La vida es bella, de Roberto Benigni

17 octubre, 2015

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La popularidad de una obra no siempre equivale a una conjunción de grandiosidad de sus elementos, sino a una conexión extraña con el público. Cuando esta conexión se crea, o resulta unánime, lo cual no suele ocurrir, o crea una división entre quienes aman y quienes odian la obra. Suele suceder sobre todo con el arte que se sirve de recursos evidentes para alcanzar al espectador, pero pese al desprecio que esto supone para ciertos sectores, no resulta tan fácil hallar el éxito de esta forma. E incluso, en muchas ocasiones, sucede inesperadamente.


El optimismo y el sentimentalismo de La vida es bella (1997) seguramente fueron la clave de su éxito. Para una muestra de cómo de inesperados son los acontecimientos, Roberto Benigni alcanzó la fama con esta película, pero no logró mantener el interés internacional, incluso hundiéndose en taquilla y crítica con su visión de Pinocho (2002). Su labor como actor también ha pasado desapercibida, aunque en su Italia natal sí mantenga fama como humorista, incluyendo un espectáculo de éxito, TuttoDante, donde recurría a la inmortal Divina Comedia

Ahora bien, cabe preguntarnos qué tiene de especial esta comedia dramática con la que Benigni encandiló al público e, incluso, a la Academia de Hollywood, alzándose con tres Óscars: mejor película extranjera, mejor actor y mejor banda sonora. La historia nos traslada a los momentos previos de la Segunda Guerra Mundial. El joven y extravagante Guido (el propio director, Roberto Benigni) llega a Arezzo con la intención de abrir una librería. Allí se enamorará de la maestra Dora (Nicholetta Braschi), a quien conquistará gracias a su forma de ser, su optimismo y su sagaz inteligencia. Sin embargo, la felicidad de la familia que conforman años más tarde con un hijo (Giorgio Cantarini) se truncará cuando sean internados en un campo de concentración y exterminio por ser judíos. Guido pondrá entonces todo su esfuerzo en mantener una ilusión para su hijo, intentando simular que aquella terrible situación es tan solo un juego.


Podemos observar claramente dos partes en la película: el inicio de la relación entre Guido y Dora y la estancia en el campo de concentración. Ambas se relacionan en la forma, pero se distancian en la intención. La primera parte es prácticamente una comedia romántica, carente de drama, aunque el espectador sea entrever cómo se introducen elementos que avisan sobre el fascismo y el nazismo. Como mencionábamos, ambas partes se relacionan en la forma, y no en vano toda la película hereda un hacer cinematográfico que nos retrotrae a las comedias clásicas del cine mudo. Observamos en Guido a un personaje chaplinesco (un referente ejemplar y evidente, aunque Benigni también recoge elementos de la comedia típicamente italiana), con continuos despistes, cierta astucia bondadosa y mucha suerte para salir airoso de circunstancias difíciles, incluso gracias a las casualidades. También logra enfadar generalmente a los malos, es decir, a los representantes de la autoridad fascista, como el funcionario Rodolfo (Amerigo Fontani), rival también en el amor, un inspector escolar o un tendero que revela su ideología con el nombre de sus hijos, Adolfo y Benito. 

La relación entre Guido y Dora se forja a través de diversas circunstancias que permiten también observar el crecimiento del antisemitismo, pero también un mundo de desigualdad y clasismo que tan solo el amor, en este caso, logra superar; una idea, que, por otra parte, ha estado presente en el arte desde hace siglos. Lamentablemente, la construcción de este relato, que finaliza con una elipsis temporal hacia la mitad de la película, parece no llegar a sustentar la segunda parte. Nada más comenzar somos testigos de la evolución de la relación romántica, pero también del extremo alcanzando por el control fascista en Italia. Sin embargo, no hay aquí una muestra de venganza personal (Rodolfo ni siquiera aparecerá tras la elipsis), y la única unión con la primera parte será la figura de la madre de Dora (Marisa Paredes), justamente en un momento de reconciliación truncada por las circunstancias, y un personaje de escasa presencia, pero interesante para el tramo final: el médico Lessing (Horst Buchnolz).


A partir de este momento clave en la película, se sucederán los momentos más histriónicos de Guido a la par que los acontecimientos más inverosímiles de la obra gracias a una trama, la del campo de concentración, falta de realismo y seriedad. No obstante, debemos considerar que no era la intención de Benigni atender a ambos factores, pues cuando lo pretende, logra introducir algunas escenas de un gran potencial dramático. Seguramente el tema del nazismo y de los campos de concentración no eran la finalidad de la obra, sino, por el contrario, la del sacrificio de un padre, la de la esperanza y la humanidad en medio de la barbarie. 

El problema reside en que resulta difícil creer al personaje principal, que frente no ya a su hijo, sino al resto de personajes, parece vivir en otra realidad. Un recurso eficaz en la primera parte, que, sin embargo, no alcanza a levantar la sonrisa e incluso se vuelve monótono. De la misma forma que la célebre escena del megáfono resulta irreal si atendemos a auténticos relatos de la supervivencia en estos campos, como Si esto es un hombre (1956), de Primo Levi, también se nota la ausencia de un momento dramático para Guido, una segunda cara que aunque se vislumbra en dos ocasiones, no llega a sostener el doble papel que el personaje debería estar padeciendo. Por contra, tanto Dora como el tío Eliseo son mostrados con toda esa miseria, sin apenas esbozo de alegría, aunque sí esperanza en el caso de la primera gracias, precisamente, a la acción de Guido con la música o el megáfono.


El espíritu de La vida es bella está en esos momentos de optimismo y esperanza, una forma de pensar que impregna todo el relato cinematográfico gracias a Guido y que supera todas las barreras. Pero detrás de este velo que crea Benigni, se observan las carencias antes mencionadas unidas a otras de corte técnico (en muchos aspectos, la película parece más antigua de lo que realmente es). Este tipo de obras se basan en la emoción del espectador, en aceptar lo que nos cuentan y reír o llorar según la ocasión. Estela bajo la que se cobijan otros títulos aún más próximos en el tiempo y sobre el mismo escenario del nazismo, como El niño con el pijama de rayas (tanto libro, publicado por John Boyne en 2006, como adaptación, de Mark Herman, estrenada en 2008).

En definitiva, un ejercicio de escapismo en tiempos difíciles. Quizás haya quien considere que el tema de fondo es demasiado serio para tomárselo con esta ligereza. No es tampoco la primera vez, El gran dictador (1940) no se hubiera realizado de conocerse toda la verdad sobre el nazismo, según declaró Chaplin. Pero, aceptando la ficción, Benigni recupera un modo de hacer cine que nos recuerda a otra época y cuyo contenido queda inmortalizado en muchas de sus secuencias: la mujer que decide subirse al tren por voluntad propia, el tío judío que ayuda a una oficial que le repudia, el último acertijo del médico y el buenos días, princesa. Y un aprecio colectivo superior al auténtico valor de la obra italiana.




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