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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