Gramática de la fantasía, de Gianni Rodari

08 septiembre, 2016

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Con bastante asiduidad se ha minusvalorado la importancia de la literatura dedicada a niños y a jóvenes, cuando en realidad en este tipo de literatura reside el germen para el lector del futuro y, aún más, para la formación de ese futuro lector. En muchas ocasiones, ha sido tachada de simple, de fácil e, incluso, de mala literatura, cuando en realidad debemos referirnos a las obras en concreto, porque no hay literatura buena o mala, sino libros buenos y malos. Y aún así, nadie conoce qué libro, sea bueno o malo a ojos de los demás, puede tener la llave para atraer a un nuevo lector. Pero en esta ocasión no vamos a hablar de un libro perteneciente a la denominada LIJ, sino al contrario, de un libro que habla de cómo fomentar la creatividad, de indagar en las claves y técnicas para que los niños pasen de ser agentes pasivos ante lo literario a ser activos, a inmiscuirse y plantearse esas historias. Nos acercamos a la Gramática de la fantasía (1973, publicación original).

Esta obra es uno de los grandes legados de Gianni Rodari (1920-1980), cruce de escritor, pedagogo y periodista italiano que dedicó gran parte de su vida a la literatura infantil y juvenil, con una obra muy imaginativa y creativa, marcada por la fantasía, pero también por su ideología.

En esta gramática, subtitulada Introducción al arte de inventar historias, nos encontramos un ensayo ideal para maestros y profesores, para padres y para personas interesadas en la creación y en motivar a niños en este campo. En definitiva, un trabajo fruto de años de dedicación a este campo donde proporciona ciertas constantes que él mismo ha empleado en el mundo de la fantasía y donde pretende abrir un hueco a la imaginación en la educación.

Gianni Rodari
Esta particular gramática se distribuye en 45 capítulos, de extensión muy variable y que podrían articularse por secciones; por ejemplo, una dedicada al mundo de la fábula, cuestión en la que profundiza durante varios capítulos seguidos. No se trata de un ensayo sesudo o complejo, sino más bien de una apuesta personal del autor para ilustrar a otras personas en el mundo de la creatividad y la imaginación de una forma cercana, amena y, como señalábamos, personal. La Gramática de la fantasía se convierte así en una mezcla de actividades para inventar o incentivar la creación de historias, con ejemplos como el "binomio fantástico", datos bibliográficos varios de distinta índole (literaria, lingüística, psicológica...), pero sin una gran profundidad, y pequeños fragmentos de recuerdos propios, que engarzan la ficción con la realidad humana.

Por situar un ejemplo, en el capítulo 21, donde Rodari plantea el esquema de las fábulas calcadas, nos sitúa de pronto ante un recuerdo de su padre, que era panadero, venido a través de la palabra "horno", esencial en la historia de Hansel y Gretel. Como señala, esa palabra ha tirado el anzuelo de mi memoria, y ha sacado un bagaje de recuerdos entre afectuosos y tristes, que se mezclan con la historia de dos niñitos abandonados en la fábula vieja y en la nueva (pág. 71). Estos momentos breves, pero de gran concentración emotiva, otorgan un carácter más humano y cercano a la obra, proyectando a su vez la intensa relación que existe entre lo que creamos como ficción y la ficción que recreamos de nuestra memoria. Precisamente hacia el final de la obra nos encontramos con una reflexión en torno a cómo los niños inventan de forma natural mientras juegan, en un análisis del juego de dos niños mientras Rodari los observa desde su ventana.


En primer lugar, la fábula es para el niño un instrumento ideal para que el adulto permanezca junto a él. La madre está siempre tan ocupada, el padre aparece y desaparece según un ritmo misterioso que es fuente de continuas inquietudes. Es raro que el adulto disponga del tiempo que desearía para poder jugar con el niño como él querría, con dedicación y participación, y sin distracciones. Pero con la fábula todo es distinto. Mientras dura, la mamá está con él, toda para el niño, como una presencia consoladora que le ofrece protección y seguridad. En ocasiones, cuando el niño, después de la primera pide una segunda fábula o historia, no hay que pensar en un auténtico interés en su contenido, o en su desarrollo; a menudo se trata de una excusa para prolongar la presencia del adulto, de la mamá, sentada junto a su cama, o sentados ambos en el mismo sillón. Es particularmente importante que la mamá se sienta cómoda, para que no le vengan ganas de escaparse demasiado pronto... (pág. 138)

De forma externa podríamos considerar que esta gramática bien podría considerarse una anatomía de la fantasía, dado que la mayor parte está dedicada a desglosar distintos procedimientos creativos, con ejemplos y referencias justas y precisas. Desglosarlos sería resumir la esencia del ensayo de Rodari, aunque podemos apreciar que en todas ellas se trata de buscar el giro de tuerca a la ficción conocida, de hallar relaciones inesperadas jugando con las palabras y, por tanto, con la realidad, o de tratar de crear hipótesis nuevas que produzcan una nueva realidad para los niños. Todo ello sin faltar ciertos análisis, incluso rozando el psicoanálisis, de las respuestas que el propio Rodari fui recabando.

Sin embargo, también es inevitable observar la ausencia de objetividad. Como el propio autor afirma hacia el final de la obra, faltan (o faltaban en su época) estudios sobre cómo inventan los niños y aunque no duda en señalar la cantidad de obras que le han servido e inspirado tanto de forma directa como indirecta, es notable el peso personal que ya señalábamos, incluso en el estilo. Nos referimos, por ejemplo, a las continuas alusiones a su falta de conocimiento, empleando la captatio benevolentiae ya desde el prólogo, acompañando a las causas de la creación de esta obra, o también a su evidente postura de servir a sus lectores, pero sobre todo a los niños que puedan verse favorecidos por estas técnicas, a su imaginación va dedicada esta obra precisamente. Pero podríamos decir más: esta obra no alimenta la imaginación, sino que trata de ayudar a que los niños se puedan plantear su realidad, ayudando tanto a romper esquemas impuestos (ahí tenemos los capítulos dedicados a lo escatológico) como a reinventar la realidad para trabajar su pensamiento en un sentido amplio, incluso anticipando las operaciones formales, en terminología de Piaget.


El encuentro decisivo entre los niños y los libros se produce en los bancos de las escuelas. Si se produce en una situación creativa, en que cuente la vida y no el ejercicio, podrá surgir aquel gusto por la lectura con el que no se nace, porque no es un instinto. Si el encuentro se produce en una situación burocrática (copias, resúmenes, análisis gramaticales, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional: "examen-calificación", puede nacer la técnica de la lectura, pero no el gusto por ella. Los niños sabrán leer, pero sólo lo harán obligados. (pág. 149)

Regresando a la cuestión de la objetividad, la obra deja cierta sensación de que lo planteado es superior a otras técnicas, mostrándose Rodari como moralmente superior al tachar de negativas otras prácticas docentes. Si bien es cierto que lo que plantea en esta obra tiene un gran interés, parece que, de forma consciente o inconsciente, nos quiere transmitir que lo dicho en Gramática de la Fantasía funciona a la perfección, reiterándonos de forma continua sus buenos efectos en la ciudad Reggio Emilia (donde se forjó el germen de esta obra), incluso planteando que en aquellos centros donde no se hacía, los niños estaban encantados con estos procedimientos. No podemos dudar de sus beneficios y de su necesidad, pero da la sensación de que no se hayan planteado defectos ni haya espacio para la mejora. 

A su vez, la ideología de Rodari queda bien establecida y plasmada, sobre todo en el último capítulo de la obra donde nos revela tanto sus intenciones como su propuesta pedagógica. Ahora bien, podríamos denominarlo como una persona radical, pero sin su sentido peyorativo, sino acercándonos al significado más puro de la palabra, es decir, que defiende la raíz de su pensamiento como la óptima por encima de otras. Es usual en educadores realmente preocupados por el sistema plantearse que hay que cambiarlo de forma completa, sin percatarse del hecho de que han llegado a esa conclusión habiendo pasado generalmente por ese mismo sistema. Con esto no quiero decir que defienda el sistema educativo tradicional al que se opone el autor, dado que también defiendo la postura de Rodari, pero considero que en su forma de plantear una nueva realidad, como sucede con otras personas a las que cita, dejan al azar de la creatividad humana la educación de los niños.

El niño de las gaviotas (Sueños), de Fernando Coral Dueñas
En efecto, considero prioritario el fomento de la creatividad en cualquiera de sus ramas, dado que servirse de la fantasía, la imaginación y la creatividad pueden impulsar no solo la literatura, sino también cualquier rama científica. Así, comenzar a ver las cosas desde otra perspectiva nos acercará posiblemente a un nuevo descubrimiento. No obstante, el azar al que me refería puede provocar, incluso, que los temores que también plasma Rodari en su obra se cumplan. Es sencillo: el resultado al que lleguen todos los niños, o cualquiera de ellos, no tiene por qué ser el deseado por nuestro pensador, e incluso puede resultar contraproducente. De forma similar a lo propuesto en La Ola (Dennis Gansel, 2008; película que a su vez se basó en un experimento real), el alumnado puede caer en los mismos errores en que ha incurrido la humanidad, incluso la humanidad mejor formada.

Con todo, lo que considero más oportuno es girar el enfoque. Partir de los hechos a lo general, no impartir reglas, sino llegar a ellas. La participación libre y creativa es parte fundamental de este sistema, aunque a su vez se necesita más tiempo, más medios y más interés. Rodari no se equivoca al querer invitarnos a descubrir lo que nuestra imaginación, nuestra fantasía, puede alcanzar y cómo funciona. Pero el tiempo pasa y apenas tomamos en cuenta lo que él, junto a otros, nos señalan. Puede que haya dicho que no tiene toda la razón en su propuesta, pero considero que pasar de un extremo (hacerle caso en todo) al otro (omitir cualquier sugerencia) es excesivo. Y, sin duda, estoy seguro de que los resultados que salgan de experimentar con la creatividad de los niños y adolescentes puede sorprendernos y hacernos descubrir que detrás de lo que pensábamos, hay mucho más.

En este sentido, la Gramática de la fantasía se presta a ser un primer paso, un paso aún bastante ignorado, pero del que podemos partir para buscar una educación diferente. Y es que sentirse libre para pensar y actuar es lo que muchos necesitan para encontrar motivación en las aulas. De eso estoy plenamente seguro.

Escrito por Luis J. del Castillo


Adaptaciones (LXII): Barry Lyndon, de Stanley Kubrick

06 septiembre, 2016

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Para el lector más perspicaz resulta fácil observar cómo una novela cuenta una historia determinada para luego decirle a uno cosas diferentes a las previstas, a modo de un lenguaje “encubierto”. Justamente, Flaubert (1821-1880) recordaba que existen muchas formas de leer, pero que hay que tener talento para leer bien (entre líneas). Pues bien, en este sentido, es Barry Lyndon (Ídem, Warner Bros., 1975), adaptación cinematográfica de la novela Memorias y aventuras de Barry Lyndon (1856), del escritor británico William M. Thackeray (1811-1863), un interesante ejercicio que narra una historia paralela a la original; o al menos, que la refiere de forma algo distinta.

Una narración que, comenzando por el final, concluye con un epílogo donde se asegura que, con el transcurrir del tiempo, todos los personajes descritos en la función, son ahora iguales; sentencia extraída del capítulo primero de la novela, pero que muestra conexiones con otros pasajes (por ejemplo, en los capítulos IV, respecto de la guerra, o XIX). Ya advertimos en nuestro comentario del libro cómo la película prescindía de los aspectos más abiertamente jocosos e irreverentes de la novela, para pasar a ilustrar los más decadentes y dramáticos, también expuestos en ella, escenificando el ocaso que antecede a una época (o a todas las épocas).

Sin duda, este punto de vista cadencioso es el que más atrae a Stanley Kubrick (1928-1999). Por eso, su puesta en escena del relato es mucho más parsimoniosa y mortecina, como se encarga de rubricar la fotografía de John Alcott (1931-1986). Por ejemplo, en el momento que se produce una pelea entre Barry Lyndon (Ryan O’Neal) y su ahijado, lord Bullingdon (Leon Vitali), donde se emplea una luz completamente naturalista (al estilo de Néstor Almendros, 1930-1992), para denotar una atmósfera visceral y espontánea, incluso primordial, en consonancia con la recreación de estampas históricas a la luz del ceremonial del esteticismo y las “buenas costumbres” de un neoclasicismo que ya estaba dando paso a un romanticismo menos encorsetado y más liberador.


De este modo, Kubrick transfigura el tono original del relato, ofreciéndonos su lectura y visión del mismo. En este caso, de una severidad de indudable raigambre artística, ya atestiguada por la reinterpretación de otros muchos géneros (el policíaco, el bélico, el péplum, el melodrama, el de terror, y la ciencia ficción, cósmica o anticipativa). A este respecto, es llamativo que tras el experimento de Teléfono Rojo, volamos hacia Moscú (Dc. Strangelove, Columbia Pictures, 1964), el realizador no se sintiera más atraído por la parte satírica que ofrece el libro, decantándose por su sentimiento trágico de la vida. La búsqueda de una prenda ocultada por la prima de Barry, Nora (Gay Hamilton), o los pocos momentos placenteros del matrimonio Lyndon, no son sino tímidos destellos irónicos en un devenir marcado abiertamente por la tragedia.

Con el empleo de la voz en off en tercera persona, debida a un narrador omnisciente (doblado al castellano por José Luis López Vázquez, 1922-2009), el realizador pone tierra de por medio y dota al relato de una mayor -aunque no necesariamente mejor- objetividad respecto al punto de vista del protagonista. A esta voz en off le corresponden la mayor parte de esos giros “irónicos” que se eluden por medio de la imagen. Con alguna que otra excepción, como la transición, estrictamente visual, que muestra a Nora y al capitán John Quinn (el insustituible Leonard Rossiter) bailando tras un desfile campestre, para consternación de Redmond Barry (antes de convertirse en Barry Lyndon).


De este modo, y por medio del guión, debido al propio Kubrick, el realizador aplica una considerable distancia, que sintetiza y redimensiona la experiencia de la novela. Por lo que, más que ilustrar lo que decía el autor, parafrasea lo que este quería decir. Ahora bien, aunque la adaptación ha sufrido un proceso, tanto interpretativo como respecto al metraje (pese a lo holgado del mismo, la azarosa estancia del protagonista en Dublín no es mostrada), los efectos acaban siendo los mismos: Barry Lyndon acaba mal parado.

De este modo, Stanley Kubrick prefiere que el peso devastador de la segunda parte del relato (menos voluminoso en la novela, pero igual de intenso), sea el espíritu que recaiga sobre el conjunto de lo narrado. Lo que se traduce en cierto estatismo e impostación de los personajes en el plano, que explica que la mayoría de duelos filmados sean a pistola, en lugar de a espada; una forma de enfrentamiento que para el Redmond Barry de la novela constituía poco menos que una salvajada, pues veía en ello una vulgarización del auténtico comportamiento de un caballero. Y decimos que la mayoría porque coexiste una notable excepción, al margen de la discusión que Barry establece con un soldado a puño limpio. Nos referimos a la ocasión en la que Redmond Barry ha de echar mano de su coraje y pericia para desfacer entuertos relativos a deudas de juego; casi podríamos decir que a asuntos de verdadero honor.


Estos duelos con armas de fuego asumen, por lo tanto, un papel más estático, o pictórico, si se prefiere, en la adaptación. A fin de cuentas, en Barry Lyndon, versión Stanley Kubrick, el paisaje irlandés, como todo paisaje contenido en la película, es un protagonista más, y muy destacado, dentro del relato. El realizador suele abrir el plano a la naturaleza, en lugar de a la inversa, hacia los personajes. O bien expande la desdicha de dichos personajes, sobre todo a partir de la segunda parte.

Más aún, el cambio de ángulo narrativo se traduce en la alteración argumental de un capítulo importante, como es el viaje de Redmond Barry a Dublín. En la película, el inexperto muchacho es asaltado con suma facilidad, en tanto que en la novela, lo es la señora Fitzsimons, a la que presta su ayuda un Barry bastante más desenvuelto. Tampoco es Chevalier de Balibary (Patrick Magee) su tío, sino un compatriota con el que, para colmo, se dice que no logra obtener resultados económicos demasiado fructíferos (todo lo contrario que en la novela).

De igual modo, el soldado Barry que permanece por unos días junto a la joven viuda Lischen (Diana Körner) lo hace como convaleciente en la obra literaria, porque ha sido herido por uno de sus camaradas, como él los llama, del ejército francés (V). Y por su parte, es evidente que lady Lyndon (Marisa Berenson) siente una atracción física por Barry, que en el libro se traduce en un complicado tira y afloja, en función del carácter más volátil o caprichoso de la dama, normalmente celosa y siempre dispuesta a irritarme (XII). En concienzudas palabras del propio Kubrick al crítico Michel Ciment (1938; en Kubrick, Akal, 2000), lady Lyndon está enamorada por todas esas razones estúpidas que tiene la gente para enamorarse de quien no debe. Lo que en gran medida es contrario al espíritu del personaje de la novela, donde es prácticamente forzada a contraer matrimonio; circunstancia que, a su vez, explica de una forma más verosímil el que para la dama resulte más llevadero el forzado exilio del marido.


Otro cambio interesante (creo que es inevitable que nos detengamos en ellos), atañe a la composición de la madre de Barry (Marie Kean). El personaje literario está en perfecta sincronicidad con el hijo. Hasta el punto de que el protagonista observaba cuan extraño era que por la mente de mi madre cruzaran las mismas ideas que por la mía (XVII). En la película no sucede así, en justa coherencia con la naturaleza del muchacho que nos está ofreciendo Kubrick. Este ha de recibir el pormenorizado y severo “estado de la cuestión” por parte de la madre, para comprender su situación dentro de la familia Lyndon. En este sentido, es curioso cómo el anti-héroe descrito por Thackeray se halla mucho más cercano al personaje interpretado por Ryan O’Neal (1941) en la notable Luna de papel (Paper Moon, 1973), de Peter Bogdanovich (1939).

Por otra parte, Kubrick sí que adopta el mecanismo literario del novelista de anticipar acontecimientos al lector (al espectador). Si sabemos lo que va a ocurrir, el suspense es de otro tipo (ibídem). De igual modo que asume la baja condición -no estamental- del repelente lord Bullingdon, como demuestran sus sibilinas instrucciones a Graham (Philip Stone), el administrador de la familia. Pero debemos insistir en que todas estas variantes particulares para nada desvirtúan el poder del relato -no así sus modos- o la lectura que se hace del mismo a través de la imagen.


Pese a su alicaído carácter, hay que señalar tres momentos en los que Redmond Barry muestra su lado más humano. Los dos primeros acontecen durante su permanencia en el ejército, y son aquellos en los que aparta a un malherido capitán Grogan (Fagan, en el libro; Godfrey Quigley) del encarnizado campo de batalla, como posteriormente salva la vida del capitán prusiano Potzdorf (Hardy Krüger). El otro será cuando evite disparar contra Bullingdon en el palomar, en un acto de conciliación que el desagradable milord, consumido por el odio, deja pasar por alto. La relación de Bullingdon con su madre es igualmente enfermiza; el caso es que no quedan demasiado claros ni los agravios que atribuye al padrastro, después de sus retahílas de improperios hacia este, ni el amor a ráfagas que siente por lady Lyndon. Quiero decir que no quedan “claros” salvo que contemplemos al personaje como un impertinente clasista y como el portador de un amor filiar totalmente interesado (como parecen corroborar las penúltimas imágenes de Barry Lyndon).

Debemos señalar, además, otros aspectos bien expuestos por Kubrick, como el envío de carne de cañón adolescente para el reabastecimiento de las tropas o el antedicho empleo de la luz natural, ya sea por medio de velas o a través de la luz diurna que penetra en los interiores. A esto se suma la magnífica labor en las adaptaciones de piezas musicales acometidas por Leonard Rosenman (1924-2008), con predominio de obras del siglo XIX sobre el XVIII (ahí hice trampa, observaba Kubrick). Dentro de ese punto de vista trágico y ceremonioso adoptado por el realizador, el compositor y arreglista rebaja los tempos, como sucede con la vivaracha Sarabanda de Händel (1685-1759), que aquí semeja una marcha fúnebre.

Escrito por Javier C. Aguilera

Mascotas, de Chris Renaud y Yarrow Cheney

04 septiembre, 2016

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Suele ser un tópico advertir cómo en el arte ya está todo hecho. En realidad, esto es tan solo verdad desde la perspectiva de quien conoce cuánto hay. Para un niño que lo está descubriendo ahora, puede que una historia que no contenga nada original, se traduzca en una experiencia irrepetible. Aún cuando a nuestros ojos, ya cansados de ver lo mismo en la pantalla, no haya nada nuevo bajo el sol. Por eso, no nos gusta que nos engañen con posibles argumentos novedosos y nos quejamos, lo cual es lógico, de que la industria se haya convertido en un continuo ir y venir de refritos, películas rehechas (llámense remakes, reboot o como se prefiera) y secuelas en ocasiones de dudosa necesidad. Curiosamente, como apelan a la nostalgia, como apelan a lo que sentimos cuando vimos aquellas obras por primera vez, resulta complicado resistir la tentación. Y las taquillas se llenan.


Esta cuestión también se da en el mundo de la animación, llegando a extremos inusitados como las continuas y cada vez peores secuelas del ogro Shrek frente a otras propuestas que saben mantener el tipo y trazar historias que, curiosamente, se basan a su vez en la nostalgia; ahí tenemos a Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010). Sin embargo, hay también propuestas que se nos venden como originales, como el caso de Mascotas (The Secret Life of Pets, Chris Renaud y Yarrow Cheney, 2016). Trasladados a Nueva York, nos inmiscuimos en la vida de una comunidad de mascotas diversas que combinen en un barrio de Manhattan. El protagonista, Max, está encantado de su vida junto a su dueña, hasta que la aparición de otro perro, Duke, le hará tener que tomar medidas para deshacerse de su rival.

Cuando uno ve la propuesta de Mascotas puede tener la sensación de que va a visionar una historia original, una obra divertida en torno a lo que hacen las mascotas en ausencia de los humanos, centrada quizás en sus interrelaciones, en sus problemas y, en definitiva, en su comportamiento tan semejante al humano, dado que esa es la perspectiva que se adopta. Pero al final, lo que uno encuentra en Mascotas es una buddy movie combinada con una alocada road movie. Lejos de querer resultar pedante, una buddy movie es la usual combinación de dos personajes, generalmente hombres, con una forma de ser contraria entre sí, que al atravesar toda una serie de dificultades juntos, terminar por reforzar una amistad insólita en origen. 


Suelen además combinarse con otro tipo de géneros, siendo por ejemplo usual el género policíaco, donde se combina a un policía recto y firme con otro de actitud más agresiva o ajena a las reglas que rigen el comportamiento policial. Otro típico es la road movie, es decir, la historia de un viaje en el que los personajes evolucionan a raíz de los acontecimientos que se suceden sobre el mismo. Hay cientos de ejemplos de este tipo de películas, pero por no alejarnos del mundo de la animación, podemos señalar desde la reciente Del revés (Inside out, Pete Docter, Ronnie del Carmen, 2015) hasta la ya clásica Toy Story (John Lasseter, 1995).

Es decir, al final, la idea original que se planteaba al menos en los primeros avances de la película, descubrir a los animales sin sus dueños, se pierde en pro de una historia más tópica, la de dos compañeros que no se llevan bien pero que acabarán por conciliarse tras una aventura juntos, algo que ya hemos visto en multitud de ocasiones. Si ya hemos mencionado a Toy Story podemos traer a colación también su secuela, Toy Story 2 (John Lasseter, Lee Unkrich y Ash Brannon, 1999), dado que en esta se trata el tema del abandono de juguetes, de la misma forma que en Mascotas se aborda el abandono de animales a través de toda una comunidad que habita en las cloacas de Nueva York.


Ahora bien, si en Toy Story los juguetes eran conscientes de sus límites para ser descubiertos por los humanos y eso se erigía como una característica idiosincrática del argumento; en Mascotas, por contra, como ha pasado también recientemente con Buscando a Dory (Finding Dory, Andrew Stanton y Angus MacLane, 2016), los animales se exceden en su actitud y la película acaba por regalarnos unas escenas demasiado inverosímiles para nuestra realidad y que tampoco casan con un final sin mayor repercusión social (ni siquiera una mención en las noticias).

Precisamente, la película se alimenta de una forma muy eficaz de los tópicos para el retrato de los animales protagonistas, como el carácter depredador del halcón, la amistad dependiente de los perros o el comportamiento arisco y solitario de los gatos, aunque en cierta medida todos acaban por verse neutralizados conforme avanza la película. Eso provoca que se entremezclen caracteres desdibujados con otros demasiado alterados que van perdiendo interés conforme avanza la trama, como es el caso del conejo Snowball, cuyas intervenciones nos muestran ciertos casos de bipolaridad psicópata con cierto grado de narcisismo, recreando una especie de villano que, al final, acaba por ser incomprensible. Como detalle a destacar, que al final sea una heroína la que demuestre mayor nivel de acción para rescatar a su amado y no haya sido a la inversa. Gidget, en su papel de enamorada empedernida, acaba por ser el personaje más coherente, quizás junto al dúo de protagonistas, Max y Duke.


Entre lo más destacable de la película, sin duda su nivel de comicidad, con numerosos gags, sketches (destacando el uso de la música, de diverso tipo y tiempo, como canciones de Grease y Fiebre del sábado noche; llamamos la atención sobre la fábrica de salchichas, que acaba siendo un símbolo sobre el alcohol o las drogas que tan solo los adultos comprenderán bien) e incluso diversas referencias, como el diálogo final de Con faldas y a lo loco (Some like it hotBilly Wilder, 1959) adaptado a una situación transanimal o el cartel de Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963) en la casa del dueño de Alitas. 

También los momentos en que la película se detiene tanto a mostrarnos la vida privada de los animales, como se nos prometía, aunque la mayor parte aparece ya en los trailers que anunciaban la película, o el retrato que se realiza de la relación entre humanos y animales tanto al principio como al final, rebelándose contra tópicos y dando a través de escenas amables un trasfondo emotivo que comprenderán quienes han compartido parte de su vida con una mascota. Incluso debemos agradecer la crítica que se infiere contra el abandono de animales o contra su utilización para fines indignos, como certifican el grupo de animales no domésticos, con casos como el cerdo completamente tatuado. Por cierto, el cortometraje previo que acompaña a Mascotas sobre los Minions viene a demostrar lo bien que funcionan estos personajillos para breves escenas y no tanto para un largometraje propio como el que han tenido.


Mascotas se une a la carrera, nunca mejor dicho, de los distintos estudios de animación por traernos nuevas historias de animales, ya sean secuelas, como la citada Buscando a Dory, o historias originales como Zootrópolis (Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush, 2016), aparte de las que quedan por llegar, como Cigüeñas (Storks, Nicholas Stoller y Doug Sweetland, 2016) o ¡Canta! (Sing, Garth Jennings, 2016). Sin embargo, Mascotas, al caer en un argumento que conocemos bien, acaba por resultar menos estimulante de lo esperado, dado que el espectador más sagaz estará más pendiente del próximo chiste que de la trama. Los niños, en general (aunque no podemos generalizar a la ligera), más acostumbrados y predispuestos a la repetición de algo que conocen, disfrutarán de ambas cosas.

Al final, estamos ante una película dinámica, que no se estanca en ningún tema concreto, sino que nos proporciona pequeñas dosis de cada uno de los que se tratan en la película. Por ello, no tiene una profundidad relevante, pero logra cumplir sus metas aún cuando no puede evitar caer en sentimentalismos habituales y en un esquema argumental bastante manido sin aportar grandes novedades. Suponemos que con su buena animación y para despreocuparse durante un rato no está mal.

Escrito por Luis J. del Castillo


Memorias y aventuras de Barry Lyndon, de William M. Thackeray

02 septiembre, 2016

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El deseo de aparentar lo que no se es, es inherente a buena parte de la humanidad en todas sus épocas. Aspiraciones, ascensos y caídas han sido retratados con largueza por la literatura. En más de un sentido, podemos considerar las Memorias y aventuras de Barry Lyndon (The Luck of Barry Lyndon, publicado por entregas en 1844, hasta su aparición en forma de libro, en 1856), del autor inglés nacido en Calcuta, William Makepeace Thackeray (1811-1863), como un relato de tintes autobiográficos, aunque no estrictamente basados en una figura en particular sino, más bien, en un amplio espectro social. 

En cualquier caso, parece que Thackeray sí que fue algo disoluto en su juventud y, como el personaje de su libro, también acabó por dilapidar su fortuna en una serie de arriesgadas operaciones especulativas. Tras una estancia en París, en la que estudió Arte, Thackeray regresó a Londres junto a su joven esposa irlandesa y se dedicó a la profesión periodística junto con la escritura de relatos y novelas. Como última curiosidad, podemos señalar que su esposa sufrió una depresión crónica, al igual que lady Lyndon en la novela padecerá accesos de (presunta) enajenación mental y otras enfermedades del espíritu.

William M. Thackeray
Las memorias y aventuras de nuestro protagonista están narradas en primera persona y su estilo es la sátira. El editor y responsable de la presentación de Valdemar Histórica (2000), Alfredo Lara (-), argumenta con bastante razón la ascendencia hispánica de la novela, relacionándola con nuestra literatura picaresca, tan característica del Siglo de Oro. Y también, como es lógico, con la posterior literatura “picaresca” inglesa de un Lawrence Sterne (1713-1768) o un Henry Fielding (1707-1754).

No sabemos hasta qué punto fue directo o indirecto el influjo de aquella literatura española, pero a la larga, toda creación artística establece fácilmente conexiones entre sí. En la picaresca, la descripción realista es el armazón sobre el que se edifica lo novelado, junto con otros elementos afines al género, como la narración en retrospectiva y en primera persona, una enérgica (y hasta saludable) necesidad de aparentar, cuyo complemento suele ser la disponibilidad de un pico de oro, la honda penetración psicológica y, sobre todo, un corrosivo sentido del humor, en el que el desarrapado o el petimetre se apoya de muy buena y satisfecha gana. Sin olvidar la estructura argumental de auge y batacazo del trajinado protagonista. Pese a todo, el pícaro suele mostrarse siempre muy lúcido, y hace partícipe -o mejor, cómplice- al lector de sus avatares y anhelos.

Durante la mayor parte de la novela, Redmond Barry nos cae inevitablemente bien porque es un jovenzuelo desvergonzado que se lo tiene muy creído, pero es honesto en su conducta en un mundo que no lo es. Por lo que su engaño vital no lo será tanto, aunque sin duda, sepa emplear sus trapaceras artes, que para él son inexcusablemente adecuadas y satisfactorias. Al fin y al cabo, ¿no lo hace todo el mundo? Y en cualquier caso, los personajes con los que arremete desde su privilegiada posición a-social (pues siempre será un desclasado) no son, como suele ocurrir, mucho mejores que él.

Desde luego, Redmond no es ningún pasmarote, sino un muchacho muy despierto pese a su corta experiencia (que pronto se verá ampliada). En aquellos buenos y viejos días, como él los califica (III), sus azarosas circunstancias son elegantemente contempladas por Thackeray a través de los ojos del mozuelo, gracias al optimismo e ímpetu de su arrogancia juvenil. Su resuelta fijación por aparentar y comportarse ante los demás como un auténtico caballero es totalmente sincera, desde el momento en que esta se inscribe en un marco histórico con diferencias de clase muy acusadas.

Una frescura y espontaneidad que, curiosamente, se verá sofocada bajo un manto de pesadumbre y severidad, rigurosamente cinematográfica, en la adaptación de la novela, de la que nos ocuparemos con mayor detalle en un próximo artículo. En esta, el personaje de Barry pasa de pícaro a víctima (por ejemplo, cuando es asaltado por los caminos), resultando mucho más lacónico y comedido. Por el contrario, no cabe en el muchacho creado por Thackeray mayor grado de franqueza, no necesariamente cínica (desde su punto de vista): había decidido consolidar mi fortuna por medio del matrimonio, como toda persona de posición (X). O, ¿para qué es buena la vida sino para alcanzar honores? Esto es algo tan indispensable que debemos lograrlo de cualquier modo (X). Estoy seguro de que muchos suscribirán estas últimas palabras, aún no formando parte de ningún partido político.

The Blue Boy, de Gainsborough
Es por esto que el humor desplegado por el autor es de una calculada hipérbole. La conducta, asumida con total normalidad y desparpajo por el narrador y protagonista, convierte la presunción en un mecanismo de auto defensa que se blande como medio de supervivencia.

De este modo, se nos asegura que Redmond Barry tenía un gran genio natural, muy poco común, para aprender muchas cosas (I). Y en efecto, una de las primeras que aprenderá es que la libra que fácil viene, fácil se va, pero nunca ha de faltar (lo que a la larga será fatal a la hora de administrar tanto su capital como el peculio de su esposa, I).

Al fin y al cabo, Redmond Barry no hace sino pagar con la misma moneda que recibe (por ejemplo, de los embaucadores Fitzsimons, que lo “acogen” en su vivienda, III). Por tanto, una vez ha salido del cascarón materno, Redmond Barry se abre a un mundo de sorprendentes descubrimientos (III), en el que detenta el poder desde los estratos más humildes de su villanía, hasta los más encumbrados pero pordioseros de la aristocracia.

Es arrojado y apuesto, y con su elevada conciencia de persona -más que de clase-, humilde pero ilustre, habrá de hacer frente, finalmente, a la no menos arrogante condición de la nobleza (aspecto mucho más difuminado en la película). Las peripecias se suceden cronológicamente, a excepción del episodio donde se narra “la trágica historia de la princesa de X”, que se inserta a modo de analepsis.

The Battle of Minden, autor desconocido
Para Thackeray, el risueño Redmond es todo un torrente de relatos y chascarrillos, encaminados a robustecer la creación de un entramado de ficción a nivel europeo, en el que Barry es tan solo una de sus piezas (X). Una realidad paralela que, a nivel particular, el joven defenderá a ultranza cuando, por ejemplo, se pelea con el capitán Galgenstein (V).

El caso es no apearse del burro, aspiración de toda nobleza que obliga. Únicamente se sincerará nuestro protagonista con los capitanes Fagan y Potzdorrf (con este último, hasta cierto punto, para luego impedir sus propósitos con la ayuda de su exilado tío, VII), y contra todo pronóstico, con el caballero sir Charles Lyndon, achacoso marido de milady Lyndon, a la que Redmond Barry de Barryville, como le gusta que le llamemos, acaba pretendiendo con presteza (XIII). Por su parte, Chevalier de Balibary, que, como anticipaba, resulta ser su tío, le pondrá al corriente de toda esa red de espías que forma parte de una diplomacia que es una de las mayores falacias del globo (VIII).

Las fortunas se ganan o se pierden -o se rehacen- por medio del juego: un carruaje impelido por monedas en lugar de caballos, pero que de igual modo, puede conducir a cualquier parte; y en cualquier caso, una praxis contagiosa y democrática a más no poder, pues afecta a todas las clases por igual, sin distinciones, como la consabida “calvicie” centenaria. Sin duda, el muchacho posee el talento innato de la trola y la seducción hacia los demás, nos dice Thackeray -o el propio Redmond-, se lleva a efecto con tal convicción que casi yo mismo creí las historias que inventé (V).

Marriage á-la-mode, de W. Hogarth
El jocoso paroxismo de todo este juego de intrigas y espionaje lo hallamos, precisamente, en el antedicho capítulo de “la princesa de X”, donde estratagemas y frustraciones terminan dando paso a la atmósfera más enrarecida y agobiante del resto del relato, tras el matrimonio de Barry con lady Lyndon, culmen de su ascenso social. Mujer de probada cultura, de la dama observa Barry que, pese a todo, es demasiado veleidosa y esquiva, e incluso se sugiere un comportamiento bipolar, desde el sombrío abatimiento de mi esposa… (XVII) a la moderada plenitud de la vida marital.

Mejor opinión de ella no tiene su primer marido, sir Charles Lyndon, que tan solo tiene cincuenta años cuando Barry lo conoce (XIII), pese a lo cual está casi moribundo. El noble entabla una curiosa relación de afable complicidad con Redmond. Sujeto a mil y una dolencias y a una silla de ruedas, milord Lyndon llega a advertir a nuestro protagonista de los peligros de la grandeza. Haced cualquier cosa menos casaros, le recomienda (XIII).

Pero Barry está decidido a incrustarse en la “escala social que le pertenece”, sino por nacimiento, sí por un ancestral derecho de familia. Por ello, considera su unión con Honoria, condesa de Lyndon, como un acto de justicia. Él mismo explica que las injustas confiscaciones llevadas a cabo en tiempos de Isabel y de su padre, disminuyeron mis acres, añadiendo los territorios a las ya vastas posesiones de la familia Lyndon (XIII).

Malvern Hall, de John Constable
El accidentado enlace se lleva acabo ante el desapego del joven vizconde de Bullingdon, el hijo de lady Lyndon, un pequeño melancólico y desamparado a quien su madre apenas veía (XIII), y la complacencia de su preceptor, el borrachín capellán mister Runt. Esta diferencia de caracteres entre un Barry que ha asistido a la Guerra de los Siete Años sin saltarse un solo día, y el vizconde, es más interesante de lo que parece. El uno desea su amistad y complacencia, casi tanto como su sumisión, pero el otro ha sido desatendido durante demasiado tiempo, y además de observar el mal uso que el arribista hace de los bienes y el nombre de la familia, reniega de su “baja condición”. El joven siempre me detestó, resume Barry (XIII).

En realidad, podemos considerar el inaudito cortejo de la dama como otra forma de duelo (XV). Sin embargo, conviene hacer notar que cuando Redmond Barry se casa con lady Lyndon, este ya cuenta con un vistoso patrimonio, logrado gracias al juego (lo que no hace que su dinero valga menos). El hecho es que, tras el fallecimiento de sir Charles, y tras una ausencia de once años, Redmond Barry regresa a Irlanda, dispuesto a consolidar su matrimonio, por llamarlo de alguna manera, con las ingentes aportaciones de la algo anodina viuda.

Y de este modo, el honor del que siempre hizo gala Redmond Barry siendo joven, se tuerce, sometido por el despilfarro. A los problemas con la familia de su esposa se añade la mala racha en el juego y la búsqueda de una eterna juventud entre miriñaques ajenos (y el alcohol). Hasta tal punto existe una incompatibilidad de caracteres, que Barry ni siquiera se muestra capaz de entender a quienes muestran interés por los libros, seguramente porque su vida ya ha venido siendo como una novela. Respecto a su esposa, dice que se situaba así misma en el lugar de los personajes imaginarios (XIX). Y es curioso que, cuando Barry pasa a ejercer la política (¡es elegido miembro del Parlamento!), le sobrevengan más infortunios que en la guerra y se le multipliquen los adversarios, siendo objeto de exageradas calumnias y retorcidas maledicencias (XVIII).

Mrs. and Mr. William Hallet, de Gainsborough
Lances que, a veces, el propio narrador apostilla por medio de notas a pie de página, rematando la verosimilitud de los hechos. Y es que, según nos asegura el propio protagonista, este cuadro de su vida lo ejecuta desde la madurez.

Un retrato que supone el tránsito por dos estamentos de una misma sociedad, que le alaba mientras posee liquidez, pero que cuando no, le hace objeto de afrentas -en buena parte, clasistas-, alentadas por el joven lord; si bien es cierto que, respecto a su relación con los Lyndon, solo contamos con la palabra de Barry, tras doce años de matrimonio.

Una vez alcanzado el tan ansiado estatus, sobreviene una sobre explotación en forma de despilfarro y cierto carácter conspiranoico. Había gastado mi fortuna personal, así como los ingresos de mi esposa, en mantener nuestro rango (XVIII). El sonoro derroche de los bienes de la esposa -con la sometida conformidad de esta- se nos antoja otro aspecto abiertamente hiperbólico, al margen de que no deja en muy buen lugar al protagonista y narrador de tales hechos.

Pero precisamente, este es el vértice de toda la ironía desplegada por Thackeray, puesto que un personaje que ha pasado por bastantes privaciones, para después amasar una pequeña fortuna por su cuenta, no debería creer que el dinero es eterno. Son los efectos de la apariencia de la alcurnia, donde la compra -más que adquisición- de un título nobiliario, resulta fatal. Más que en esos otros momentos de privaciones y discutibles proezas, es ahora cuando Barry Lyndon, que ha dejado de ser Redmond Barry definitivamente, se convierte en un personaje de tragedia que nos mueve a la compasión. 
The Portrait, grabado de T. Rowlandson
A menudo se lamenta el cronista a lo largo de sus memorias de que ya no queda nada de la caballerosidad del antiguo mundo del que formé parte (XIII). Según él mismo declara, de haber tropezado con la mujer adecuada, la habría amado para siempre (II), lo que, sin dejar de ser cierto, es esgrimido a modo de auto justificación. No obstante, aún habrá lugar para la honestidad, cuando Barry asegura, a posteriori, que a veces compramos el dinero a un precio demasiado alto (XIII).

Epítome del hombre que se hace y deshace así mismo, Barry Lyndon asume sus errores sin arrepentirse de (casi) nada. Admite que el coste es demasiado alto cuando uno tiene que adquirir todos esos placeres al precio de la libertad personal (XVIII). O bien, que las cualidades y energía que llevan a un hombre a ser el primero -la obsesión de Barry- son muy a menudo las mismas causas de su ruina final (XVII). Pero esto lo comprende ya desde su retiro forzoso.

En suma, es una lástima que la versión cinematográfica prescinda de casi todos los gozosos elementos políticamente incorrectos (la boda forzada, a la Sabina, de un primo de Barry, XVI, o el propio “noviazgo” del protagonista), aunque en honor a la verdad, estos habrían dado para una mini serie de otro talante. Los seguidores de este blog saben que soy partidario de la independencia de cualquier adaptación respecto de la letra. En lo cual me reafirmo, si bien, en este caso en particular, casi aconsejaría primero disfrutar visualmente de la película, y después, divertirse literal y literariamente con el libro.

Escrito por Javier C. Aguilera


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