El autocine (XIV): Simbad y la princesa, de Nathan Juran

17 junio, 2015

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Una nueva tierra incógnita será el destino del intrépido marino Simbad (Kerwin Mathews) en Simbad y la princesa (The 7th. Voyage of Sinbad, Columbia Pictures, 1958). Presumiblemente, se trata del último viaje de exploración del personaje dado a conocer en Las mil y una noches (1818), por el cual arriba con su tripulación a la extraña Isla de Colosa; aunque de buscarse semejanzas con los relatos contenidos en el libro, la presente aventura encuentra más puntos de contacto con el tercer y el quinto viaje.

Una vez puesto el pie en la isla, unas huellas de pezuñas anticipan los insólitos prodigios que por aquel paraje campan a sus anchas, incluida la lámpara maravillosa que alberga, no a un genio airado y fornido, sino a un complaciente muchacho (Richard Eyer).

Simbad y la princesa fue la consecución de los anteriores logros artísticos en el campo de la ficción del técnico y animador Ray Harryhausen (1920-2013) -a quien ya nos referimos con El gran gorila (Mighty Joe Young, Schoedsack, 1949) y Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, Don Chaffey, 1964)- y el productor Charles H. Schneer (1920-2009), ahora con la incorporación del color.

Al equipo en tierras españolas se incorporaron nuestros Eugenio Martín (1925), como ayudante de dirección, y el decorador Gil Parrondo (1921; mal consignado en los créditos como “Parrendo”), asistido en la elaboración ornamental por José Algueró (1914-2000). Escrita por Ken Kolb (1926), la película fue dirigida por Nathan Juran (1907-2002), con fotografía de Wilkie Cooper (1911-2001) y una inolvidable partitura, épica y telúrica, de Bernard Herrmann (1911-1975).


Ya antes de regresar a Bagdad, cuyo escenario real fue el Palacio de La Alhambra en Granada, Simbad se muestra inflexible con respecto a sus compromisos adquiridos: evitar una guerra entre dos países, el de su padre y el de la princesa Parisa (Kathryn Grant), por lo que, estando ya de vuelta en la ciudad, rechazará, de forma un tanto ingenua y despreciativa, la posibilidad de regresar a la isla para recuperar la lámpara.

Ni que decir tiene que al final se verá forzado a ello gracias a la perfidia del mago Sokurah (el estupendo Torin Thatcher), al que más bien parece que no han dejado otra opción, lo que hace que sintamos cierta simpatía hacia él, por más que, después sea retratado como un malvado de pro (no sé hasta qué punto podríamos hablar de ceguera y egoísmo por parte de califas y gobernadores). En cualquier caso, no deja de resultar curiosa esta actitud de cajas destempladas, sobre todo en un personaje aventurero en esencia como es Simbad. Por fortuna, los personajes de la película no acaban aquí.


Dentro de toda esta atmósfera de fantasía, hacen su aparición las inigualables creaciones de Harryhausen. Por ejemplo, antes de poner de nuevo rumbo a la isla, tiene lugar en el palacio la transformación de una sirvienta de la princesa, Sadie (Nana de Herrera), en una criatura serpenteante; exhibición que está a punto de concluir de forma trágica: las ilusiones son a veces muy reales.

Luego, ya en la ínsula, destacan las ruinas de una civilización perdida en el tiempo, concretamente, una fachada con forma de rostro, que contiene una boca de piedra por la cual se accede desde la playa al interior de la región ignota. Una barrera tanto física como anímica que delimita los dos espacios y a la que, instantes después, el joven genio de la lámpara añadirá otra, con el fin de interponerse entre el cíclope y la marinería de Simbad. Como explica el mago Sokurah, la lámpara no funciona para hacer el mal, pero sí resulta muy valiosa como protectora.

A los seres de tan sorprendente y exótica mitología, se añaden unos certeros efectos ópticos, como el del brazo que va encogiendo, y que proporciona el juego de contrastes, tan querido a Harryhausen, entre la princesa y el resto de personajes. Idea a la que se saca jugo con la visita de la princesa al interior de la lámpara maravillosa.


Podemos agregar el sonido capaz de hacer perder la razón (a los delincuentes que se han apoderado de la nave), o la cueva del tesoro, que resulta ser una trampa para aquellos visitantes demasiados ambiciosos…

Y, por supuesto, destaca por méritos propios la guarida del mago, donde transcurre la mayor parte del último tercio del relato, enclavada en una gran cueva y custodiada por un dragón. Un espacio donde tiene lugar la secuencia más recordada (y ejemplar) de la película: la lucha de Simbad con un esqueleto.

En Simbad y la princesa, la escala de lo maravilloso es como una aprehensión del mismo, oscila entre lo muy pequeño y lo muy grande, aunque a lo largo de esta última confrontación con la alevosa osamenta, lo fantástico se coloca alegóricamente a la altura del protagonista.

Escrito por Javier C. Aguilera


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