Tan fuerte, tan cerca, de Stephen Daldry, y Aftersun, de Charlotte Wells

04 septiembre, 2025

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Todo lo que somos está destinado a desaparecer. Pero no será a nosotros a quienes nos dolerá reconocerlo en el futuro, sino a quienes dejemos. La muerte siempre ha sido una frontera difícil de asimilar, que ha requerido de suposiciones, creencias e hipótesis para tratar de encontrar algún tipo de respuesta. La muerte de un ser querido es también un viaje hacia un mundo distinto, un mundo invadido de ausencias. Hay maneras de tratar de entenderlo y de vivir con ello, hay quienes tienen fe, pero pese a eso, todo duelo pasa por una superación necesaria. El dolor, la tristeza, el sentido de la pérdida, el vacío de no encontrar más su respuesta son los síntomas que atravesamos. Esa persona estuvo aquí y ahora, simplemente, ya no está. Solo habita en los recuerdos, en las fotografías, en los vídeos, en los objetos que nos evocan a ellos, en lo que escribieron, en lo que nos dijeron, en todo lo que nos infundieron y marcaron, en las acciones que llevamos a cabo porque los conocimos, en las risas entre anécdotas y en los silencios de alguna habitación. En los lugares que a veces evitamos. En el mundo que fue.


Pero hay algo más. No podemos negar que cada ausencia es distinta, aunque todas se puedan sentir injustas para quienes la padecen. Cuando sucede de pronto, de manera inesperada, cuando es tajante y simplemente no hay más. Se acabó y dejó la desolación de la incomprensión. Cuando sucede por elección silenciosa y decisiva de quien acaba con su vida. Y también nos deja con la sensación de culpabilidad, de responsabilidad, de inquietud. De que algo pudimos hacer y no hicimos. Al final, vendrán las palabras de siempre y las que necesitamos. El afecto protocolario y el sentido. El acompañamiento temporal y el que se queda a acogernos. El tiempo de espera. El tiempo de recuperación. La auténtica enfermedad que provoca la muerte es ese dolor que se enquista en quienes quedan detrás. La única cura es volver a la vida. Y entonces llega la pregunta: ¿cómo se recompone una vida tras esa pérdida?

La verdad es que no tengo una respuesta segura. Sé que hay cosas importantes en esos momentos, que hay detalles relevantes que hacer en quienes acompañan, pero a veces también he sentido, en el otro lado, la frialdad de una soledad distinta, como si fueras ajeno al suceso en sí. No puedo negar, aparte, que quizás soy algo peculiar al respecto. Quizás por haber creado en mi mente tantos escenarios posibles para mi vida y la de quienes me rodean, quizás por experiencias personales, quizás porque también está en mi carácter. Pero eso no quiere decir que no haya sentido, igualmente, esa sensación de vacío que otorga la muerte. Por otra parte, como sucede en ese magnífico monólogo de El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), no podemos conocer la realidad de estos sucesos, la verdad escondida en el dolor, solo habiendo leído o visto en el arte su representación. Pero tampoco es necesario sufrir todas las posibilidades que la vida ofrece para poder apreciarlo y sentirlo como propio. Entender desde lo ajeno, desde la mirada que otros nos dan, también es un ejercicio necesario para anticiparnos al dolor y comprendernos mejor.

¿Por qué? Esta suele ser la pregunta que nos apunta directamente. Repasamos sin querer todo lo que llevó a cierto momento, todo lo que hicimos, como asumiendo la culpa por todos los factores que no podíamos controlar. Imagina si, además, tampoco entiendes el mundo como lo hacen los demás. El dolor, la culpa, la incomprensión o la ira se acrecientan sin que puedas encontrarle una salida.


Tan fuerte, tan cerca (Stephen Daldry, 2011) fue vapuleado en su momento por excederse en el sentimentalismo y por un protagonista que se sentía cargante. Sin embargo, se acerca bien a varias de las cuestiones que hemos comentado previamente: cómo se afronta el duelo desde la más pura incertidumbre. La historia nos sitúa en la vida de Oskar Schell (Thomas Horn), que ha perdido a su padre (Tom Hanks) en el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Un marco tan concreto era innecesario y es tan solo una excusa que podría haberse sustituido por cualquier otro incidente ficticio, pero sirve como reflejo no solo del golpe que supuso individualmente para los personajes, sino también a nivel general para la población estadounidense.

La película retorna una y otra vez a las últimas llamadas del padre a la casa, grabadas en el contestador automático. Un secreto que guarda el protagonista para sí, sin saber gestionarlo. Oskar es un chico especial, él mismo comentará que le hicieron pruebas para detectar un posible caso de Asperger, aunque no fue concluyente. Se deja entrever que su padre se encargaba de educarlo y trataba de hacerle superar sus límites, autoimpuestos por el miedo, como el contacto con otras personas o el temor a viajar en metro. Una relación bastante idílica que contrasta con la incapacidad e incomunicación entre madre (Sandra Bullock) e hijo. 


Como joven adolescente, Oskar vuelca sus emociones, sobre todo su ira, en ella, haciéndola responsable de todo ese dolor, aunque, a la vez, no quiere perder su amor. Sus diálogos son un punto crucial en la historia, destacando tres escenas: el "te quiero" con la puerta cerrada entre ambos, el "ojalá hubieras sido tú" en una acalorada discusión de la que el hijo se arrepentirá y el cierre entre ambos, cuando él se siente comprendido. Esa misma intensidad tendrá con el anciano inquilino (un gran Max von Sydow que aguanta a su personaje solo mediante gestos y expresiones), al que convertirá en confidente y revelará con sinceridad y dolor todo lo que no ha sido capaz de contarle a nadie. Especialmente su sentimiento de culpa por no haber tenido el valor de despedirse de su padre (algo a lo que se negaba desde el principio, en el funeral con el que abre la película). 

En efecto, Tan fuerte, tan cerca es una película que aborda el duelo durante una etapa difícil y para un niño especial como es Oskar. Pese a ese acertado acercamiento, arrastra otros problemas que empañan el resultado y dificultan una valoración más positiva. Por ejemplo, la última búsqueda del tesoro que emprende el protagonista, pensando que así cumplirá con lo prometido con su padre, una nueva aventura como las que él le preparaba. Durante todo ese viaje, que debería haber sido el eje vertebrador de la historia, el niño irá conociendo a distintas personas que le brindarán sus propias historias y sentimientos. Quitando el hecho de que hace aparentar a Nueva York como una Arcadia, que se abre y es generalmente amable con el chico, la realidad es que toda esa travesía acaba convirtiéndose en una excusa, en un macguffin mal ejecutado. Los personajes con los que se encuentra el niño apenas importan, se liquidan en escena en breves intervenciones, algunas explicadas con la voz en off, y eso provoca que, cuando se alcance una reflexión final sobre todo ese camino recorrido, no ofrezca ningún tipo de emoción al espectador. La película podría haberse convertido en un viaje literal y emocional, pero solo nos deja algunos fragmentos breves de todo ello. Es más, podemos considerar que el tramo en que Oskar va acompañado del inquilino es parte de lo que la obra debería haber sido, pudiendo haber creado una dinámica más compacta entre ambos personajes.


¿Por qué es tan importante que se hubiera potenciado el viaje de Oskar? Porque lo que realmente gana el protagonista es esa experiencia, el tiempo que comparte junto a esas personas anónimas, el afrontar sus miedos para tratar de recuperar el espíritu de su padre, la manera en que colabora con un desconocido y trata también de comprenderlo. Cómo a través de una pérdida tan importante, la vida sigue abriéndose paso. Más allá de su final concreto, si luego centras una de las secuencias en darle importancia e incluso dar un giro importante a la trama y a una de sus relaciones más importantes, se sentirá como un añadido y no como algo natural. Tampoco ayuda la manera en que Daldry subraya y repite en exceso, de ahí que se acuse a Tan fuerte, tan cerca de buscar la lágrima fácil. Con todo, me gustaría destacar el tratamiento que se hace de cómo afronta el personaje todas sus emociones, porque también se hace desde la peculiaridad de sus características personales y no desde lo que entendemos por normalidad. Se trata de una obra de buena factura, con una banda sonora, realizada por Alexandre Desplat, bastante reseñable, y que acierta en su acercamiento a la falta de autocontrol durante un proceso de duelo.

Y de una película excesivamente explícita en lo que te quiere transmitir, a otra mucho más sobria y delicada, una obra en la que parece no suceder nada, porque todo subyace en los silencios, en los detalles y en la búsqueda de respuesta a la pregunta que hicimos antes: ¿Por qué?


En Aftersun (Charlotte Wells, 2022) conviven dos mundos a punto de colisionar. Nos trasladamos a los años noventa, un viaje entre un padre separado y su hija de once años a un complejo turístico. A través de su día a día, de las grabaciones caseras con la videocámara, de los silencios tumbados en las tardes veraniegas, junto a la piscina, de las fiestas cutres que ofrecen los hoteles, de las comidas y las conversaciones sencillas entre ambos... se desarrolla un mundo de silencios, de dudas y de dolor.

La joven Sophie (Francesca Corio) disfruta del momento, se enfada como cualquier niña, juguetea con la videocámara y empieza a interesarse en el mundo de esos jóvenes adultos que se besan y se tocan por debajo del agua en la piscina. En ella está brotando el ansia de futuro y el deseo, pero también la búsqueda de respuestas, con preguntas que lanza en ocasiones a su padre. Está empezando a dejar la infancia y ya incluso puede percibir el hastío de la vida, la empatía por los demás, el deseo de algo más que se revuelve en su interior y que tiene eco en lo que ve en su entorno. Por contra, Calum, interpretado magistralmente por Paul Mescal, ofrece a su hija, y al mundo, dos caras distintas. Invita a su hija a disfrutar, baila y se comporta de manera gamberra, procura que ella se lo pase bien y trata de ser cercano. Pero, en la intimidad, como comprobaremos en varias escenas y en muchos detalles sueltos, podremos apreciar a un hombre melancólico, con tendencia depresiva, que está intentando encontrarse, pero que responde en ocasiones con cansancio hacia la vida y sintiéndose desubicado y perdido en el mundo. Calum y Sophie en ese viaje representan dos visiones contrapuestas de la vida y valoran lo que les rodea de forma muy distinta. No en vano están representados y acompañados por colores contrarios, con el padre siempre envuelto en su soledad en tonos fríos, especialmente el azul, y la hija con colores más cálidos y llamativos, incluyendo el amarillo o el rojo. No obstante, la niña de entonces, cuyas preocupaciones eran otras, no era capaz de apreciar los matices de aquel viaje y es su yo adulto (Celia Rowlson-Hall) quien está repasando aquel verano, tratando de comprender mejor a aquel hombre que fue su padre cuando ella misma ha llegado a un punto similar en su vida.


Resulta curioso observar cómo Aftersun es un retrato de lo cotidiano filmado con pausa y tranquilidad y que, pese a ello, pueda llegar a resultar en algunos puntos inquietante o desoladora por cómo combina todos sus elementos. Algunas secuencias usan planos poco frecuentes, desvían la atención de los personajes para centrarse en elementos cotidianos, pero que nos ofrecen información adicional. La imagen puesta al servicio de dar más de lo que nos ofrecería solo el enfoque a los rostros que conversan. El uso de imágenes y secuencias que nos están dando también un sentido metafórico adicional, que trascienden a la lectura más simplista y literal, permite que este relato aparentemente sencillo y corriente sea mucho más. No se trata ni siquiera de una interpretación puramente nostálgica de esa época, sino que también hay inquietud e incertidumbre. Muchas secuencias representan ese nerviosismo y se sienten inacabadas. 

Por ejemplo, veremos a Calum fumando en la terraza mientras su hija duerme poco después de empezar la obra. Él parece nervioso, como si buscara algo fuera, como si estuviera esperando algo mientras sigue vigilando el sueño de su hija intermitentemente. No sucede nada más, pero nos da la impresión de que nos falta algo, de que algo subyace en ese momento. Y en realidad, podemos imaginarlo porque también nosotros habremos vivido una situación similar: nos faltan los pensamientos que atraviesan a Calum, lo que realmente está sintiendo por dentro, las razones de su desazón. Y ese será un continuo en toda la película. Hay una sensación de inquietud y melancolía con la que colabora la música de Oliver Coates o incluso la interpretación arreglada parcialmente de un himno como es Under Pressure, de Queen, en una de las escenas más icónicas de Aftersun.


Evidentemente, no es lo único reseñable. Muchos diálogos parecen trascender la propia escena porque también ansiamos darle un sentido mayor a lo que aparenta ser normalidad. En cierta forma, cuando termina con un cierre metafórico, para la libre interpretación del espectador, nos está invitando a revisarla, a tratar de encontrar la respuesta que también Sophie busca: la relevancia de un relato que podría resumirse como unas simples vacaciones familiares, de un buen padre que trata de hacer feliz a su hija, pero que deben esconder algo más. Ese continuo desasosiego por tratar de encontrar justificación al relato que contemplamos en pantalla es un traslado de lo que siente la misma protagonista ya en su adultez. 

Y también como adultos, valoramos mucho los detalles que la niña no percibe, pero que son visibles: el apuro económico, los silencios en respuesta a las reflexiones o preguntas que hace su hija, las intervenciones a veces banales, pero tan significativas de su padre con otras personas, la manera en que trata de solucionar también sus discusiones o la frialdad, incluso la incomodidad, con la que recibe la atención de la gente cuando el motivo es feliz. O simplemente, los momentos en que no pasa nada, pero que nuestra mente trata de otorgarle un sentido, de ubicarnos en la cabeza de ese personaje para entenderlo mejor.


Sin lugar a dudas, Aftersun es una película hecha con delicadeza y minimalismo. Seguramente no funcionará para toda clase de espectador, pues habrá quien se aburra o no vea que suceda nada relevante en pantalla. Pero a otros calará hondo. Tiene la esencia para hacerlo.

Escrito por Luis J. del Castillo



El escarabajo de Horus y El enigma Da Vinci, de Rocío Rueda

24 agosto, 2025

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Por el avance tecnológico, la evolución de la sociedad contemporánea y el desarrollo de un sistema cada vez más utilitarista y materialista, es más frecuente encontrarnos con un ataque constante al valor de la memoria. Se critican los procesos de memorización como si fueran intrínsecamente negativos. Se consolida la máxima de que es más importante saber hacer que saber. Pero en ese viraje, se niega el auténtico aprendizaje. La memoria, que tanto miedo nos da perder, es el eje también de nuestra identidad, de todas nuestras relaciones, de toda nuestra historia personal y, por supuesto, de todas nuestras habilidades, de todos nuestros aprendizajes. Cultivarla, manejarla y explotarla es necesario para no ser simples engranajes. Recordar es, en gran medida, una de las facultades que nos hacen sentirnos nosotros mismos. Y el aprendizaje se asienta poco a poco en esos recuerdos. En ocasiones, dentro de un sistema educativo cerrado, puede valorarse la importancia de memorizar ciertos aspectos de una materia. Pero el futuro es insondable. Gran parte de ese proceso nos ayuda también a trabajar y adquirir otras habilidades, como la búsqueda de la forma que más nos conviene para nuestro propio aprendizaje. Y, en el fondo, el repudio a la memorización es el repudio a recordar el pasado con mayúscula, el desprecio a la Historia, pero también, y por ampliación, a todo lo que suponen las Humanidades, que no son otra cosa que la memoria viva de todo lo que fuimos como sociedad, de la civilización que fue. Al final, quedarán los que resistan, los que memoricen las historias para no perderlas, como sugería Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953).

Hoy, que la información está tan próxima, sentimos innecesaria recordarla en nuestra mente. Pero esos datos, ese relato cultural, nos otorga también un nexo de unión con una identidad global que trasciende a nuestra persona. Y es curioso ver cómo el uso que se le ha dado a esa historia ha dependido de los intereses partidistas de quienes se hacían con el relato. La manipulación es más fácil cuando se desconoce la verdad. El interés por recuperar esos legados ha podido surgir por diversos motivos con los que podemos estar más o menos de acuerdo, pero también de ello se han nutrido las distintas artes para ofrecernos ejemplos y modelos. La literatura como manera de enseñar al lector es uno de los tantos motivos por el que ha existido, pero no el único, dada la versatilidad de esta arte a veces tan indefinible como variable. Si hasta el Cantar de Mío Cid alteraba la historia real para otorgarle mayor épica y para convertir a su protagonista en un modelo, no nos debe extrañar que en las llamadas novelas históricas del Romanticismo encontremos los intereses de los autores entremezclados con esa recreación más o menos fiel a la historia. Porque la literatura no es simple recreación histórica, es también catarsis.

Por todo ello, resulta encomiable que haya autores que sigan trabajando en unir el entretenimiento más ocioso con la emoción de descubrir la historia, a todas las edades. El género de la novela histórica abre puertas a muchas posibilidades: conocer mejor una época, una civilización, algún acontecimiento concreto, y hacerlo a la vez de la mano de los testigos mudos de toda esa historia, esos personajes anónimos que cobran vida en este tipo de obras. Requieren, eso sí, una preparación adicional al de una obra literaria usual, pues perdería su valor si no lograse cierto equilibrio entre ambos propósitos: encontrarnos con densas explicaciones historiográficas no suele ser lo que más apetece en ocasiones cuando te refugias en una novela, pero si has optado por viajar en el tiempo a través de ella, te parecerá vacía si el fondo histórico es de cartón piedra.


Rocío Rueda (1978) lleva varios años dedicándose a combinar historia y adolescencia. Intenta a través de sus novelas tejer un relato con protagonistas jóvenes que se ven inmersos en alguna etapa de nuestra historia. Es suficiente ver los títulos de los libros que ha escrito para hacerse una idea del periodo al que se refiere cada uno de ellos. Sin embargo, a pesar de su buena intención, valorados de manera global, en ocasiones se deja llevar demasiado por querer transmitir lo apasionante de nuestro pasado y no construye adecuadamente los puntos más atractivos de la narrativa literaria. Especialmente cuando su público objetivo son adolescentes.

Para empezar, es notable en El escarabajo de Horus (2008) la construcción de una historia a conveniencia de lo que desea el narrador y no de su verosimilitud. Más allá de que exista fantasía en el relato, como el propio hecho del viaje en el tiempo o la intervención de los dioses de la mitología egipcia, los acontecimientos concretos llegan a ser poco creíbles y sus personajes tienen poca profundidad. La protagonista, Carla, es una joven española que vive en París por el trabajo como restaurador en el Louvre. Será allí donde, junto a su hermano Miguel, rompan un escarabajo de cristal y se vean transportados al antiguo Egipto de los faraones. Sin embargo, ambos personajes quedan separados nada más empezar y Miguel no tendrá apenas relevancia en la historia más que como excusa puntual (en ocasiones, incluso parece que quedase olvidado), mientras que Carla servirá para mostrar cómo era el Egipto de la época a través de su travesía por el país en diferentes aventuras. Si ignoramos problemas de coherencia como el hecho de que Carla pueda comunicarse con los egipcios de la época, la rapidez con la que encuentra un benefactor al llegar a Alejandría o cómo se convierte en toda una guerrera en apenas unos días, el principal defecto es el ritmo y la manera de hacer avanzar el hilo conductor en la historia. Un defecto que sobreviene por ejercer en ocasiones más de guía del antiguo Egipto que de voz narrativa.


Si bien el motivo principal de la historia debería ser volver a estar con su hermano y regresar a París, suele quedar en un segundo plano. Es cierto que esto tiene cierta lógica en el tramo final de la historia, donde la protagonista sí ha creado lazos más sólidos con Ramsés y Josué, dos personajes relevantes de la novela, pero el problema reside en que esto sucede desde el principio. Es más, en ocasiones parece que las vivencias de Carla son más una excusa para contar cómo funcionaba Egipto, cómo era la ciudad de Alejandría o cómo se construían las pirámides que para realmente desarrollar su historia con más naturalidad. Lo cual va en detrimento de su narrativa y lógica y le hace perder cierto encanto. De la misma forma, algunos diálogos son meramente funcionales y su finalidad es proseguir el viaje de los personajes, sin más. Le falta la necesaria profundidad para que el lector pueda sentirse más relacionado, dado que al final resultan ser bastante planos, con pocas características a destacar. Incluso Carla tiene una personalidad algo vacía y genérica. Esto también se traslada al antagonista, que no tiene más cabida que ser un villano de opereta sin excesiva intervención en la historia.

Plantea algunas cuestiones interesantes. Por ejemplo, la relación entre Ramsés y Josué está marcada por las diferencias sociales, pero ambos personajes acaban valorándose mutuamente y comprendiéndose con sus aventuras internas. Sin duda, el tramo en que los tres se enfrentan de distinto modo al reto de los dioses engarza la novela con otras aventuras más célebres. La parte mitológica debería haber tenido algo más de cabida en la historia, dado que el prólogo se prestaba a ello. Por otra parte, se percibe claramente, sobre todo en el final, que la autora quería otorgarle una atracción romántica a Carla, aunque esta fuera imposible por el viaje temporal, pero no se construye previamente y queda bastante desdibujada.

En sí, no creo que El escarabajo de Horus llegue a cumplir adecuadamente sus propósitos, pese a su buena intención. Es cierto que su cierre es elegante y que tiene algunos puntos positivos, pero se percibe claramente la intención de explicar más que de narrar. En ocasiones se ofrecen detalles poco interesantes, engarzados en un ritmo poco elaborado y a través de personajes que se sienten vacíos, algo impersonales. A la novela le falta captar la emoción y mantener adecuadamente la intriga mientras elabora de manera natural la exposición de costumbres y hechos históricos.

En este sentido, está mejor elaborada El enigma Da Vinci (2018). Sin adentrarse en el terreno de la fantasía, sino planteando un prólogo y un epílogo con un personaje de la actualidad y el resto de la historia con personajes de la época, esta novela trata de seguir los pasos vitales del genio renacentista Leonardo Da Vinci. De nuevo, como sucedía con Egipto en la otra novela, el tema central va a ser la biografía de este polifacético artista, mientras le envuelve el misterio de un secreto que le trasladó su maestro Verrochio y por el que intentarán atentar contra su vida en varias ocasiones a lo largo de la obra.

En esta ocasión, la intriga está servida gracias al secreto que guarda Da Vinci y a los distintos intentos por averiguarlo, pero también los personajes ganan más entidad. En esta ocasión, dos aprendices de Leonardo servirán como protagonistas anónimos que desde su mocedad hasta su juventud viajan y aprenden junto al maestro. Nicoletta y Salai son personajes con más personalidad, aunque sean características sencillas y en ocasiones algo repetitivas, sí permiten conectar mejor con ellos. Incluso iremos percibiendo a lo largo de la novela su evolución personal mientras observamos a Da Vinci desde sus ojos, más como un mentor que como un auténtico protagonista de este relato.

Así, a través de las vivencias de estos personajes se irán conociendo los entresijos de las creaciones de Leonardo, sus estancias en Milán, Venecia o Florencia y se profundizará en cómo realizó algunas de sus obras más conocidas, siendo una de las más relevantes en esta novela La última cena. Pero no solo el arte, también sus lecciones morales, sus inventos, algunos de sus intentos infructuosos (como el fresco inacabado de La batalla de Anghiari) o sus juegos de entretenimiento para la corte. Sin duda, la construcción de personajes y relato está mejor hecha en esta otra novela, sintiéndose más natural en la mayor parte de la misma. Además, la relación entre Nicoletta y Salai sirve de conexión con el lector objetivo, mientras que la exposición sobre la vida y obra de Da Vinci se siente más natural al irse formando conforme sucede.


Sin embargo, no está exenta de algunos leves defectos. Por una parte, tiene un tramo final excesivamente largo. La intriga que se planteaba al inicio, con un villano que seguía los pasos de Leonardo, se acaba de diluir pronto en el desarrollo de la trama, antes de lo esperado, sin dejarnos ningún tipo de clímax relevante a nivel narrativo. Desde ese momento en la trama, se nota que aumenta más el carácter expositivo de la vida de Leonardo e incluso se recurre a la repetición de algunas escenas o estratagemas previas (como el pequeño robo de inventos por parte de los aprendices para probarlos en secreto) y el desarrollo de los protagonistas queda estancado. Hasta las intervenciones del maestro en los diálogos parecen menos naturales, al insertar citas o proverbios del autor que requieren de explicación del narrador para comprenderlas mejor. Incluso el secreto que guarda con tanta cautela queda olvidado en gran parte de la trama, siendo recuperado oportunamente al final sin que tenga mayor calado o importancia. Es más, podemos percibir cómo el epílogo es excesivamente expositivo, provocando alguna repetición innecesaria.

Por tanto, El enigma Da Vinci tiene una buena construcción de su narrativa y aúna la vida de Leonardo con una trama atractiva y unos personajes que se sienten más humanos, pero se alarga en exceso y el último cuarto del libro se siente más pesaroso y peor elaborado. Ahora bien, es una buena novela para conocer la vida de Da Vinci con sencillez, ciertos toques de intriga y envuelto todo con el usual misterio del personaje que tanto éxito le ha proporcionado siempre en las narraciones contemporáneas. Sin duda, en este caso concreto, es de agradecer la labor realizada al haber unido historia y carisma con acierto. 

Escrito por Luis J. del Castillo



La batalla de los sexos, de Jonathan Dayton y Valerie Faris

23 julio, 2025

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Esta reseña comenta y explica cuestiones relativas al argumento. Atención, spoilers.

Como sociedad, no debemos dar las cosas por sentadas. En realidad, basta con observar cómo el paso del tiempo acaba con todo lo que conocíamos para darnos cuenta de que nada se mantiene perenne a nuestro alrededor. Todo está hecho para cambiar. Tanto para avanzar como para retroceder. En apenas un siglo, hemos cambiado más de lo que cabría esperar. Por eso nos cuesta ver cómo era la sociedad de entonces con naturalidad, las diferencias han provocado que haya un abismo entre ambos lados del tiempo. Y seguimos en ese proceso de cambio constante e inevitable, la pregunta que cabe hacerse es ¿hacia dónde?

Hay un eterno debate sobre los valores morales de nuestra sociedad. Hemos caído en el nihilismo de las creencias y en el materialismo consumista más voraz. Pero, por encima de todo, estamos cada vez más polarizados, predispuestos a enfrentarnos en posturas políticas, sociales y morales. La lucha a base de clics, bulos, medias verdades, hipérboles y marketing está destrozándonos desde dentro. Está provocando que dudemos los unos de los otros y que, sobre todo, regresemos a cuestionar las vidas privadas. A tratar de imponer una moral, la que sea, a los demás. 

Y yo siempre he creído que la mejor opción era evitar el daño a los demás, no juzgar a nadie por aquello que solo afecta a su vida íntima y personal, buscar el bien común y la libertad de los sujetos sin restringir nunca la de los demás. Pero hoy,  me encuentro con valoraciones más sesgadas y dañinas. Cada vez más, se lanza la piedra de manera anónima y se espera mover el avispero de las redes sociales para alcanzar a un nuevo objetivo. Se especula con la vida de muchas personas. Y muchos callan por no convertirse en nuevas víctimas. El aire está tan denso que nos hemos convertido en una clase llena de matones y cómplices silenciosos. Y entre los matones, es fácil que se empleen los mismos términos. Se hacen eco y valoran todo a su paso arrasando con palabras poco profundas y sin ningún recorrido real. Así, todo parece más sencillo y la vida se vive entre blancos y negros. Porque los matices, los estudios reales, el trabajo duro que existe para analizar la realidad o para dar vida a una nueva creación artística, todo eso puede derrumbarse con la facilidad de un tuit incendiario, acusador, simplón. Hacia eso nos hemos dirigido. Y a saber si podremos aprender a salir.


¿Son mejores los hombres o las mujeres? Si tu respuesta se decanta por uno de los dos de manera inmediata, está claro que La batalla de los sexos (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2017) no es para ti. Ambientada en los inicios de los años 70, esta película basada en hechos reales reconstruye las circunstancias que llevaron a dos tenistas profesionales, Bobby Riggs (Steve Carell), de 55 años, y Billie Jean King (Emma Stone), de 29 años, a enfrentarse en un partido que, a su vez, planteaba la pregunta de si una mujer podía derrotar a un hombre en el tenis.

Solo por este argumento, habría muchos en redes que tacharían esta película antes de verla, incluso le darían algún apelativo rápido y la meterían en el cubo de basura. Y ello a pesar de ser bastante inocua. Porque La batalla de los sexos es un retrato bastante comedido de la lucha feminista, sobre aspectos que hoy podríamos considerar superados, pero que percibo como necesarios de recalcar. Porque aún son muchos los que esgrimen los mismos argumentos que muchos de los personajes de esta película. Y lo más curioso de esta obra es que, salvo a un sector concreto, trata de dejar en buen lugar a sus personajes. Incluso los protagonistas, que deberían representar dos sectores antagonistas de la sociedad, no parecen tener problemas reales entre ellos. Es más el juego mediático que la realidad, como sucede en tantas ocasiones. Por ello, podemos valorar que existen tres tramas simultáneas y que no estamos ante una película centrada en lo deportivo. Al final, el tenis será algo secundario. E incluso la lucha feminista se sentirá en ocasiones como un telón de fondo, engullida por historias más mundanas y cotidianas.


En primer lugar, tenemos la reivindicación del tenis femenino como motor principal de la historia, representado esencialmente por Billie Jean King en pleno apogeo de su carrera. No se trata de una carrera en solitario, todo comienza cuando decide, junto a otras jugadoras, independizarse de la federación estadounidense liderada por Jack Kramer (Bill Pullman), por considerar que le están dando un trato discriminatorio con respecto al sector masculino. Todo parte de una victoria en el Southwest Pacific Open donde, pese a llenar las pistas de espectadores, va a recibir apenas una sexta parte del premio que el masculino. La escena ya se ambienta en un lugar reservado solo para hombres en el que tratan de impedir que entre y es Kramer quien consiente que lo haga. Con el liderato de Gladys Heldman (Sarah Silverman), que actúa como especie de directora del grupo de tenistas y que es una de las figuras más relevantes en el proceso de profesionalización del tenis femenino y de la divulgación del deporte, como propietaria de la revista World Tennis.

Pero, como advertíamos antes, esta película opaca o desluce algunos elementos para darle prioridad a otros y en general la mayoría de personajes quedan más desdibujados para favorecer a los protagonistas. Por ello, la relevancia real de Gladys, aunque presente en la dirección del grupo de tenistas, queda algo difuminada como si fuera una especie de manáger, y el resto de tenistas son personajes planos que están de fondo y que funcionan en su mayoría como un personaje colectivo, con la excepción de la australiana Margaret Court (Jessica McNamee). Este personaje es agridulce en su recorrido: se reconoce su persistencia y su buena capacidad deportiva, pero también se la considera encorsetada en los roles tradicionales de la mujer (madre, ama de casa), incluso se la tilda de cierta sumisión, al aceptar el trato de Bobby que previamente había rechazado Billie Jean. A su vez, se había aprovechado de las desventajas emocionales de Billie para poder derrotarla, pero la apoyará en su enfrentamiento final para resarcirse, jugando de manera favorable al colectivo del tenis femenino. Un personaje ambivalente.


De la misma forma, el personaje de Jack Kramer es el auténtico representante del status quo machista del deporte de élite. Más que incluso Bobby Riggs, será Kramer quien se convierta en el antagonista en la sombra de esta historia, en el auténtico rival a batir fuera de las pistas. Sus intervenciones son un pulso constante con la protagonista para tratar de demostrar quién lleva la razón y los argumentos de Kramer no está ironizados ni son burlescos como los de Riggs, sino que son mostrados con una seriedad sombría y una superioridad moral que es fácilmente rastreable entre el argumentario de quienes mantienen la misma ideología hoy. Ahora bien, Kramer es también un personaje plano, representa ese antagonismo clasista y machista que se regodea con pequeñas artimañas urdidas desde el poder.

Pese a ese tono ligero en el retrato general de los personajes, se muestran parte de los pasos más relevantes en la lucha por esta reivindicación, como la formación de un circuito profesional propio de índole femenino, con la firma de de nueve jugadoras relevantes del momento y el patrocinio de Virginia Slims, de la empresa tabaquera Phillip Morris, en esos tiempos tan confusos como inocentes en que deportistas patrocinaban alcohol y tabaco. La publicidad de la época tampoco da pie a engaño: los cigarros se convertían también en un elemento emancipador, al pasar de estar asociado exclusivamente a los hombres a extenderse también a las mujeres con sus marcas personalizadas, aunque fuera tan perjudicial como siempre. En este elemento encontramos cierta comedia cuando Gladys, retratada como fumadora empedernida, apenas logra que sus jugadoras fumen de cara al público para vender el producto. Como comparsa también ligera de todo este recorrido, a veces como refugio emocional de la protagonista, encontramos las escenas de diseño de vestuario, en este caso con Ted Tinling (Alan Cumming) como principal representante, para la competición o la peluquería, de la que hablaremos más adelante. 


Al final, como en toda historia, todo se decidirá en ese enfrentamiento titulado "la batalla de los sexos", que da nombre a la película, entre Billie Jean King y Bobby Riggs, un enfrentamiento más metafórico que realista. La película muestra también la exposición pública de ambos personajes mediante entrevistas, entrenamientos, publicidad y el mismo acto en sí mismo, convirtiéndose en un conjunto de pullas que se lanzan donde Billie trata de ser profesional mientras Bobby juega al escándalo. Cuando vemos el evento televisado en que se ha convertido, parte del juego que pretendía Riggs, nos damos cuenta de que no es más que un espectáculo rentable, aunque lo quieran vestir de trascendental. Billie Jean lo sabía desde el principio, cuando rechazó la primera oferta, pero las circunstancias la han llevado a aceptar y a tratar de reivindicar la importancia del tenis femenino, aunque sea entrando en el juego mediático.

En segundo lugar, de manera paralela a todo lo relacionado con el tenis surgen dos tramas encabezadas por la vida personal e íntima de los dos protagonistas y que ocupan en realidad bastante espacio en la película. El retrato de la vida de ambos personajes les da una entidad bastante humana y permite eliminar la imagen mediática que se vende en la parte final de la historia al conocer sus motivaciones, dudas y situaciones reales. La más relevante es, sin duda, la historia de romance y dudas que absorbe a Billie Jean King mientras se encuentra en este viaje de reivindicación. Por un lado, el interés nuevo que supone Marilyn Barnett (Andrea Riseborough), una peluquera a la que conoce en el proceso de promoción del circuito femenino. La conexión entre ambas y la entrega de Marilyn serán instantáneas, aunque también el efecto negativo que los temores tengan en Billie, casada con Larry King (Austin Stowell), un buen hombre, como ella misma lo define, que siempre queda en un segundo plano y que la respeta y le deja su espacio. Será bastante representativa de esta situación la escena en que ambos personales, Marilyn y Larry, crucen cada uno de ellos el mismo círculo desde lados distintos para llegar al mismo destino. 


La vida personal empieza a afectar al juego de Billie, que no se concentra debidamente y que vive entre las dudas de ese romance prohibido en una sociedad que no lo entendería y no hacer daño a un hombre que siempre la ha tratado bien, pero por el que no siente la misma pasión que por Marilyn. De nuevo, ambos personajes quedan bastante desdibujados en cuanto a personalidad, incluso se ocultan o modifican hechos reales para suavizar la historia real, pero que en definitiva sirve para lo importante para la protagonista: su viaje de autodescubrimiento personal no solo en la lucha por sus derechos deportivos, sino también por reconocer su amor por las mujeres. Aunque interesante, esta temática ocupa un lugar importante en la película y opaca el desarrollo de otras temáticas. Se opta en ocasiones por extender los planos y las escenas dedicadas a Billie y Marilyn, incluyendo una escena en torno a una relación sexual. Y ello a pesar de quela personalidad de ciertos personajes, como la propia Marilyn, son bastante planos. En este sentido, la película se siente algo desequilibrada, porque, además, tampoco se muestran sus consecuencias o tiene repercusión real en la trama principal de la historia más allá del apoyo moral antes del partido decisivo.

Por último, el personaje de Bobby Riggs es el más peculiar en este retrato de plantean Dayton y Faris. Se trata de un personaje ambiguo en el trato y que, pese a su rol de antagonista, no representa en realidad ese papel como sí lo hace Jack Kramer. Hay dos Bobbys en la película. El más llamativo e histriónico es el payaso misógino y creído que da espectáculo a las masas, que apuesta y que hace necedades, como jugar al tenis mientras lleva a dos perros con sus correas, disfrazado de pastora o desnudándose para una revista tapándose con la raqueta. Es el mismo que tras enfrentarse a Court, decide que ya no necesita entrenar. Un bufón que busca chanchullos de los que beneficiarse y que, como reivindica en cierta parte de la película, le gusta jugar y no va a dejar de hacerlo. Por eso, todo el escándalo de sus declaraciones misóginas parecen ser propias exageraciones del personaje que se ha creado. O, al menos, la película lo pretende retratar de esa forma al mostrarnos otra cara del personaje: la familiar. 


En la soledad de los focos y en las estancias privadas, se ve una relación matrimonial afectada por el carácter de Riggs. La familia es sostenida por el dinero de su esposa, Priscilla Wheelan (Elisabeth Shue), que a cambio de continuar con su relación, le pidió controlar esos impulsos de juego para no seguir arriesgando su estabilidad. En esas escenas, vemos a un personaje de un carácter más entrañable: juega con su hijo pequeño de manera infantil, trata de mantener su relación con Priscilla a salvo, incluso lo vemos así, algo desvalido, cuando su hijo mayor le dice que no le acompañará al partido contra Billie. Las conversaciones con su mujer a lo largo de la película nos permiten ver a un personaje más humanizado que el fantoche que vemos en las escenas de carácter público. Precisamente, su cierre es bastante humano: el personaje solo, sentado en el banquillo del vestuario, se reencuentra con su mujer, a la que creía haber perdido. Les queda un personaje que no es completamente agradable, que es imperfecto y ambiguo, pero que no funciona como un cruel villano, sino como un jugador del espectáculo. En cierta forma, un tramposo, como lo calificará Billie, al que se ve venir, por lo que no oculta mayor malicia que esa misma fachada.

En conclusión, La batalla de los sexos intenta combinar tres relatos y creo que no llega a completar satisfactoriamente ninguno de los tres. Cuenta con buenos aciertos, reproduce bien la estética de la época, logra transmitir la reivindicación feminista, hace un retrato bastante humano de sus protagonistas, logra ciertas escenas sutiles y bellas en el camino y logra concederle cierta epicidad necesaria en estos relatos deportivos. Por contra, todos los demás personajes están muy desdibujados, son planos, el peso del romance de Billie ocupa más que los otras dos tramas y le falta profundidad, hay poca comicidad real, la mayoría recae en el histrionismo de Steve Carell como Bobby Riggs, la célebre batalla de los sexos se siente breve y es solo el último tramo de la película y la trama principal se acaba sintiendo algo cliché. Pese a ello, una película bastante recomendable, que tiene su fortaleza en el acercamiento que hace hacia las circunstancias vitales de Billie y Bobby, en las antípodas existenciales, pero unidos por la pista de tenis y por un partido que marcó época. Y también en la necesaria reivindicación de una igualdad que no nos debe sonar como algo lejano. Algunas de las cuestiones que plantea la película no solo siguen latentes en nuestra sociedad, sino que cada vez se manifiestan más sin ningún tipo de vergüenza.


Escrito por Luis J. del Castillo



Los incomprendidos, de Pedro Simón

07 julio, 2025

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Vivir duele. No podemos evitar que la vida sea un conflicto al que nos enfrentamos a diario. Un conflicto en el que acumulamos heridas, sinsabores, fracasos y recuerdos amargos, incluso los felices se acaban volviendo nostálgicos. Hay heridas mayores, hay fracasos enormes, hay recuerdos que rompen a una persona. Nos alivia que en la ruleta nos haya tocado algo ligero que podemos asumir, porque solo viendo el mundo alrededor, el mundo más allá de nosotros mismos, podemos considerarnos en ocasiones afortunados. Y, sin embargo, nuestros problemas son tan importantes para nosotros que no nos dejan disfrutar de esa suerte. Aunque esa suerte sea un consuelo de tontos. Tampoco podemos hacer más, cada uno soporta su carga.

Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera. Así empezaba Ana Karenina (León Tolstói, 1877). Podríamos añadir hoy que no existen esas familias felices, solo infelices cada una a su manera. Quien no tiene, anhela tener, quien ya tiene, anhela más. Y si no, podemos llegar a pensar que da miedo tanta felicidad (pág. 214). La estabilidad, la vida cotidiana, el pasar tranquilo de los días se echa en falta cuando algo lo rompe. Cuando aparece algún problema que no entraba en lo previsto. Cuando surge la tragedia. Cuando echas de menos ese pasado cotidiano que creíste monótono, pero donde residía la felicidad. Lo he visto en mi alrededor. Lo noto en mis padres. Echan de menos tiempos más sencillos. Y eso que a veces no son conscientes de los problemas de la actualidad.


Hemos vivido una de las transformaciones sociales más impresionantes y radicales de los últimos siglos. Estábamos tan inmersos en ella los que hemos podido vivirla que nos ha parecido que todo crecía gradualmente. Pero para las nuevas generaciones, el mundo de ayer es igual de antiguo que el medievo. Y quienes fueron niños en ese mundo, ven ahora a sus hijos enfrentarse a problemas que no controlan. No es ninguna novedad, siempre han surgido cosas nuevas. Solo que el abismo es cada vez mayor, es un universo propio, un escaparate público y mundial, afecta sobre todo a la mente y se esconde en los silencios. Diecisiete años no es una edad tan extraña para tomar ansiolíticos si es necesario —les dijeron en la consulta—, es una edad cada vez más normal (pág. 200). Que escalofrío da leer esta cruda realidad.


Pedro Simón (1971) es un periodista que lleva años tomando el pulso a nuestra sociedad. Y finalmente se ha adentrado en la mente de personajes ficticios a los que ha insuflado de las vidas que ha conocido en el mundo real. Sus primeras publicaciones más allá del periódico eran retratos de esas realidades de hoy: La vida, un slalom (2006) era la biografía mediante entrevista al esquiador Paco Fernández Ochoa, Memorias del alzhéimer (2012) son las experiencias con esta enfermedad de un grupo de personas de renombre. Siniestro total (2015) es un recorrido por los efectos de la crisis económica en España. De todo ello, fueron surgiendo luego las ficciones heredadas de su interés por la humanidad contemporánea y viva. Entre otros: Peligro de derrumbe (2016), Los ingratos (2021) y la novela que nos ocupa hoy, Los incomprendidos (2022).



Javier, Celia, Roberto e Inés podrían ser una familia ejemplar. Padres con buenos trabajos, una buena casa en Boadilla del Monte (Madrid), colegio de pago. Pero la hija mayor, en plena adolescencia, vive entre los silencios y los monosílabos. La brecha en casa es cada vez mayor. Y nadie sabe cómo construir puentes. Porque en esos silencios también se esconden verdades ocultas que nadie quiere verbalizar porque supondría romperse ante los demás. Se esconden sentimientos sobre los que nadie nos ha enseñado a hablar. Emociones que no sabemos gestionar. Odio, culpa, dolor, melancolía, incertidumbre, nostalgia y amor, un amor que ha impedido que las distancias sean insalvables, pero que se siente cada vez más apagado. Esa niña de la foto me quiere muerto (pág. 13) es la oración con la que da inicio la novela, son las palabras de Javier refiriéndose a su hija, Inés, que le ha dicho con tranquilidad, con esa serenidad de quien sabe que sus palabras van a hacer daño directo, que ojalá su avión se hubiera estrellado. Es una crueldad sin empatía, una piedra tirada que luego no se puede retirar. De esas frases que decimos con inquina, sin pensarlas demasiado, en un momento de ira, enfado o tristeza, pero que en el otro provocan ondas que alteran para siempre la corriente. Inés, por su parte, no puede olvidar otras, otras dichas por alguien que se arrepintió al momento de decirlas. Pero nunca se sentaron a hablar de verdad. A sincerarse en lo que sentían. Y el silencio les fue ahogando.


La novela explora las relaciones familiares en la actualidad, pero se centra esencialmente en los puntos de vista de Javier, que tendrá los capítulos impares, e Inés, a los que se dedican los pares. Monólogos internos fluidos que reflexionan sobre sus vidas, que entremezclan hechos cronológicos, que van reconstruyendo sus vidas pieza a pieza, que hablan de cómo se sienten y de lo que hacen... y de lo contradictorio que pueden ser ambos verbos: sentir y hacer. La adolescente (o ascolescente como la llama su tía Clara) no quiere ser una carga para sus padres, no quiere provocarles más daño, pero también siente que todo lo que hace es decepcionante, que es más lenta, que no es tan buena como Roberto, sin contar con las inseguridades de su edad, de su desarrollo corporal y de tantas otras cosas que se descubren durante la novela. La vida y los problemas de los adolescentes de hoy. Y de los padres como Javier y Celia, que tratan de hacer lo mejor que saben, aunque a veces sientan que no es suficiente, que se están perdiendo.


Familia caminando en el camino (fotografía de Vidal Balielo Jr.)

Quitando los hechos concretos de esta familia, que Pedro Simón emplea para mantener cierto intriga o para conseguir cierto golpe de efecto que otorga más profundidad narrativa y social a la novela, la forma de relacionarse, los problemas diarios, el retrato que realiza de esta familia bien podría ser el reflejo de tantas otras hoy. Y eso es lo que resulta tan cercano y significativo en la narrativa de este autor: ese pulso bien tomado a nuestra realidad. Al día a día. A la voz con la que todos nos hablamos en nuestra mente y con la que tratamos de construirnos y reconstruirnos, pensarnos y repensarnos, todo para tratar de comprender bien qué sentimos y qué podemos hacer al respecto. Lo hace con el acierto de no buscar blancos y negros. Esta novela no trata de señalar a nadie, sino solo de mostrarnos un espejo (No seré la mejor hija, lo sé, pero ellos tampoco son los mejores padres. [pág. 121]). Tanto es así que durante uno de los capítulos Javier explora la vida de otros padres a los que conoce, de los que sabe sus tiras y aflojas con sus propios adolescentes, y así el autor se permite ofrecernos otras realidades más allá de la familia protagonista, aunque solo sea sobrevolando. Pero lo más relevante reside en que hay un después, en que Los incomprendidos no es solo un reproche a dos generaciones sobre sus silencios, sino también un hálito de esperanza en que hay puentes posibles, en que el tiempo puede ayudar a sortear esas dificultades. Quizás incluso, me atrevería a decir, con algo de idealismo. Pero un idealismo que también es necesario en tiempos difíciles.


A lo largo de sus páginas, recorremos la vida de esta familia. Por ejemplo, el pasado humilde de Javier, en Carabanchel, que inevitablemente nos lleva a recordar a ese retrato de la vida infantil de los ochenta y noventa que fue Manolito Gafotas (Elvira Lindo, 1994), con especial énfasis en su relación con Paco, su hermano mayor. La relación entre Roberto e Inés cuando ambos eran niños, incluyendo la visión de añoranza de unos padres que vivieron con ilusión convertirse en tales. La presencia de la tía Clara, una mujer libre, deslenguada y abierta, que se convierte en refugio y confidente para Inés. Un personaje que me parece excesivamente idealizado en todo su aspecto positivo, pero que supone un buen contrapunto a lo largo de la novela, incluyendo momentos de humor que aligeran la densidad de varias reflexiones. Las amistades de Inés y la vida de los adolescentes de hoy, centrándose en cómo construyen su autoestima, en las comparativas inevitables (Creo que lo jodido es cuando los espejos no se pueden quitar. Cuando los espejos son los otros. [pág. 120]), incluyendo de manera bastante tangencial el sexo o la naturalidad del alcohol. El viaje familiar a Pirineos a partir del cual todo empezó a cambiar.


La trama es simple, porque lo fundamental del libro no se encuentra en los hechos, sino en las voces interiores de sus personajes. Aquí reside la esencia de Los incomprendidos y de la manera de escribir de Pedro Simón. De una manera bastante clara y actual, sin el experimentalismo de otras obras que recurren a voces personales, sabe hilar con cierta elegancia los pensamientos de sus personajes, buscando el impacto con una frase de cierre precisa, conectando ideas distintas o hechos diferentes. Dejando caer alguna pista de lo que se oculta... o revelándolo de pasada, pero con hondura. Por ejemplo, cómo mezcla los recuerdos de Javier de subirse a sus hijos encima con los de su propia infancia, cuando se subía a hombros de su hermano (Pero un día los bajas de allí arriba y se acabó la magia [...] Yo también vi el mundo desde allí arriba [pág. 208]), para acabar revelando una tragedia personal en dos párrafos breves, pero directos. En esa manera de hilar la historia reside seguramente su mejor virtud. Que en la vorágine de un tema cualquiera, acabe por golpearte emocionalmente sin haber visto venir el golpe. Que las palabras de un personaje te acerque a ver el mundo en los ojos de dos generaciones tan dispares. Tan dispares, sí, pero en el fondo tan semejantes: todas buscan en realidad sentirse identificados, sentirse amados. Y superar el dolor. O aprender a convivir con él.


Los incomprendidos se alza como una novela de reconstrucción emocional, recorre tantas aristas que puedes sentirte identificado fácilmente o incluso identificar a quienes te rodean, o a problemas que ves a tu alrededor. Incluso es fácil que te acabe emocionando en cosas sencillas, como me pasó con una frase que puede parecer insignificante, pero que supone el final del viaje de este libro: Para que leas, enano. Tu libro (pág. 277). Una reivindicación de la necesidad de acabar con los silencios, de hablar, de abrirse. También de seguir poniendo sobre la mesa la defensa de la salud mental, que en el libro está muy presente con varias enfermedades. Y de evitar ante todo dejarnos caer solo en la desesperanza y en la incomprensión. Los incomprendidos es dolor, pero también es sanación.


Escrito por Luis J. del Castillo



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