Para el sábado noche (II): Drácula, de Terence Fisher

01 junio, 2012

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Cuando la modesta productora británica Hammer Films se hizo con los derechos de los monstruos legados por la Universal, nadie pensó que estos tuvieran ya nada más que decir, como nadie pensó que, por contra, la productora iba a relanzar dichos personajes a través de innovadores argumentos e impactantes imágenes, ahora en fulgurante color.

Terence Fisher
Gran acierto tuvo además la productora al saber rodearse de un formidable elenco de actores y técnicos, entre los que sobresale un mayúsculo Terence Fisher, que a día de hoy ha alcanzado el merecido puesto que le corresponde en la historia de la realización cinematográfica; y trabajo ha costado: el género ha sido ninguneado hasta hace bien poco, como la ciencia ficción sigue siendo, pese a su atractivo, el patito feo de la literatura.

Ello me complace, ya que antes de producirse esta justa reivindicación, Fisher ya figuraba como uno de mis directores de cabecera, a veces en listas de tan solo cinco nombres.

Drácula, adaptación de la celebérrima novela de Abraham Stoker (1847-1912) realizada en 1958, es buena muestra de su talento, pues nos (re)encontramos con una absoluta obra maestra del séptimo arte, que se completa a modo de trilogía con las no menos magistrales Las novias de Drácula (1960) y Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), dirigidas igualmente por Fisher, y sobre las que habrá tiempo de volver.

La figura del vampiro, concretada en el noble de Transilvania, sigue vigente porque es un personaje (casi) eterno, que ofrece los anhelos que continuamente nos niega la vida ordinaria; el atractivo de lo prohibido o lo mal visto en determinados periodos de la historia y, cuando no, lo desconocido (si bien, como sabemos, el precio a pagar es muy alto). Y conviene recordar que fue este aspecto, potenciado por la Hammer a través de la encarnación de Christopher Lee, el que abrió una puerta que a día de hoy continúa abierta.


Lee propone un Drácula inédito hasta entonces, pero sin detrimento de los anteriores, que bascula entre la calma y la tempestad, sin que parezca haber una zona intermedia. Es un Drácula o bien calmado y afable, o de repente dinámico e iracundo, pero majestuoso incluso cuando pasa de la elegancia a la animalidad. En palabras del filosofo Fernando Savaterun espectro noble y elemental hasta el crimen, con un aire desesperadamente juvenil” (Revista Nosferatu nº. 6, 1991).


El trabajo de un gran realizador como Terence Fisher se concreta en el arsenal de gestos, movimientos significativos y miradas, que impregnan la cuidada atmósfera, devolviendo al personaje de Stoker su condición de perturbador social, junto a un envolvente empleo del espacio, un magistral uso de la elipsis -sin dejar por ello de resultar explícito por elusión-, y un ágil ritmo narrativo que no confunde, como tantas veces ocurre al caer en una acción con confusión visual.

Fisher trabaja además la magnífica idea de guión, obra de Jimmy Sangster, de la continua presencia de Drácula en el relato, pese a encontrarse físicamente ausente la mayor parte del mismo. Un Drácula omnipresente, puesto que se nos muestra continuamente a través de los efectos que causa sobre los demás personajes.

A todo ello hay que añadir la belleza de los decorados y el color, impecables trabajos del decorador Bernard Robinson y del director de fotografía Arthur Grant; además de la colaboración inestimable de otros colabores fijos de la casa, como el montador James Needs o el músico James Bernard. Un equipo que volverá a entrecruzarse casi sin variaciones a lo largo de los mejores años de la productora.

Peter Cushing como Van Helsing
Mención especial para el entonces incipiente Peter Cushing, extraordinario actor forjado sobre las tablas, que aporta al personaje de Van Helsing, el también eterno cazavampiros de la obra, una gran solidez, prestancia y carnalidad (¡valga la palabra en Cushing!). Su Van Helsing es ágil y decidido, a veces impetuoso, y un reflexivo y solitario hombre de su tiempo, y de todos los tiempos.

Solo cabe recordar la estupenda secuencia en la que Van Helsing, portavoz de la racionalidad y de un incipiente positivismo, registra de manera cartesiana sus impresiones sobre los vampiros en un primitivo gramófono: la técnica, por primeriza que sea, al servicio de la ciencia.

Escrito por Javier C. Aguilera

PD: Para leer acerca de otra adaptación, la de Francis Ford Coppola en 1992, les remitimos al artículo firmado por nuestro compañero Luis J. en este mismo blog.

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