Otros mundos (XVII): El código secreto de La Odisea, de Gilbert Pillot

13 agosto, 2016

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Lo expuesto por Homero (VIII A.C.) en La Ilíada fue corroborado, en buena medida, gracias al tesón de un arqueólogo que supo ver allende las palabras, Heinrich Schliemann (1822-1890), aunque todo hay que decirlo, con las valiosas y no correspondidas aportaciones del británico Frank Calbert (1828-1908), que hora es ya de atribuirle su denegado prestigio.

No parece descabellado proponer la teoría de que también La Odisea oculta su porción de arcana reserva; en este caso, bajo las características más indefinidas de un viaje iniciático, o puede que por medio de la codificación de una ruta comercial, como propuso Gilbert Pillot (-) en El código secreto de La Odisea (Le code secret de L’Odyssée, 1969; Plaza & Janés, Otros Mundos, 1971).

La idea es interesante, además, porque nos devuelve al espíritu de los soñadores y emprendedores, de los relatos de aventuras y los buscadores solitarios de un ideal que, se revele como cierto o no, siempre nos resulta plausible. Un tipo de indagador en la línea de los posteriores John Anthony West (1932), Graham Hancock (1950), Robert Schoch (1949) o Robert Bauval (1948).

Además de los acontecimientos históricos situados hacia el siglo XII A.C., las características literarias de la obra de Homero ya han sido abordadas en multitud de ocasiones. Las otras, no por menos demostrables empíricamente, dejan por ello de ser reales… En cualquier caso, la teoría expuesta por Pillot, o de la que él fue un portavoz pionero, bordea de continuo lo verosímil y enriquece el texto aún más, en lugar de empobrecerlo, pues con Homero llega un momento en el que las traducciones de nombres, hazañas, mitos, lengua o filosofía, se hacen carne literaria para formar parte de la historia, que es lo que sucede con La Ilíada y La Odisea, algo así como el Big-Bang de la literatura, tal cual la entendemos.

Imagen nocturna de las ruinas de Troya
Pillot nos propone una particular concordancia entre los paisajes reales y los del texto de Homero: el país de los lotófagos, de los lestrigones, de los cimerios (donde Ulises conversa con los muertos), las islas de Circe, Eolia, Ogigia -donde mora Calipso-, o Córcira -probablemente Corfú-, en poder de los feacios. Enclaves que no descartan un periplo que bordea el Atlántico (Capítulo I).

Narrado en primera persona, a modo de diario o cuaderno bitácora, es ésta la travesía de un personaje en busca de su autor, y de un explorador en busca de un personaje. Aventuras que no requieren solo de las indicaciones que proporcionan mapas y brújulas, sino también de un lenguaje que podemos dividir entre lo mitológico (lo maravilloso y poético) y lo práctico (lo topográfico y marítimo); acotado, en lo posible, por medio de la orientación de los vientos, la Osa Mayor, la Estrella Polar y el número de días de navegación facilitados por Homero.

Claro que con las interpretaciones al pie de la letra corremos el mismo riesgo que con los doctrinarios exégetas que se refocilan en el análisis de otro tipo de textos, como los sagrados, desvirtuando hechos y gentes del pasado bajo la luz -o la tiniebla- de los dictámenes de nuestro presente (o peor aún, de un ideal totalitario y teocrático).


En este sentido, desconocemos hasta qué punto Homero proporcionó a las distancias recorridas, u otorgó a su cronología, cualidad de medidas exactas, en cuanto formas alegóricas. Pese a todo, ¿no es posible que entre las poéticas descripciones del aedo se agazape un trasfondo de realidad? No hay que temer volver a considerar el problema con más amplitud, apoyándose en una metodología rigurosa (…) Es curioso que estos fenómenos se produzcan en momentos determinados, que [se] corresponden a etapas del viaje y a puntos fácilmente localizables en el mapa (II).

Por ello, este camino del Atlántico hacia la Europa del noroeste no deja de ser un divertido juego, equiparado por el autor a la elaboración de un retrato robot (II). Una vez establecido el posible itinerario emprendido por Ulises (en su transcripción latina; u Odiseo, en el original griego), se esgrimen las posibles correspondencias entre direcciones terrestres y celestes, con el mítico Templo de Delfos como centro de un sistema de coordenadas, con “puertos de abastecimiento” en Delos (Grecia) o en Sardes (Asia Menor) (IV y VI). Por algo, traspasados los umbrales de Troya y el cabo Malea, de las islas de Ítaca o Cefalonia, no existen topónimos conocidos y penetramos en el terreno de una geografía medio real, medio fantástica.


Los mapas que proporciona el autor ayudan a clarificar todo el aluvión de datos y coordenadas, además de quedar resumidos los hallazgos de carácter topográfico más significativos, en la página 142. Es la presente una lectura del viaje de Ulises asociada a los signos zodiacales y a los animales que se relacionan con estos (IV). No en vano, el mito se funde con las leyendas gaélicas, irlandesas o islandesas, bajo el disfraz de una aventura personalizada, pues cada descubrimiento arqueológico tiende a situar en épocas aún más remotas el origen de los conocimientos humanos y su desarrollo de nuevas técnicas (VI).

Pillot nos conmina a descubrir el otro lado del mensaje de una epopeya sembrada de episodios sorprendentes. Para ello, debemos tener presente que, desde el pasado, la función del mito es transmitir verdades universales, ideas generales extraídas de ejemplos particulares. Y en cualquier caso, una cosa se nos muestra clara. Los antiguos navegantes poseían mayores conocimientos de los que, de ordinario, se les ha supuesto. Y no me refiero únicamente en cuanto al arte de la marinería se refiere.

Escrito por Javier C. Aguilera


El autocine (XXVIII): Ulises, de Mario Camerini

09 agosto, 2016

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El viaje debería ser un fin y no un medio, aunque no tengamos conciencia de ello, o únicamente conozcamos aquello que queremos conocer. Pero sucede que entre lo que deseamos conocer bien puede hallarse lo desconocido, el afán de aventuras, incluso por encima de otras obligaciones. Tal es el caso del héroe clásico Ulises, interpretado para la ocasión y con su habitual entusiasmo por Kirk Douglas (1916).

La primera vez que tenemos noticia suya de una forma física -y no a través de sueños o premoniciones- es durante su encuentro con Nausicaa (Rossana Podestá) en la isla de los feacios, lindando con Ítaca. En su trance de náufrago, Ulises no recuerda su nombre, pues sufre de amnesia. Es una aguda forma de justificar el retraso de su vuelta a casa. 

Por ello, el ya legendario héroe no narra sus experiencias ante unos expectantes Diomedes (Alessandro Ferzen) y Alcino (Jacques Dumensil), como sucede en el original literario, sino que lo hará para sí mismo, conforme vaya recuperando la memoria. Un recurso ingenioso, por el cual las peripecias vividas son visualizadas a través de analepsis o flashbacks, que incluyen imágenes del episodio del Caballo de Troya, a modo de breves estampas.

En cualquier caso, durante su permanencia en la isla, Ulises puede haber olvidado su identidad, pero no así sus múltiples habilidades y adiestramiento. Ciertamente, el drama del relato se focaliza con igual intensidad, sino más, en la figura de su esposa Penélope (Silvana Mangano) y su hijo Telémaco (Franco Interlenghi).


Hasta tal punto siente el viajero la llamada de lo ignoto, que expresa claramente a su tripulación la nostalgia de lo que no he visto. De esta manera, Ulises presenta de forma pronunciada una doble naturaleza (no unificada, puesto que lo escinde en su relación con los demás, más que consigo mismo). Por un lado, la que anhela la tranquilidad del hogar (y el buen gobierno), y por otro, la que le impele hacia lo desconocido. Es el suyo un mundo que aún presenta bastantes lagunas, prestas a ser exploradas. Aspecto que, en la actualidad, podemos extrapolar al resto del cosmos.

En este sentido, la posterior estancia en la isla de Circe será decisiva. La Maga también está interpretada por Mangano, lo que ofrece otra interesante dualidad. En este reino donde predominan las tonalidades azuladas y verdosas, Ulises ve en Circe el rostro de su amada Penélope, como forma de intromisión en la mente del hombre, mostrándose -también a los espectadores- bajo los rasgos de la seducción más tentadora; o bien, conforme a los parámetros estéticos de Ulises, por parte de este, tal cual él la ve. Es la erótica del éxito (de Troya) y un modo de atraer a un “alma gemela”, para que estés tan solo como yo lo estoy. Al menos, por una noche… que acaba convertida en seis meses.


El hecho es que Circe hace las veces de Calipso en el relato cinematográfico, y el episodio también incluye la entrevista -más que una visita- en el plano del Hades. Son otras dos buenas soluciones puestos a reparar en gastos y en pulcritud argumental. Lo que no varía es el hecho de que, al hablar con sus compañeros de armas y con su fenecida tripulación, Ulises comprenda la responsabilidad de una existencia no consagrada únicamente al ámbito terrenal.

No son las citadas las únicas -e inevitables- licencias que ofrece la película. En su enfrentamiento con Polifemo (Umberto Silvestri), la narración obvia el divertido detalle de la huida bajo el vientre de las ovejas, no tanto por cuestiones del decoro como de verosimilitud. A su vez, el grupo de pretendientes que asola el palacio de Ulises encuentra un inmejorable portavoz en el Antínoo de Cefalonia encarnado por el insustituible Anthony Quinn (1915-2001).

Como curiosidad, la idea de tensar el arco de Ulises como prueba “imbatible”, destinada a los aspirantes de la mano de Penélope, es primeramente sugerida a Telémaco por la criada Euriclea (Sylvie). Cuando al fin Ulises lo tense e imparta justicia de época más que poética, el héroe habrá completado el círculo de su viaje terreno, iniciado con la campaña de Troya, para dar paso a una mayor apertura de conciencia (el recorrido espiritual esbozado en el Hades y reclamado por Penélope, al final de la película).


Se suele recordar al realizador italiano Mario Camerini (1895-1981) por esta bien elaborada e imaginativa puesta en escena de la Odisea de Homero (c. VIII a. C.), que sin duda merece ser tenida en cuenta dada su buena factura cinematográfica. Producida por Dino de Laurentiis (1919-2010) y Carlo Ponti (1912-2007), Ulises (Ulisse, Lux Films, 1954) contó con la fotografía del excelente Harold Rosson (1895-1988) y con una no menos sugestiva música de Alessandro Cicognini (1906-1995), editada, en su día, por el sello Legend (CD08).

Podemos comprobarlo en el bello pasaje de las sirenas, o en el ejemplarmente filmado desquite de Ulises hacia los antedichos pretendientes, que casi son contemplados como la personificación de unos amenazadores entes revividos.

Antes de que esto suceda, un Ulises disfrazado de mendigo ha hablado con Penélope –sin que esta se aperciba de su identidad-, tras lo cual, en lugar de ser reconocido por la fiel sirvienta o ama de llaves Euriclea, lo es tanto por Telémaco como por su leal perro Argos (al que aún esperan saludables días de celuloide).

Escrito por Javier C. Aguilera



Muerte en las nubes, de Agatha Christie

07 agosto, 2016

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Hay grandes autores de novela negra, pero quien ha dejado una marca personal en la historia del género es, sin duda, Agatha Christie (1890-1976). Británica como el creador de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle, supo ganarse un nombre por encima de sus personajes más célebres, el detective belga Hercules Poirot y la anciana Miss Marple, ganando la partida en la historia literaria a un Conan Doyle que pervive bajo la sombra de su creación, a pesar de haber escrito más obras de interés. 

Sin duda, tiene tras de sí toda una serie de obras muy entretenidas basadas en el mundo de la investigación, la deducción y los crímenes, por supuesto. Entre sus novelas hay obras clásicas del género negro como Asesinato en el Orient Express (1934), Muerte en el Nilo (1937), Cita con la muerte (1938) o Diez negritos (1939), por mencionar algunos.

Sin duda, sus viajes por el mundo, gracias especialmente a su segundo matrimonio con el arqueólogo Max Mallowan. Y logró ser una voz personal en el mundo literario, ofreciendo perspectivas diferentes a lo expuesto por Conan Doyle y trazando líneas que posteriormente serían imitadas, como comentaremos más adelante.

De todas sus obras, hoy no nos vamos a acercar a una de las más conocidas, pero eso no la hace menos disfrutable. Nos referimos a Muerte en las nubes (1935). En esta ocasión, durante un vuelo en el avión Prometheus desde París hasta Croydon (municipio de Londres), una pasajera muere en su asiento, como descubre uno de los azafatos. Sin embargo, lo que podría haber pasado por un fallecimiento casual, fruto quizás de la avanzada edad de la mujer o de la picadura de una avispa, pronto se convertirá en un asesinato tras descubrir uno de los pasajeros un dardo envenenado en el suelo y la señal de que había sido clavado en el cuello de la víctima. Este pasajero no es otro que Hercules Poirot, que viéndose inevitablemente relacionado con el caso, incluso convertido en sospechoso, comenzará a investigar a partir de sus intuiciones, con sus células grises.


El asesinato realizado mediante una cerbatana debería haber llamado la atención de los pasajeros, pero nadie vio nada. Nadie se considera culpable. Y a partir de aquí comienza el auténtico relato. Sin duda, Agatha Christie es metódica en su elaboración narrativa: muestra los diferentes interrogatorios, la lista de objetos personales, hasta la vista oral, de modo que el lector tenga una imagen nítida del caso y los mismos elementos que Poirot para descubrirlo. Aunque la solución sea bastante compleja. A ello debemos sumar las sospechas de otros personajes y los giros que provoca según avanza la trama para desviar la atención generalmente del auténtico asesino. Sin duda, hoy en día este modelo lo tenemos más presente, pero la forma en que lo desarrolla la autora es magistral.

A diferencia de otros relatos, centrados normalmente en los pensamientos del detective, al modelo por ejemplo de los episodios de la serie Detective Conan (1996-) o de multitud de series procedimentales como la franquicia CSI, o desde la perspectiva de algún ayudante, como era el caso de Watson, como narrador, respecto a Holmes, el detective es una figura más de todo un plantel de personajes con vida propia, con sus propios problemas. Sin duda, hay varios que destacan por su importancia o relevancia en el caso, pero su inclusión le permite a Agatha Christie dibujar distintos temas que se alejen del crimen en sí. Desde el trabajo real de la víctima, como prestamista, pasando por la rutinaria vida de Jane Grey como peluquera, hasta la parodia del escritor de novelas negras, con Daniel Michael Clancy, o los problemas que le suponen a un dentista, Norman Gale, verse involucrado en un caso de homicidio.

Fotograma del capítulo Muerte en las nubes de la serie Poirot (1969-2013)
En este sentido, se enriquece el contenido de la novela más allá del argumento base, aunque los detalles que se toquen sean mediante pinceladas, lo que bastará a cualquier lector avezado a suponer las historias tras cada personaje. No obstante, esto es también un defecto, dado que al pasar por encima de varios temas, se acaba por no profundizar en ninguno, y el resultado es que las subtramas acaban siendo superficiales, a pesar de que le sirven a Agatha Christie para verter críticas a aspectos sociales determinados y de que da una mayor entidad a los personajes a la que otros autores de su época les daban en este género, al estar demasiado centrados en la figura detectivesca, como mencionábamos antes. En Muerte en las nubes, podemos encontrar cuestiones como el miedo a las apariencias del Conde de Hordbury, los peligros de los juegos de azar y la cocaína con la Condesa, el peculiar comportamiento y las dificultades económicas de los arqueólogos, algo que conocía bien la autora, incluso esa necesidad de buscar algo mejor cuando percibes que tu vida se ha vuelto anodina. 

Caso peculiar el de uno de los sospechosos, que ya hemos mencionado, Daniel M. Clancy, autor de novela negra. Es curioso cómo para algunos investigadores, como el también conocido inspector Japp, este se convierte en un sospechoso evidente, dado que, como ocasionalmente algunos lectores aficionados al género hemos pensado a modo de chanza, ¿quién mejor que un autor de novela negra, con todos sus conocimientos sobre el crimen y sus distintas ocurrencias para crear ficción, para cometer un delito tan peculiar? Al respecto, Poirot llegará a comentar, ante el debate de sus compañeros, que a pesar de sus rareas, realmente es necesario que un escritor tenga ideas en la cabeza (p. 65). Más adelante, este personaje en concreto se nos asemeja como una especie de parodia estrafalaria de autor de género, empeñado en sorprender a sus lectores de las maneras más ilógicas, como mostrará al comentar con nuestro detective belga cómo piensa enriquecerse gracias al caso en el que se ha visto involucrado.



-A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo. [...] Así es como ha hecho fortuna más de un curandero. Invitan al paciente a que se siente y les cuente cosas. Que si se cayó del cochecito a los dos años, que si su madre, comiendo fruta, se manchó el vestido un día, que si al año y medio se tiraba a su padre de las barbas. Y luego el curandero le dice que ya no sufrirá más de insomnio y pide dos guineas, y el paciente se va muy contento, contentísimo, y quizás duerma bien aquella noche.
-¡Qué ridículo!
-No, no es tan ridículo como usted se figura. Se basa en una necesidad fundamental de la naturaleza humana, en la necesidad de hablar, de revelarse uno a los demás. (p. 140)

La fórmula que sigue la autora de proporcionarnos la información orienta en distintas direcciones dejando de forma ocasional pistas hacia el culpable, a pesar de que en gran parte de la obra sea alguien que a ojos de los demás resulte inocente. Para ello, emplea ciertos vacíos argumentales que se hilan cerca del final, que en el caso de Muerte en las nubes no es especialmente espectacular, aunque resuma bien las ideas y resuelva el caso de una manera que ya consideramos tradicional: con el detective acusando al asesino que ya se creía protegido por las circunstancias y libre de sospecha.

Antes de finalizar debemos referirnos a Poirot, nuestro peculiar detective belga, que como mencionábamos no es el epicentro de la novela, al tener un protagonismo repartido, pero cuya personalidad se eleva sobre el resto de personajes. No se trata de un personaje representado de una forma tan elevada como le sucedía al Holmes literario, sino que encontramos en él algunas tendencias que le han sido otorgadas al detective de Conan Doyle en sus distintas versiones posteriores, con cierto comportamiento puntilloso, algo vanidoso y extraño, en parte por sus modales desfasados y sus reacciones o estrategias de investigación poco habituales. Por no hablar de que no estamos ante un portento físico o atractivo, siendo su gran bigote su elemento más característico.

Otra peculiaridad que acompañará siempre a Poirot y, por tanto, a Agatha Christie, es la desconfianza hacia las personas, incluido él mismo, algo que es evidente cuando sus compañeros investigadores tratan de apartarlo de la lista de sospechosos, pero él insiste en permanecer en ella. Por último, debo mencionar la serie sobre el personaje que reseñó nuestro compañero Javier anteriormente, que cuenta además con un capítulo que adapta esta misma novela: Poirot (incluyendo su última temporada aparte, en una entrada posterior).

Si el nombre de Agatha Christie está tan ligado al género negro es por novelas como esta, que configuran una forma de proceder que ha sido imitada por muchos otros autores posteriormente, por ejemplo, por Rowling en El canto del cuco (2013), creando un legado literario personal dentro de un género tan atractivo como este.

Sin considerarla de las mejores, dado que, aunque no puedo compararlo con otras obras de la autora consideradas excelentes, sí puedo hacerlo con otras del género, da una buena muestra de sus capacidades. Sus procedimientos invitan al lector a participar, a hacerse una idea del caso, aunque a la vez juegue con él, creando obras entretenidas, que pueden funcionar como un rompecabezas y donde no se deja escapar la oportunidad de realizar un breve, pero intenso retrato de los usos, costumbres y vicios de las personas de su época.

Escrito por Luis J. del Castillo




Clásicos Inolvidables (CVII): La Ilíada y La Odisea, de Homero

05 agosto, 2016

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Busto de Homero, I D.C., Museo Nacional del Prado
En literatura, el realismo no consiste únicamente en narrar unos hechos que han acontecido “de verdad”, sino también en saber inventar una serie de personajes y acontecimientos que parezcan creíbles. De ahí el estupor que nos causa a muchos el desconocimiento, cuando no rechazo, hacia determinada literatura de género, como la gótica o de ciencia ficción, en determinados ámbitos académicos.

Y es que el “don de lo clásico” no es privativo de los artistas consagrados por la tradición ni de la fugaz actualidad de las modas editoriales, esos clásicos prefabricados que siempre parece que hay que leer por obligación.

Pero dicho esto, nadie pone en duda la perpetuación de muchas creaciones artísticas dadas sus cualidades humanas; atemporales y universales. Tal es el caso, entre otros muchos autores, de Homero (c. VIII A.C.), que si por algo sigue fascinando y entreteniendo al lector moderno -más que al actual- no es solo por las características de su talento literario sino, además, por la majestad pionera y realista de su adscripción al género fantástico.

A menudo observo cómo hermeneutas y docentes caen en el error de equiparar al personaje-tipo, o arquetípico, con un talante preestablecido. Pero no deberíamos dar por sentado que el tipo narratológico es una cualidad cerrada, por muy estructurado que se nos muestre en teoría. Muy al contrario, en la práctica, esta “tipicidad” permanece abierta, no ya a multitud de lecturas, sino de sustancias narrativas, como corresponde a toda naturaleza humana, ambigua por definiciones.

Ojo avizor con los reduccionismos, pues no se puede pretender que el sujeto arquetípico se corresponda solo a uno, en lugar de a varios. Las estructuras de análisis pueden ser monolíticas (¡y mira que se han ido superponiendo monolíticamente!), pero las manifestaciones artísticas casi siempre las desbordan, negándose a ser encorsetadas, de igual modo que “lo literario”, en cuanto creación e interpretación, conlleva una determinada motivación, al igual que aporta impresiones y lecturas muy particulares.

Por ello, (pre)existen bastantes tipos de héroes y villanos, aún formando parte de una entidad literaria bien definida: la de héroe o villano. Y es que incluso en hermenéutica el dichoso poder restrictivo causa estragos. Por suerte para los aficionados al arte, los grandes mitos saben adaptarse a todos los tiempos.


De hecho, un héroe actúa desde lo mejor de sí mismo, sean cuales sean las circunstancias que lo atenazan. En este sentido, todos podemos convertirnos en héroes de cuando en cuando. Según lo expresó Dante (1265-1321) en su Divina Comedia (Divina Commedia, c.1321), las motivaciones de Ulises tuvieron que ver con la sed de conocimiento, pues quien no se arriesga no cruza la mar.

Dice el héroe de Troya que ni la filial dulzura, ni el cariño / del viejo padre, ni el amor debido / que debiera alegrar a Penélope / vencer pudieron el ardor interno / que tuve yo de conocer el mundo, / y el vicio y la virtud de los humanos (…) Hechos no estamos a vivir como brutos / mas para conseguir virtud y ciencia (Infierno, XXVI). Pero además de a lo desconocido, Antonio Machado (1875-1939) nos recordaba que también se canta lo que se pierde (juventud, relaciones familiares, inocencia, ideales…).

Ulises y las sirenas, de Herbert J. Draper
Como observa David Abulafia (1949) en su monumental y excelente El gran mar (The Great Sea, 2011; Crítica, 2014-16), para los antiguos helenos, las consecuencias de la caída de Troya no se limitaron al derrumbe del mundo heroico de Micenas y de Pilos, sino que también quedó en la memoria como el momento en que los griegos se pusieron en marcha y empezaron a navegar por el mediterráneo y más allá; se trataba de una época en la que los marinos se enfrentaban a los peligros del mar abierto; peligros animados en forma de cantarinas sirenas, de la bruja Circe o de cíclopes de un solo ojo. Los mares agitados por las tormentas de la Odisea de Homero y de las otras leyendas que hablan de héroes que regresan de Troya, seguían siendo lugares muy inciertos cuyos límites físicos apenas se describían (pgs. 110-11).

Ciertamente, La Odisea es un regreso a las raíces. Pero a las raíces tal cuales fueron conocidas y atesoradas por la mente, lo que comporta un cambio: el de percatarnos de que lo recordado no era tal, o bien, que el presente ha mudado la faz del pasado. Por otra parte, la lectura del viaje interior (no como sustitutivo, sino como complemento del geográfico), confirma el que Ulises pueda vivir para siempre, en espíritu, gracias a la inmortalidad de las letras, estadio que es más importante que el que ofrecen la fama y la gloria terrenales, que se corresponden, por ejemplo, con un inteligente rasgo de soberbia puesto en boca de Ulises, cuando este revela al Cíclope su verdadero nombre, una vez ha logrado escapar de este, tras haberlo engañado anteriormente con su identidad.

Este rito de paso hacia la experiencia trascendente es el principio motor del viaje interior y la gran lección que Homero, por medio de su personaje, comparte con nosotros. E interesante es constatar que esto sucede cuando Ulises aún no ha alcanzado la senectud. Su madurez es más ontológica que cronológica.

Aquiles y Héctor, por J. Schnitz
Son los azares continuos de una vida regida por lo aparentemente casual, tras las victoriosas campañas de la vida -del plano físico-. Por ello, no es gratuito que en ese caminar, prime el contacto, traumático a veces, enigmático siempre, con el mito, en forma de criaturas de todo pelaje y condición, como metafóricamente sucede en esta vida; en suma, ante lo desconocido.

Privilegio de los escogidos será la indagación de esa otra vida en el Hades, aún por interpolación del texto, en los cantos XI y XXIV. Un Hades que, ya sea interpretado de forma alegórica como santuario de adoración a los difuntos o como zona fronteriza y mágica en la que interactuar con los mismos, supone un espacio para la reflexión. Del mismo modo que el bordado de Penélope se muestra como metáfora de esa otra vida anterior, esta vez física -la convivencia con su marido-, por la que merece la pena ganar todo el tiempo posible (tan fiel es Penélope, ¡que sin duda ha debido tener una premonición acerca del desenlace de los acontecimientos!).

De nuevo Abulafia: Homero solo había explicado unos pocos días del asedio de Troya en La Ilíada; y los viajes de un solo héroe y los de un hijo en busca de su padre, en La Odisea. Quedaban muchas oportunidades de rellenar los huecos, y era mucha la tradición oral que los autores griegos podían explotar, desde Hesíodo, en el siglo VII, hasta los grandes dramaturgos de Atenas (pg. 112). Es por ello que nos permitimos, desde la modestia, esta lectura iniciática. De hecho, no es extraño que Abulafia dedique su obra a la memoria de nuestros antepasados.

Atenea, Aquiles, Héctor y Apolo
En su edición para Cátedra de La Ilíada (Letras Universales, 1988-1998), José Luis Calvo (-) argumenta que la obra de Homero es ya una nutrida fusión de elementos dispares, una unidad narrativa de temas inspirados en el folclore mediterráneo y Anatolio, que se corresponde con el ocaso del imperio micénico (pgs. 9-10).

Para entenderla en toda su magnificencia conviene recordar su carácter oral primigenio, medio en el que se gesta a través de formulaciones repetitivas (en un sentido práctico) y de retentivos adjetivos, que derivan en una suerte de cantinela mágica, de belleza primordial y atávica. Baste recordar algunos símiles homéricos, como el mar del color del vino, las aladas palabras, los cascos de hueca mirada… incluso la descripción del blindaje bélico de aqueos y troyanos, cuerpos protegidos por el bronce, armaduras que refulgen como la estrella Sirio (Aquiles contemplado por Príamo)…, imágenes construidas sobre metáforas y prodigio de la modernidad más vanguardista (una vez más, el milagro de la tradición). Hasta los “malos” son personajes tan elegantes como los del cine clásico.

Así, ante el telón de fondo de una guerra, destaca la idea de la debilidad del hombre, efímera criatura sometida a poderes superiores (23). A través de la ira y de mil ardides más, los dioses engañan a los seres humanos, o se sirven de ellos, por medio de la ira que impregna el hado de los mortales (26). De este modo, Afrodita salva a Paris de su combate con Menelao o Poseidón se indigna ante el favoritismo que muestra Zeus hacia los troyanos (canto XIII); si bien, es el canto XX el de mayor desfachatez en cuanto a la intervención de los dioses; sin olvidar el regalo envenenado del Saco de los Vientos ofrecido a la tripulación de Ulises en La Odisea (X).

Sin embargo, al contrario que en La Ilíada, en La Odisea los dioses se declaran como no responsables de los avatares humanos, aunque intervengan en estos de una forma indirecta. Es un significativo peldaño, alcanzado en cuanto al libre albedrío y como manifestación individual del ser humano frente a las adversidades. De este modo, Aquiles, héroe de Troya (Ilión en griego) experimenta una transformación sustancial ante Príamo, el padre de su enemigo Héctor. Recordemos cómo la base de los conflictos, aún por enmarañamiento de los dioses, se cimenta en deseos, odios, caprichos y anhelos enteramente humanos.

La súplica de Príamo a Aquiles, por Alexander Ivanov
Antonio López Eire (1943-2008) incorpora un excelente resumen de La Odisea (23) en su correspondiente edición para Cátedra (Letras Universales, 1989-2012). Fuera quien fuera -o quiénes fueran- Homero (como sucede con Shakespeare, [1564-1616]), el autor pasa a ser un demiurgo original e innovador que ensambla y reelabora los materiales anteriores, proporcionando una nueva y afortunada etapa en la que, como queda dicho, se reestructuran y recrean los poemas breves que, en torno a la Guerra de Troya, venían cantando los aedos desde el siglo XII A.C. (20, 22). Algo cada vez menos frecuente, puesto que con cada vuelta de tuerca literaria suele disminuir de forma progresiva la calidad estilística de un argumento, a modo de los distintos estratos que acabaron por cubrir la original bahía de Troya.

Mezcla de lo terreno y lo sobrehumano, de realidad y ficción (¿o no hay tal diferencia?), en la obra de Homero todo es humano, tanto lo real como lo fingido (10). Una interacción entre lo divino y lo humano que fija nuestra tradición cultural más arraigada. Al fin y al cabo, Homero actúa como un médium que solicita de las musas la inspiración para poder relatar el viaje de Odiseo (en el original griego; Ulises, en su transcripción latina).

Por ello, retornando -nunca mejor dicho- a La Odisea, la diosa Atenea ayuda a Ulises, a guisa del forastero Mentes. De igual modo que, una vez cegado Polifemo, es Poseidón quien dificulta su regreso (IX); una peripecia que se nos narra en flashback. Así mismo, la maga Circe convierte a la tripulación de Ulises en gorrinos (X) y Calipso le ofrece a este nada menos que la inmortalidad (XII).

Ulises y Calipso
Los dioses son lo que esperamos de ellos, un modo de interpretar esa otra realidad, que ni la quita ni la pone. Son dioses aburridos de su inmortalidad y con sus propias limitaciones, lo que confiere al ser humano su cualidad de especial, de individuo, en un tiempo en que los años parecen poseer otro valor en su contacto con lo paralelo, y en una tierra en la que los presagios son tomados tan en serio que se solapan con los universos alternativos de otras literaturas; si bien, todas confluyen en uno solo.

Obrando en consecuencia, una vez ha rechazado Ulises el ofrecimiento del placer imperecedero que le brinda Calipso, el legendario combatiente se enfrenta a una paz artificial o forzada en su vuelta a Ítaca: Atenea, en connivencia con Zeus, vuelve a intervenir (deus ex machina) deteniendo la lucha final entre los parientes de los fenecidos pretendientes de Penélope y la familia de Ulises, en la finca de Laertes (una vendetta en toda regla), haciendo que sean olvidados todos los muertos y poniendo fin a la obra, que no a la vida de sus protagonistas (XXIV).

Saludable artificio, en el que J. L. Calvo se adscribe a la teoría de un único autor principal (por cierto, que tanto la introducción de López Eire como la de Calvo poseen el valor nada despreciable de la concisión). La cuestión de la autoría de ambas epopeyas atañe más bien a si esta es la responsable de las dos obras. Como ejemplo más palmario de interpolación, además de las ya citadas visitas al Hades, Calvo menciona la Segunda Asamblea (V), o la inclusión de los cantos XXIII -en parte- y XXIV. Para el caso es lo mismo, La Odisea es la gesta del conocimiento y supervivencia del ser humano, consigo mismo y con los demás. Una gesta, no en vano, narrada por Ulises en primera persona, como sucede con la gozosa verosimilitud que desprenden los grandes relatos góticos de misterio.

La entrada del Caballo en Troya, de Tiepolo
Precisamente, la perfección de todo viaje consiste en la búsqueda de algo diferente y en el encuentro de aquello que no se buscaba. En suma, en hacer coincidir los intereses y evolución de la historia universal con las aspiraciones y necesidades de la historia personal. El viaje es un encuentro, y con frecuencia, un encontrarse. Gnosce te ipsum.

En este sentido, La Odisea es una cartografía de los sueños, que se instalan en un escenario nuevo, tras el ambiente cruento y más resueltamente heroico que ofrece La Ilíada, donde queda inserto el hiato narrativo que supone la victoria pírrica de todos los vencedores de Troya (el asesinato de Agamenón, la posterior caída de Micenas…). Si en La Ilíada el escenario es la vileza intrínseca al ser humano, en función de un código mucho más rígido, en La Odisea lo es la relación de este con la restante naturaleza; a veces, con forma y conforme a los dioses, aunque igual de despiadada que la íntima.

Pese a todo, en ambas obras el trasfondo fusiona la historia con el mito (ese Caballo de Troya, ¿es arma con ariete o ardid fantasioso?). Naturaleza e historia convertidas en arte, transformador de la vida en espléndida literatura. Porque a donde llevan los libros no se puede ir de ninguna otra manera. Todo cuánto nos rodea sirve únicamente para hacernos recordar y revivir lo ya leído o aquello que nos queda por leer.

Escrito por Javier C. Aguilera


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