El arte suele tener caducidad en su atractivo más básico. Por muy buena que pueda ser una obra, el gusto del público suele variar con el paso del tiempo, también la forma de entender el arte, por lo que a veces ciertas piezas de arte encumbradas acaban por caer en el olvido mientras que otras que tuvieron una primera recepción nefasta son recuperadas conforme avanza el tiempo. Eso no quiere decir que unas sean mejores que otras o que no exista algo de interés y atractivo en todas, pero lo cierto es que suele existir cierta barrera inicial para acercarse a ciertas obras que, una vez transcurrido el tiempo y cambiadas ciertas características, como la natural evolución de la lengua o de la técnica, impiden que el público general se acerque a las mismas.
En el cine, una de esas barreras suele ser el blanco y negro, pero, sobre todo, la mudez. Más allá de los cortos humorísticos, hay toda una legión de películas mudas que, a pesar de su interés intrínseco, causan cierto hastío o rechazo entre el público mayoritario, a pesar de todo lo bueno que pueden contener.
En el cine, una de esas barreras suele ser el blanco y negro, pero, sobre todo, la mudez. Más allá de los cortos humorísticos, hay toda una legión de películas mudas que, a pesar de su interés intrínseco, causan cierto hastío o rechazo entre el público mayoritario, a pesar de todo lo bueno que pueden contener.
El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) es una de esas películas alabadas de una época inicial del cine, pero que, debo admitir, costaría trasladar a un público general, pese a que su historia tiene elementos tan modernos y actuales que hasta son reutilizados y reinterpretados en obras actuales. Enmarcada en un periodo en que Alemania intentaba salir a flote tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, hay una reflexión de fondo defendida por los autores del guion, Hans Janowitz y Carl Mayer, consistente en la lucha contra la autoridad. Pero más allá de las circunstancias históricas concretas o de las ideas de sus creadores, lo que tenemos es una obra bastante interesante en sus elementos, aunque sea víctima de ser hija de su tiempo, a nivel técnico y de ritmo.
En un principio, nos trasladamos a un parque donde deambulan extrañas personas. Francis (Friedrich Feher) está sentado junto a un anciano al que empieza a relatar sus vivencias. A partir de ahí comienza una analepsis, o flashback, donde se narrará una historia que mezcla el terror y el género negro, en torno a un misterioso doctor, Caligari (Werner Krauss), que con un espectáculo de un sonámbulo hipnotizado, Cesare (Conrad Veidt), parece estar envuelto en una serie de crímenes en los que se ve afectado el propio Francis, su amigo Alan (Hans Heinrich) y su amada Jane (Lil Dagover). La obra nos lleva, por tanto, a través del misterio, casi un thriller con sus respectivos asesinatos en serie, en una narración con tintes oscuros tanto estéticos como narrativos, sobre el borde de la locura, el intrincado funcionamiento de la mente y la sugestión a la que puede llevarnos una figura de autoridad.
Sin duda, muchos de los elementos más terroríficos pasarían hoy sin causar mucho impacto, dado que la sociedad tiene más asumida ciertas estructuras cinematográficas que antaño no. Incluso podríamos advertir que su ritmo es bastante lento, dado que a pesar de que su duración es breve, superando por poco la hora, tampoco suceden demasiados acontecimientos ni se atienden a matices interpretativos o narrativos (como la profundidad o evolución de los personajes) que hoy atenderíamos con mayor detenimiento. Lo que sí resalta de forma particular es su estética, afectada por el expresionismo pujante de su época, que nos lega escenarios variopintos, desde el naturalismo del parque inicial (y final) hasta todos los demás escenarios dibujados y trazados con formas estridentes, donde la luz y la oscuridad son también parte de la pintura, los edificios se retuercen, las calles se sumergen en el cielo o las habitaciones te oprimen.
Este juego estético innovador cautivó y pervivió posteriormente tanto en el género de terror, con efecto inmediato, por ejemplo, en la obra de Murnau (1888-1931), como Nosferatu (1922), de Fritz Lang (1890-1976), en el caso de Metrópolis (1927) o M (1931), y de las películas de monstruos de Universal Studios, o más actualmente, perviviendo en ciertos cineastas de forma patente, como sería el caso de Tim Burton (1958) o de las películas de animación dirigidas por Henry Selick (1952): Pesadilla antes de Navidad (1993) y, en menor medida, Coraline (2009). Pero también sería una primera lección magistral para la forma de crear ambientes que se sienten vivos y que causan un impacto importante en el relato. Por ejemplo, la habitación en la que se encuentra el ataúd del sonámbulo parece encerrar a los personajes que están dentro, como si acaso fuera también la prisión mental en la que se halla el hipnotizado Cesare. O también las secuencias del manicomio, en las que este parece imponerse sobre los personajes, especialmente sobre Francis, como finalmente lo hará.
Toda esta estética conlleva a su vez una fantasía, un punto de irrealidad, que encaja bien con uno de los más celebrados juegos narrativos: el giro argumental a través de un narrador en el que no podemos, o no debimos, confiar, aunque siempre nos quedará la sospecha de hasta donde llega la verdad en la memoria de Francis. No en vano el relato de El gabinete del doctor Caligari está enmarcado en un prólogo, ya mencionado, y en un epílogo que altera el significado de todo lo que hemos visto. Curiosamente, el escenario en ambos casos resulta más realista que el empleado durante la analepsis, como si acaso esta hubiera sido fruto de un recuerdo fantasioso.
Al final, El gabinete doctor Caligari, con todas sus limitaciones, ha producido numerosos análisis sobre su interpretación y, a su vez, se ha convertido en un referente, sobre todo cuando podríamos decir que se trata de una de esas tan maltratadas películas de género, a medias entre el terror y el misterio. En definitiva, un caso curioso que puede causar cierto hastío inicial en el espectador actual por su ritmo y su falta de sonido, sobre todo para los no acostumbrados al cine mudo, pero que guarda la semilla de diversas ideas bastante atractivas que después germinarían en otras películas cumbre o de culto en la historia cinematográfica.
Escrito por Luis J. del Castillo
Yo creo que el blanco-negro y cine mudo sigue estando, y siempre se mantendrá, porque lo valoramos así, como clásico. Pero entiendo a lo que te refieres. EL otro día intenté ver una peli que tendría unos quince o veinte años, y en cuestión de efectos especiales y de tecnología en general, hemos avanzado tanto que se ve obsoleto lo de hace tan poquito.
ResponderEliminarMuy interesante tu propuesta de hoy.
BEsos.