En los últimos tiempos, el término zombi ha adquirido un fuerte significado dentro de la cultura popular occidental. Si a ello añadimos que la magia negra y sus ritos también son un tema esotérico de interés (todo lo que permanece velado y vedado lo es), tenemos la combinación perfecta en forma de una crónica de viajes y tratado de antropología, en La isla mágica (The Magic Island, 1929; Valdemar, Club Diógenes, 2005), del escritor norteamericano William Seabrook (1884-1945).
Seabrook fue periodista del New York Times además de un narrador de experiencias recónditas. En La isla mágica, nos hace partícipes de un año de estancia en Haití, lo más parecido a un universo paralelo, o uno de esos otros mundos que están en este (y bien podíamos haber incluido la presente obra en nuestro apartado de literatura esotérica).
Sobre el autor, dice el traductor José Luis Moreno Ruiz (1953), en su prólogo, que nunca dejó de ser cristiano pese a lo complicado de su carácter: ligero sadomasoquismo, exótico canibalismo, madre castradora e incipiente alcoholismo. No cabe duda de que la vida de William Seabrook anduvo a la altura de las experiencias descritas.
El libro se divide en cuatro partes, con distintos capítulos, pero presenta un mismo hilo conductor: los aspectos mágicos y socioculturales de esta cultura antillana, ilustrada por los expresivos dibujos de Alexander King (1899-1965).
William Seabrook |
El ambiente que allí se palpa es algo que va más allá del anacronismo y la ingenuidad, recalca Seabrook. En Haití, celebran tanto la insurrección de Jesús como la del dios serpiente Damballa. En todo momento se intuye la fina línea que separa la oficialidad de los oriundos más instruidos, del paganismo semioculto del resto de paisanos. El autor está experimentando en primera persona, y por ello, traspasa el tupido velo que enmascaran las instituciones, caso de la gendarmería haitiana, de basamento francés.
¿Son estas unas tradiciones culturales y religiosas, o el refugio de atrocidades malsanas, crímenes y venganzas? Vuelve a explicarnos Seabrook que todo este ambiente, que mezcla sin rubor lo sacro con lo pagano, no es un misterio, sino un sentimiento, una religión tolerada pero no aceptada (I: II). De hecho, puede entenderse como un cordón umbilical místico con la divinidad (en forma de muchas divinidades), una de esas experiencias humanas que tan solo se aceptan si se han vivido (es decir, probado), con el añadido de unos signos que se me antojaron cabalísticos (I: III).
Ello, pese a que el autor no excluye los antipáticos sacrificios de animales, en consonancia con una retumbante amalgama de invocaciones. Una de las características del vudú es que acoge sin ambages elementos de otras creencias y los incorpora (eso que siempre se achaca al cristianismo, como si fuese la única en haberlo practicado). William Seabrook es el testigo (temporal) privilegiado de una experiencia de la que no se hace proselitismo y de la que tampoco se hace partícipe a todo el mundo.
Ilustración de Alexander King |
Luz y oscuridad, magia negra y magia blanca. En Haití forman parte de la vida, cualquier vida, y las fuerzas que la sustentan no son sino una sucesión de misterios eternos (I: IV).
Pero por mucho que Seabrook se sienta fascinado, es consciente de la existencia del libre albedrío en cada uno de los personajes (hagan uso o no de él), así como de la incapacidad de escapar al destino que cada cual se labra, esté determinado o no, y pese a sortilegios y toda clase de amuletos. La sugestión es siempre poderosa.
De hecho, ¿qué ocurre cuando nos adentramos fuera de nuestros límites geográficos, de nuestros roles y parámetros? Si vives en un mundo mágico, debes aceptar que la magia existe, concreta el escritor y viajero. Lo que contempla fórmulas para beneficiar o maleficiar, formas simbólicas de venganza que a veces se concretan. No hará falta que ni lo acuchillen o envenenen a uno. Sencillamente, muere. Un influjo directo, maléfico en este caso, en forma de creencia de la que nadie, ni siquiera los no creyentes, están a salvo. Y ahí es donde entra en juego ese aspecto perturbador de la posesión de los muertos, también como nuevas encarnaciones (una posesión), merced a la intervención de los dioses más endiablados. Es la magia negra, que estructura la segunda parte del libro. En ella, narra Seabrook sus experiencias en este campo santo, con el acierto de emplear el estilo de una novela de misterio. El lenguaje simbólico o metalenguaje que se establece con la muerte, por vía de objetos, rituales, onomatopeyas o mutilación de los cuerpos, advierte en todo momento de la charlatanería y el fraude, disociándolos de los resortes más beneficiosos y puros, por decirlo así, de esta comunión del hombre con su entorno y con los dioses (que son acogidos por un solo Dios, predominantemente cristiano en Haití) (II: I).
Mahana no atua, de Paul Gauguin |
Seabrook acude a un doctor en busca de más información. Estas escapadas narrativas e historias sobre el vudú hacen avanzar el texto de forma continua. Pese a que los haitianos son mayoritariamente católicos (Seabrook incluso hace referencia a Santa Teresa de Jesús [1515-1582], II: III), no existe maldad intrínseca en la mezcolanza, sino un proceso de adaptación, donde se establece la comparación entre lo que, en teoría, puede acontecer en el interior de cualquier domicilio de nuestro civilizado entorno.
Imagen de un ritual en Haití |
La vida social de Puerto Príncipe conforma la tercera parte del libro, y confieso que me resulta tan fascinante como las otras. Antes de la llegada del transitorio periodo de protectorado norteamericano, recuerda Seabrook cómo existía la discriminación racial que los negros y los mulatos de clase alta imponían sobre los negros y mulatos de clase baja (II: I).
Los episodios en que es protagonista la aristocrática sociedad haitiana, y las experiencias que Seabrook describe dentro de ella, son fascinantes y muy entretenidas. Como un baile haitiano de gala (III: II), que muestra la fusión de razas que dominará el mundo (…), quizá así sobreviva la especie humana. Mientras surgían pugnas sociales y raciales estúpidas y paradójicas, doscientos o trescientos haitianos, y unas cuantas docenas de norteamericanos, confraternizábamos sin problemas y nos lo pasábamos realmente bien (III: IV).
La estancia en la vecina isla de La Gonâve, contendora de una gendarmería al estilo de la cárcel de Calabuch (1956), de Luis García Berlanga, junto a la excursión al pico más alto y enigmático de las islas, estructuran la última parte del libro. Hasta alcanzar la aldea más alta y aislada de todas las Indias Occidentales (IV: IX).
En esencia, bajo sus aspectos infantiles o cómicos (tales como un carnaval con figuras de Judas hechas a mano), la población de Haití esconde un atavismo salvaje inequívoco, por el que se hace presente su espíritu y se manifiesta su alma (IV: X).
Sin ir más lejos (que diría Marco Polo [1254-1324]), es La isla mágica un conmovedor e instructivo viaje por el corazón palpitante y delator de la vigorosa magia del vudú.
No podemos considerar La legión de los hombres sin alma (White Zombi, United Artist, 1932) o Yo anduve con un zombi (I Walked with a Zombie, RKO, 1943), como adaptaciones propiamente dichas del libro que acabamos de reseñar, pero sí que se basaron en su contenido, bastante exitoso tras su publicación, para sustentar sus cimentaciones.
Comenzando por la primera, una pareja de Nueva York arriba a la isla de Haití, atendiendo a la (incauta) oferta de un misterioso pero amable residente, que se ofreció a organizarles el casorio. Lo primero que van a encontrar Neil (John Harron) y Madeleine (Madge Bellamy) a su llegada a este rincón tan peculiar, es cómo los lugareños entierran a sus difuntos en medio de las carreteras, con objeto de impedir que los resucitadores de cuerpos los mancillen. En Haití, son informados, existe la categoría de los zombis o muertos vivientes.
En concreto, la pareja busca la casa de monsieur Beaumont (Robert Frazer), y su llegada a dicho lugar es equiparable a la comparecencia en el castillo de Drácula. Allí se les unirá el doctor y misionero Bruner (Joseph Cawthorn) que, además, demostrará ser un eficaz émulo del cazavampiros Van Helsing. La atracción que Beaumont siente hacia Madeleine también es extrapolable a la que se desarrollaba en la novela de Bram Stoker (1847-1912).
Victor Halperin (1895-1983) ofrece una dirección concisa e inmediata, aunque a veces la lastre cierta parsimonia teatral; un tempo deudor del aún cercano periodo mudo (que en tales circunstancias resultaba lo adecuado, expresivamente hablando). Pero incluso esto puede ser visto como un atractivo dentro de la historia que se nos narra.
Se suele dividir a los zombis entre los que marchan a paso ligero o los que, por el contrario, actúan como si de unos sonámbulos teledirigidos se tratara. Los que nos conciernen son del tipo lento pero seguro. Lo que depara algún momento de bastante escalofrío, como aquel que muestra a un zombi cayendo, impertérrito, en el interior de una rueda de moler.
Halperin sabe sacar provecho de los medios de que dispone, como sucede con el plano sostenido del bar donde Neil llora la pérdida de Madeleine, resuelto a base de unas sombras bailando, que se proyectan a su espalda. No obstante, la escena que más me gusta de la película es la que transcurre en la vivienda del doctor Bruner, que trata de poner al corriente al compungido Neil de los usos y costumbres de los nativos. Pero igualmente, destacan las poderosas y logradas imágenes en el interior y exterior del castillo de “Murdera” Legendre (el pérfido Bela Lugosi), verdadero motor de las derivas del resto de protagonistas, incluido Beaumont. Esta fortaleza se yergue sobre un abisal acantilado. Asimismo, es intrigante la presencia de una Madeleine carente de vida, pero ejecutando una pieza musical al piano. Pese a todo, no será el destino de la joven permanecer toda la vida en semejante estado. Su proceso es reversible desde el momento en que Legendre hace mutis por el foro (del acantilado). Es el suyo más un estado alterado de la voluntad, inducido por las gotas o el olor de un destilado diabólico. El mismo personaje de Legendre es portador de un intrínseco dominio de lo sobrenatural, en un escenario donde, al igual que en La isla mágica, se combina lo sagrado con lo profano.
No estoy seguro de si La legión de los hombres sin alma, además de inspirarse en la obra de Seabrook, se basa en un relato precedente escrito por el canadiense Garnett Weston (1890-1980). Hasta yo sé, de ser así, tal relato no ha sido editado en español, o al menos, no se halla recogido en ninguna de las recopilaciones específicas de Jesús Palacios (1964) para Valdemar, Amanecer vudú (1993), y la igualmente nutrida (aunque incompleta respecto a la anterior), La plaga de los zombis (2010). En cualquier caso, se trate de un relato previo o de un desarrollo argumental inicial, Weston fue el responsable del guion de la película, así como de la curiosa Sobrenatural (Supernatural, Victor Halperin, 1933).
En cuanto al interesante realizador Victor Halperin, tuvo una filmografía breve pero dramáticamente intensa, lindante muchas veces con los aspectos más siniestros y degradados del ser humano. En esta ocasión, sitúa a sus protagonistas, por primera vez en la historia del cine, en una auténtica tierra de los muertos vivientes.
Yo fui enfermera de un zombi, comienza a relatar Betsy Connell (Frances Dee), al comienzo de Yo anduve con un zombi. Sin lugar a dudas, uno de los enunciados verbales más intrigantes del cine, a la altura de anoche soñé que volvía a Manderlay (el que quiera que añada yo tenía una granja en África). La protagonista refiere su experiencia tanto por lo que muestran las imágenes como por medio de la voz en off. Unos comentarios en analepsis, ya que asistimos a un nuevo retorno al pasado. Dicha voz será nuestra guía en tan exótica pero enigmática aventura, una de las grandes obras de Jacques Tourneur (1904-1977), basada en un artículo de la periodista Inez Wallace (1888-1966), del que pasaré a referirme más adelante, además de en el clima expuesto en La isla mágica. El guion, de lo más sugestivo, se debió a Ardel Wray (1907-1983) y el estupendo Curt Siodmak (1902-2000).
Todo comienza en Otawa (Canadá), cuando a Betsy le es ofrecido un empleo como cuidadora de la esposa enferma del dueño de una plantación, en la imaginaria pero eufemística isla de San Sebastián, sita en las Antillas. ¿Cree usted en la brujería?, le preguntan antes de aceptar, a lo que la joven, pensando en su directora de prácticas, aduce ciertas dudas. Ironías aparte, la paciente es Jessica Holland (Christine Gordon), y durante el viaje hacia estas tierras medio cristianizadas, el marido de la misma, Paul Holland (Tom Conway), tratará de advertir a Betsy acerca de lo que la belleza exterior esconde. Ello denota que Jessica no es el única afectada de la familia, ya que Paul se revela, en palabras de Betsy, gravemente herido por la enfermedad de la esposa (y como después averiguará, debido a la culpabilidad que ello conlleva).
Paul tiene un hermano por parte de madre, Wesley Rand (James Ellison), que también estuvo enamorado de Jessica. La madre, la viuda Rand (por partida doble; Edith Barrett), dirige el centro hospitalario junto al doctor Maxwell (James Bell). Es interesante constatar cómo pese a que la señora Rand establece una desavenencia (más estética que severa) entre el ornamento cristiano y el vudú (oposición que, como nos contaba Seabrook, no se daba entre los haitianos), esta comprende mejor de lo que pretende a los nativos, llegando a haber participado en alguno de sus ritos. A la pregunta de Betsy de si cree en el vudú, no ya como una religión sino como un poder real, la señora Holland -o Rand- sabe que su nuera no está loca, sino muerta en vida.
Betsy se ve envuelta en toda esta atmósfera, observando entre visillos otra realidad, con el único acompañamiento del sonido de la noche y, en ocasiones, la no menos atmosférica música de Roy Webb (1888-1982). Como nota curiosa, la canción en la que se intercalan pasajes de la vida personal de los Holland, es una práctica que, respecto a ciertos dirigentes, está recogida en el libro de Seabrook (parte IV), siendo un excelente apunte. En este relato filmado, mucho más mistérico que onírico (término del que se suele echar mano cuando se quiere evitar el aspecto trascendente de otras culturas), las luces y las sombras del lugar se ven acompañadas de las personales, como acostumbra a ocurrir en las producciones de Val Lewton (1904-1951). Excelente es, así mismo, la escena que acontece en la torre aneja a la vivienda, donde habita una neutralizada Jessica (de su perversidad, según se declara). En su interior, Betsy asciende por unas escaleras tan despojadas como simbólicas, en pos de una Jessica carente de voluntad, según observa el dictamen oficial, a causa de una fiebre tropical, cuyo auténtico escenario fue la rivalidad amorosa entre los hermanos.
Estampas inolvidables proporcionan la escena en los cañaverales y las ceremonias que se suceden a continuación, así como el recorrido de una Betsy que deambula por el jardín o atisba entre los ventanales de la residencia. Podemos añadir a Paul tocando el piano, particularidad que ni quita ni pone argumentalmente, pero que sin duda favorece todo este ambiente de inspiración sobrenatural, de una acusada belleza contemplativa. Incluso de cierta carga gótica, si atendemos a la referencia de una Jane Eyre (1847) trasladada a las Antillas.
Otro momento notable es cuando Wesley le abre la cancela a Jessica, para que pueda reunirse con un destino que la libere de su estado, ya que no puede ser curada por medio de la ciencia. Una resolución que es montada de tal forma que también es responsabilidad de los practicantes de la magia del vudú. La misma incertidumbre que atañe a la conversión de Jessica en una zombi. De hecho, ¿es el de Wesley un final programado o, por el contrario, resulta improvisado en tal trance por él mismo?
El relato escrito en el que se basa la película no nos lo aclara. En él, lo que se nos narran son tres anécdotas relacionadas con el vudú en un formato periodístico. De estas, destaca la de una joven esposa revivida, a causa de una venganza amorosa. Lo que la autora, Inez Wallace, denomina una magia metafísica es algo que, como reconoce al inicio y al final del texto, sobrepasa el ámbito de la leyenda.
No he hallado ninguna información que permita la datación de este escrito (los libros no lo esclarecen), pero sí quisiera hacer notar la referencia al artículo doscientos cuarenta y nueve del Código Penal de Haití, que fue incorporado a La legión de los hombres sin alma -o bien extraído de esta-, por boca del doctor Bruner. Claro está que la autora también pudo desenterrarlo del mismo Código, de igual modo que incorpora la imagen del ídolo antropomorfo hecho con cera o barro, o la referencia a la sal, como forma de poner término al suplicio de las víctimas.
En resumidas cuentas, desde su evocador título, y contando con el elíptico pero sugestivo montaje del futuro realizador Mark Robson (1913-1978), Yo anduve con un zombi es el ejemplo viviente de que no disponer de medios materiales no es excusa para no hacer alarde de medios creativos. Por ello, es la película de Jacques Tourneur una de las más inspiradas e inspiradoras de la historia del cine.
ME parece muy interesante tu propuesta de hoy, así como al mismo tiempo no lo veo para mí. Y sus adaptaciones correspondientes tampoco.
ResponderEliminarBesos.