12 años de esclavitud, de Steve McQueen

17 septiembre, 2016

| | | 0 comentarios
Con bastante frecuencia hablamos de ciertos temas desde un punto de vista inconscientemente teórico. Inconscientemente teórico porque el dolor, la falta de libertad o la crudeza de ciertas situaciones las obviamos por su valor metafórico, por el valor que creemos que tienen, pero no necesariamente por el que hemos vivido. Hay muchas formas de llegar a comprender ese valor sin haberlo vivido, el arte nos acerca a ello. Pero el cine en concreto nos puede lanzar con su arte total a sufrir y padecer junto a sus personajes. Son muchos los ejemplos de dramas que nos han erizado la piel al acercarnos a diversos temas, aunque pocos realmente nos han revuelto el estómago con su crudeza.

El director Steve McQueen (1969-) ha tratado en su trayectoria de acercarse a temas delicados, como haría en Hunger (2008), sobre la huelga de hambre irlandesa de 1981, o en Shame (2011), acercamiento a la adicción al sexo de una forma devastadora. En 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) nos lleva a la injusticia, al abandono, a sentir el auténtico drama de la ausencia de libertad, del racismo y de la barbarie de quienes se consideran civilizados. Para ello, su encuentro con la biografía homónima de Solomon Northup, un hombre de color nacido libre en Estados Unidos que fue secuestrado y vendido como esclavo en Nueva Orleans.

El argumento de 12 años de esclavitud es sencillo y no está pendiente del suspense: nuestro protagonista es secuestrado y pasará doce años como esclavo contra su voluntad, teniendo que sobrevivir para ello a pesar de las posibles torturas y de las locuras que tenga que contemplar. En este sentido, la película no es un viaje que ponga la mirada en el final, sino en el trayecto. No se trata de ver cómo acabaron esos años de esclavitud, sino en cómo fueron, de una forma similar a lo que sucede con Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez, 1981). Así pues, estamos ante la odisea de Solomon (Chiwetel Ejiofor), un hombre libre, con familia, que se dedica a tocar el violín, cuando es secuestrado por dos hombres que lo venden como esclavo, siendo finalmente trasladado a Nueva Orleans, donde pasará a manos de distintos amos.


Este viaje por el que nos lleva Steve McQueen está invadido de impotencia, de falta de certezas y seguridad, de brutalidad y de dolor, de un dolor continuo que se manifiesta de formas diversas: el llanto desconsolado de una madre, el deseo de morir, las lágrimas impotentes y las visiones que truncan el estómago. La película tiene una primera fase que nos va sumergiendo hacia el pozo donde recalaremos finalmente: un primer tramo de felicidad natural, pasando después al secuestro, marcado por la impotencia, y finalmente a la venta en Nueva Orleans, donde nos toparemos con un amo ambiguo, William Ford (Benedict Cumberbatch). Esta ambigüedad es implementada por Steve McQueen, dado que en el libro de Solomon se alababa a este hombre, pero el director opta por mostrarnos que pese a su bondad, participaba de un sistema injusto e inhumano, aprovechándose de hombres a los que, a pesar de tratar bien, estaba utilizando como objetos de su propiedad. Este hecho es remarcado en los diálogos que entrecruzan Solomon y Eliza (Adepero Oduye), aunque también el final de la relación entre Ford y Solomon, cuando este nos demuestra más su temor ante la deuda que su solidaridad para con los hombres. 

El segundo tramo es el más complejo y el que finalmente nos lleva a la desconfianza y la desesperación, marcado por la autoridad de un amo déspota, alcohólico y enloquecido como lo será Edwin Epps (Michael Fassbender), con una esposa, Mary Epps (Sarah Paulson) cuya crueldad, sustentada por los celos, no se queda por detrás. Destaca en este tramo el personaje de Patsey (Lupita Nyong'o), esclava que se ve irremediablemente involucrada en el matrimonio Epps, sufriendo por tanto las consecuencias de ser tanto la favorita del amo, como la odiada por la ama. Poco más podemos señalar de la trama para no entrar en detalles. Lo curioso es que realmente tampoco queda mucho más por comentar.


12 años de esclavitud se erige como una película de choque, de escenas bien planteadas para satisfacer objetivos, pero no hay ninguna ventana abierta a interpretar, a reflexionar, dado que el mensaje es evidente. Tenemos escenas que tratan de provocar e incomodar al espectador, para lo cual no duda en alargar el plano y mostrarnos cómo la vida sigue mientras hay un hombre colgando de una soga, o cómo todos miran impotentes los latigazos sanguinolentos. También se logra aumentar la tensión en los momentos clave en que Solomon trata de lograr una salida a su esclavitud, algo que se consigue con ayuda de la música (o con su ausencia) y con la iluminación. Debemos señalar aquí el buen hacer de los actores Ejiofor y Fassbender a la hora de plantear la relación de sus personajes, destacando, por ejemplo, la escena nocturna en que Solomon debe mentir para sobrevivir. 

Precisamente, ambos, junto a la revelación de Lupita Nyong'o, son la parte del reparto más destacable. El primero encarna de forma natural los sentimientos y emociones del protagonista, sin necesidad de palabras, manifiesta con su expresividad la tensión, el miedo, la impotencia y también la conformidad, así como la alegría, cuando esta llega; no obstante, debemos decir que se trata de un personaje algo insulso, Michael Fassbender muestra una actuación visceral con un personaje al que se le permite todo: una locura insana otorgada por sentirse superior a todos, dueño de las vidas de quienes le rodean. Nyong'o encarna a otro personaje ambiguo con pasión y fuerza: la esclava maltratada a la par que objeto de deseo del amo. Su carácter ambiguo proviene de la incertidumbre ante sus auténticos deseos, aunque ella, por encima de Solomon, será quien se convierta en el personaje donde más sufrimiento hallemos. Quizás por la ausencia de salvación. Patsey no fue Solomon, fue una más, personalizada en este caso, de las que se quedaron, de las que nunca lograron la libertad.


Junto a este trío, debemos destacar la presencia de actores como Cumbertbatch o Brad Pitt (este último interpretando de forma más desganada), cuyas presencias son menos notorias, menos aún de lo que podríamos predecir en un origen, desaprovechando seguramente las dotes interpretativos de ambos en favor del lucimiento, bien aprovechado por su parte, de Fassbender. Por supuesto, hay muchos otros nombres en el amplio reparto de la película, algunos ya mencionados anteriormente, aunque su importancia en la trama sea menor. No en vano, a lo largo de la película se nos presentan casi todas las posibilidades que podían darse en la situación de un esclavo: el dueño amable, el dueño malvado, la esclava concubina, el liberado, el esclavo que es apartado de su familia, el que sirve de represalia... Incluso se nos remarca la diferencia entre un trabajador blanco y un esclavo negro que desempeñan el mismo trabajo.

Siguiendo con el contenido de la obra, el sentir religioso está también presente en varias ocasiones. Ahora bien, en su sentido estricto lo podemos percibir como fracturado, dado que, por ejemplo, es impuesto por el amo como parte de la esclavitud o empleado como justificación de su lamentable situación. Pero a la vez, se convierte en refugio colectivo, en la única forma de poder expresarse de forma metafórica, por ejemplo a través del canto. Se despliega aquí la parte musical más relevante. Por ejemplo, con el tema Roll, Jordan, Roll, situada de forma cercana al blues, pero sobre todo al gospel. Curiosamente, podemos sentirla como contraparte a otra canción, folk en este caso, que aparece en la película: Run, Nigger, Run. Esta impuesta por un amo frente a la otra situada como canto colectivo. De la banda sonora de Hans Zimmer hay poco que añadir, en la línea de la corrección.


Entre los aspectos que nos gustaría señalar se encuentra también la falta de percepción del paso del tiempo. En cierta forma, no notamos el envejecimiento de los personajes y tampoco se nos advierte de cómo transcurre el tiempo. Quizás en compensación, o como metáfora, se nos introducen ciertas secuencias largas de bellas estampas naturales, una belleza vacía que nos recuerda al recurso empleado por Lars Von Trier en Melancolía (2011), aunque aquí no alcancemos a adivinar su significado, si acaso lo tiene. Así pues, el tono academicista y limpio que McQueen otorga a la obra no permite que se entremezcle forma y contenido, por lo que nos encontramos con unos planos cuidados y agradecidos o con la ausencia de una cámara que se mueve confundida y borrosa (un recurso lamentablemente habitual), pero también, y desgraciadamente, no hay tampoco suciedad, todo parece demasiado impoluto, hay una lejanía emotiva, aséptica, con lo que vemos, convirtiendo la película en un proceso más intelectual que emotivo.

Sin lugar a dudas, 12 años de esclavitud sabe qué quiere contar, lo cuenta y además nos hace sentir el golpe, pero no deja espacio para mucho más. Incluso su final, que podemos considerar abrupto, sigue ahondando en esa sensación de pérdida y de injusticia, no hay triunfo. Una película perfectamente filmada que duele al verla, que pretende mostrarnos el mal y nos lo señala sin velos. Aunque al final pueda quedarnos una sensación de cierto vacío.

Escrito por Luis J. del Castillo



Para el sábado noche (LV): Atrapa a un ladrón, de Alfred Hitchcock

15 septiembre, 2016

| | | 0 comentarios
Ladrones de guante blanco, ladrones a la última en tecnología, hasta ladrones en la alcoba, forman parte de todo un mercado de ladrones cinematográficos que, en sí mismo, constituye un subgénero (en su acepción más positiva) que dibuja a unos personajes de inevitable atractivo para el gran público.

Razón por la que, dentro de este grupo de apasionantes relatos y encantadores bon vivants, hoy recordamos a John Robie, apodado el Gato (un extraordinario Cary Grant), que reside en la Riviera, o Costa Azul francesa, y que, según él mismo confiesa, hace años que no afana una sola joya…

Entonces, ¿quién está despojando de tan valiosos pedruscos a la flor y nata de los turistas más adinerados, y a buena parte de la aristocracia local? Lo mismo se pregunta John Robie, habida cuenta de que el ladrón conoce a la perfección su refinada y precisa técnica. Este nuevo Gato no solo roba las piedras preciosas, como él hiciera, sino que además ha usurpado su identidad.

En los prolegómenos de la historia, Alfred Hitchcock (1899-1980) introduce unos insertos que muestran a un gato negro deambulando por los tejados en plena noche. Estos señalan el transcurrir de un tiempo que queda ligado a la nocturnidad y la alevosía.


Robie, que antaño trabajó en un circo como trapecista, es un ex ladrón que, en su día y debido a las circunstancias de la guerra, colaboró con la Resistencia, llegando a ser considerado como un héroe. Por el periódico que reposa sobre el sofá de su casa, le sabemos al corriente de todo lo sucedido. En esta imagen de presentación, Alfred Hitchcock no rompe el plano, sino que enlaza el diario con el personaje, que espera el devenir de los acontecimientos más próximos en su jardín.

El guión de John Michael Hayes (1919-2008) es de una perfección notable, por muy “ligero” que, en su contenido y forma, nos resulte el argumento. Está basado en una novela de David Dodge (1910-1974), que aún no he tenido ocasión de leer, pero que en su día fue editada por Laberinto Cumbre y Aguilar con los respectivos títulos de El gato ladrón (1953) y Para atrapar a un ladrón (1962). Huelga decir que, la puesta en imágenes del realizador inglés, es igualmente expresiva y rica en significados; hasta en los fundidos en negro que actúan como transición entre las escenas, debido a la esencial labor de edición de George Tomasini (1909-1964).


Como con la policía no puede sacar nada en limpio, John Robie decide actuar por su cuenta, con la ayuda de un antiguo camarada de la Resistencia, que le podrá en contacto con el agente de seguros H. H. Hughson (el estupendo John Williams), que a su vez, le presentará a la acaudalada señora Stevens (una inolvidable Jessie Royce Landis) y a su hija Frances (qué decir de Grace Kelly), de gélida apariencia pero ardiente proceder, además de impecablemente vestida por la gran Edith Head (1897-1981). Con la joven heredera, intrigada por estos nuevos vericuetos de emocionante riesgo, Robie piruetea por entre los jardines de las mansiones más señoriales y sobre los tejados, en pos del ladrón estafador. Unos momentos nocturnos y diurnos magníficamente fotografiados por Robert Burks (1909-1968).

Baste recordar el almuerzo de Robie con el asegurador en la Villa, el picnic con Frances junto a la carretera, o la secuencia de los fuegos artificiales, contemplados desde la habitación de un hotel, en la que la luz de los coloridos cohetes no es la única que relumbra en la estancia. No en vano, para el realizador inglés, el suspense lo canaliza todo. Como él mismo corroboraba en su famosa entrevista con François Truffaut (1932-1984), si el sexo es demasiado llamativo y evidente, no hay suspense (capítulo once).


Son personajes sofisticados pero hechos así mismos, imbuidos en un ambiente refinado aunque de vacacional desenfado, que se sostiene a través del elegante desarrollo de la trama y de unos diálogos en consonancia.

Atrapa a un ladrón (To catch a thief, Paramount, 1955) cuenta, además, con los efectos ópticos del veterano y ejemplar John P. Fulton (1902-1966) y con una estupenda partitura de Lyn Murray (1909-1989), un compositor poco prolífico pero interesantísimo, como demuestra la reciente edición íntegra de la banda sonora, a cargo de Intrada (Vol. 266, 2014). Como última curiosidad, señalar que en la Riviera, los gatos disponen de nueve vidas en lugar de siete. Ventajas del aire del mar.

Escrito por Javier C. Aguilera


El códice Génesis, de Yunior Santana

12 septiembre, 2016

| | | 3 comentarios
Hay acontecimientos que si hubieran sucedido de otra forma a la que pensamos cambiaría nuestra forma de ver nuestra realidad, nuestra sociedad y nuestra historia. Cuanto más nos alejamos de nuestro presente, aunque aún hoy haya misterios imbricados por intereses privados, más oscura y alargada es la sombra de la duda sobre lo poco que sabemos de épocas lejanas. Por ello, el anhelo de investigación del ser humano le ha llevado a elucubrar y a buscar certezas. Pero también a hallar explicaciones que trascienden lo que hoy conocemos de forma certera.

El códice Génesis (2016) se une a esta clase de narraciones que aúnan conspiración e historia con cierta dosis de intrigas y -los llamados- hechos paranormales. Un tipo de revisión de la historia que estuvo de moda a principios del siglo XXI con varios best sellers que a muchos hicieron comenzar a dudar de la buena intención de ciertos sectores sociales o de la propia recreación de la historia que se ha formulado hasta nuestros días. Cabe decir que esto no significa que fueran buenas obras artísticas a pesar de su éxito; aún más cuando ya a lo largo del siglo XX hemos tenido ensayos que abandonaban la ficción para acercarse a los hechos tratando de analizarlos. Buena muestra de ello es nuestra sección Otros mundos.

Las obras a las que nos referimos se refugian en la ficción para plantear posibilidades envueltas en una aventura similar al thriller tradicional o conspiracionista. Han sido usuales los que han versado su contenido sobre la vida de Jesucristo y la forma en que la Iglesia defiende sus intereses a través de una visión errónea o manipulada del personaje. No se aleja El códice Génesis de hacer algo similar, pudiendo incluirlo en su género a pesar de que el autor exprese diversas intenciones, incluyendo una vía de contacto directa con los lectores para crear un vínculo de descubrimientos mutuos, claves ocultas en la obra y la confección de una obra futura anunciada para 2018.

Yunior Santana es el autor tras esta obra, un hombre que se considera un renacentista moderno gracias al cúmulo de conocimientos que a lo largo de su vida ha adquirido y que le han permitido participar en diversos programas de radio y televisión sobre temas diversos, como medicina, esoterismo, diversos temas sociopolíticos o la posibilidad de vida extraterrestre.

No obstante, uno de sus mayores intereses es el de las conexiones con las civilizaciones antiguas, investigando además entre las similitudes que comparten, algo que se refleja en esta novela. Originario de Cuba, ha pasado gran parte de su vida en España, aunque actualmente reside en Miami.

Antes de continuar, debemos señalar que la obra que Yunior Santana nos propone tiene una doble vertiente lectora. A modo de nota al lector, a la que volveremos a referirnos al final, se advierte de un juego de claves en el libro e incluso se hace hincapié en que ciertos errores pueden ser en realidad pistas. Además de revelar cierto sentido interpretativo que va más allá de la obra en sí.

Por todo ello, advertimos que en nuestro análisis o reseña nos ceñiremos en todo momento al apartado literario, que es nuestro campo, sin entrar a valorar el pensamiento, la intención o los juegos interpretativos planteados por el autor. Como cabe recordar, una obra trasciende más allá de lo que piensa sobre ella su creador.


La obra se divide en dos tiempos cronológicos, cada uno con sus propios personajes y teniendo como eje de unión el descubrimiento de un códice maya que cambiaría nuestra forma de ver el mundo. La primera parte de la obra nos lleva a Maní, en Yucatán, en la época en que Fray Diego de Landa decretó un auto de fe con el que destruiría gran parte del legado maya: manuscritos, estatuas y distintos objetos sagrados para los indígenas. Sin embargo, frente al inquisidor, un grupo de frailes tratarán de rescatar un códice cuya información resulta peligrosa para la Iglesia. La segunda parte nos lleva a 2018, cuando Taine Kamu, un importante políglota con el síndrome del sabio, es contratado para descubrir y descifrar las claves ocultas de un misterioso y desconocido códice maya. Comienza entonces una aventura por descubrir la verdad contra quienes tratan de silenciarlo a toda costa.

Con diferencias sustanciales, ambas partes presentan enfoques distintos, por una parte los frailes que saben que el secreto les puede costar caro y, por otra, el grupo de investigación que desempeña su labor en un futuro cercano sin temor, aunque amenazados entre las sombras. En ambos casos, Santana desarrolla diversas historias que entremezclan viajes, cierto romanticismo muy tenue y una gran cantidad de datos y descripciones. El tiempo no se maneja de forma adecuado y toda la obra parece acelerada, casi resumida en cuanto a la acción, por ejemplo, en las relaciones humanas, a destacar la de Antón y Elvira, prácticamente elidida, lo contrario que sucede con las extensas y minuciosas descripciones. La primera parte tiene un final más atropellado, que nos aporta una sensación de vacío y, quizás, de cierta sensación de innecesario. Salvando las acciones de tres personajes, la presencia del resto no parece tener relevancia ni conexión con el futuro. En este sentido, podemos tener cierta sensación de desconexión entre la línea del pasado y la del presente.

Auto de fe de Fray Diego de Landa (Mural de Juan O’Gorman en la Biblioteca Central de la UNAM)
Por contra, podemos afirmar que el tramo final de la novela es lo mejor desarrollado de la misma, ya que se consigue un clímax tenso y en la línea con el género del suspense en el que catalogábamos esta obra, a pesar de que podemos sentir que el giro final sea un deus ex machina y que la conclusión queda abierta a un futuro incierto. A su vez, los personajes del segundo tramo son algo más ricos en matices, sobre todo el protagonista, Taine, al que quizás nos hubiera gustado conocer con mayor profundidad, igual que sucede con Yusnavi. Por su parte, los villanos suelen ser retratados de una forma muy maniquea, especialmente Fray Diego de Landa y su secuaz Garduña, aunque también sucede con el comité de cardenales de la segunda parte, cuyas razones para empezar su particular cruzada contra el códice no se corresponde con razones contemporáneas, sino casi extraídas de la propia Edad Media. No obstante, dos de ellos destacan de forma notable por sus giros y, por supuesto, debemos señalar la particularidad del némesis de la obra: es una inteligencia artificial.

Entre las cuestiones interesantes está la multitud de espacios interesantes que visitamos a través de la obra, en distintos puntos de la geografía mundial: la península de Yucatán, zonas de Venezuela, algunos puntos de Italia y varios lugares de España, como Cádiz, Sevilla o Madrid, siendo reseñable el papel de El Escorial. El conocimiento de Santana sobre estos lugares se expande en demasía, como mencionaremos, pero también proporciona interesantes escenas donde juegan un papel privilegiado sus personajes. Podemos destacar la biblioteca de El Escorial, a la que se le dedica un espacio considerable, incluso incluyendo a su arquitecto, Juan de Herrera (1530-1597); un lugar que, sin duda, merece la pena observar, y al que ya nos referimos con la obra Las claves ocultas de la biblioteca de El Escorial (2009), de Andrés Vázquez Mariscal. También debemos apreciar toda la parte dedicada a Isla Margarita, incluyendo la tensión vivida entre los navíos con la subtrama del capitán Aguirre.

Patio de los Reyes del monasterio de El Escorial
No obstante, El códice Génesis tiene varios defectos a tener en cuenta. El primero, y más evidente, es el nivel de corrección, sobre todo en el uso de los signos de puntuación. Destaca por sistemática la ausencia de comas entre el vocativo y el resto de la oración, además de otros errores de distinto calado dispersos por el texto. El segundo es una cuestión estructural. El códice Génesis se encuentra situado dentro de un tipo de literatura que entremezcla elementos de novela negra, aventuras y cierto grado de conspiracionismo revelador. Por situar un ejemplo, aunque esté tan denostado por la crítica, está cerca de lo que podría ser El código Da Vinci (Dan Brown, 2003), aunque personalmente me ha recordado a La promesa del ángel (Frédéric Lenoir y Violette Cabesos, 2006) por la existencia de dos líneas temporales principales en la historia. 

No obstante, a diferencia del recurso bien llevado de La promesa del ángel, donde ambas líneas temporales transcurrían paralelas, aumentando el interés por todos los personajes y confluyendo en el final con la conclusión de todos ellos, Yunior Santana prefiere en El códice Génesis recurrir a un desarrollo cronológico y lineal que provoca que a mitad de la novela el lector tenga que comenzar una nueva relación con los nuevos personajes que se plantean. No podemos ya ahondar en las decisiones puramente narrativas y creativas de Santana para con sus personajes, dado que destriparíamos en cierta medida algunos hechos de la trama, pero sí debemos señalar que, como es usual en estas obras, estamos ante un planteamiento maniqueo. Así, los malvados son seres sin escrúpulos, pertenecientes por lo general a organizaciones que son retratadas en la novela como oscuras y egocéntricas (caso de la Corona y la Iglesia), contando en ocasiones con recursos casi infinitos y muy avanzados, mientras que los buenos tratan de desempeñar su labor heroica contra todo tipo de adversidad con sus modestas y humildes habilidades en la primera parte o con increíbles destrezas en diversos campos en la segunda parte, pero limitados por su desconocimiento de la amenaza que se cierne sobre ellos.

Muerte en Madrid, de Lorenzo Vallés
Este hecho distancia al lector de la posible empatía que se puede crear con los personajes, aún más cuando nos encontramos con una voz narrativa que tiende más a la exposición minuciosa e innecesaria que al acercamiento de carácter más psicológico o narrativo, valga la redundancia. El narrador, que desempeña su labor omnisciente en todo el relato, nos desarrolla en amplios párrafos explicaciones de todo tipo, siendo las predilectas las descripciones históricas, aunque no desde el punto de vista de los personajes o desde su tiempo, sino desde la actualidad. Incluso encontramos que aún cuando la acción transcurre en el siglo XVI, el narrador se dirige directamente al lector hablando de "hoy en día". Otros autores optaron por una mejor medida para este tipo de intervenciones más científicas, como otorgar la voz a un personaje, como puede suceder en el caso de Guillermo Baskerville en El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980) o incluso con el protagonista predilecto de Dan Brown, Robert Langdon, en alguna de sus aventuras.

La intención de Santana con este tipo de descripciones puede ser compartir con el lector todo el conocimiento que acumula tratando así de ser fiel a la realidad en que se desarrolla la obra, otorgándole un verismo grandilocuente, no falto de alguna apreciación subjetiva. Sin embargo, en muchas ocasiones estas explicaciones pueden resultar innecesarias. Sirviéndonos del lenguaje cinematográfico, insertar una escena otorgándole un puesto preeminente en una película, pero que está vacía de contenido en relación al resto del contenido fílmico nos sitúa ante un despliegue técnico que por minucioso, bello o interesante pueda resultar, no tiene sentido en una narración que no presta atención a esa escena. Por situar un ejemplo concreto en El códice Génesis, se describe de esta forma referida a la catedral de Sevilla, un lugar al que después no se regresa en la narración, sirviendo tan solo para una escena cuya trascendencia tiene valor por su acción, sin requerir tan extensa ni erudita descripción. Lo mismo sucede con algunas descripciones físicas de los personajes, más propias de una exposición anatómica o forense que de una voz narrativa.


Así pues, El códice Génesis es una obra de luces y sombras, una historia que tiene muchas posibilidades, pero que hubiera necesitado de mejor voz narrativa. Sabe manejar bien el misterio hasta su resolución final, pero muchos de los pasos que se toman por el camino nos dan la sensación de vacío o de accesorio, incluso haber conocido a ciertos personajes. A quienes les guste esta clase de historias y quieran conocer algunas curiosidades y algunos elementos de la historia poco valorados, pueden acercarse a esta obra sin temor, aunque tengamos que poner en duda su estilo y su capacidad para crear personajes convincentes.

A modo de conclusión, ajena ya al análisis de la obra, cabe comentar que Yunior Santana invita en su nota final al lector a una doble lectura intencional de su obra, basándose en sus propósitos creativos. De esta forma, invita al lector a no asumir nada y a dudar de la veracidad de lo que nos han enseñado, tratando de descubrir por uno mismo tal realidad en la medida de lo posible. Alude que, después de todo, la visión que nos llega puede estar cargada de intereses ocultos. En efecto, así podemos considerarlo y debemos quedarnos con esa invitación a indagar en lo que nos rodea. Pero cae Yunior en un error común: hacer ver que no hay ningún interés en su propuesta o hacernos creer que todos los demás sí lo tienen.

Incluso debemos advertir, como hemos hecho habitualmente, que nuestra labor aquí es la de proporcionar una visión sobre las obras que leemos y vemos, tratando de ser rigurosos y justos, pero sin evitar nuestra proyección personal. Por eso, cualquier lector puede tener otra opinión o descubrir otros secretos en esas obras. Así pues, nos quedamos con esa primera parte de la propuesta de Yunior: busquen, lean, vean, descubran. El saber os espera.

Para conocer más sobre la novela, podéis entrar en su página web.

Escrito por Luis J. del Castillo


El autocine (XXIX): La ciudad sumergida, de Jacques Tourneur

10 septiembre, 2016

| | | 2 comentarios

Dice el excelente poema La ciudad y el mar (1831), de Edgar Allan Poe (1809-1849), que bajo las aguas reposa una ciudad extraña, solitaria, oculta y lejana, ya solo gobernada por la Muerte.

El lugar nos retrotrae al humano y orgulloso pasado de Mu, de la Atlántida o de cualquier otra civilización real o imaginada que, como la cretense, hermana atalayas y sombras que parecen suspendidas en el aire.

Son unos sugestivos y melancólicos versos, que el interesado puede encontrar en la reciente edición de la poesía completa del autor, a cargo de Cátedra (Letras Universales, 2016).

Por supuesto que el poema de Poe es tan solo el punto de partida, por no decir el pretexto, para un relato algo más desarrollado; en este caso, por los guionistas Charles Bennett (1889-1995) y Louis M. Heywood (1920-2002), y el estupendo realizador, en todos los géneros en que intervino, Jacques Tourneur (1904-1977), que con la presente película cerró su filmografía.

Siguiendo la estela de las producciones puestas en marcha por la compañía independiente American International Pictures, basadas muy libremente (aunque muy gozosamente) en las narraciones y la poesía de Poe, generalmente bajo la diestra dirección de Roger Corman (1926), La ciudad sumergida (War-Gods of the Deeps / The City under the Sea, AIP, 1965) emerge como uno de sus más estimulantes cometidos, al menos, sobre el papel.


Tras unos títulos de crédito iniciales que parecen un añadido al capricho de las copias de exhibición (la AIP solía presentar sus créditos solo al término de cada relato, como una característica de la casa) y el recitado de varios de los versos del referido poema, nos situamos en una indeterminada zona costera de Inglaterra, donde unos marinos y el ingeniero de minas Ben Harris (Tab Hunter), descubren el cuerpo sin vida del hasta entonces abogado de Jill Tregillis (Susan Hart), nueva propietaria de una de esas maravillosas mansiones que hacen equilibrios al borde de un acantilado. Ambos son americanos y pronto serán extraños no solo en esta tierra, sino también en el mar que la circunda.

Al grupo se unirá uno de los invitados locales de la joven, el pintor Harold Tufnell-Jones (el bueno de David Tomlinson), que se muestra irracionalmente obcecado en llevar consigo a un engorroso pollo. Estando en la mansión, son sorprendidos por una misteriosa presencia, por lo que todos los personajes (incluido el pollo) acabarán descendiendo por un pasaje hasta las profundidades de los acantilados, para descubrir el misterio que estos albergan: la ciudad sumergida.


No es el mejor momento para ejercer labores de expedicionario, pues un volcán submarino ha comenzado a redoblar su actividad sísmica y amenaza con destruir la sugerente obra de siglos de ocultamiento; los restos de una civilización, ahora tan solo poblada por unos tristones branquiales, y por el capitán Hugh (el siempre entregado Vincent Price), que se apropió de las ruinas junto con otros miembros de su tripulación.

Pero el hecho es que Jill ha sido raptada por algún ignoto propósito y no queda tiempo que perder, en ninguno de los sentidos (el metraje manda). Sorteando los vericuetos de una gruta, un pozo, un pequeño túnel y un puente (una de las imágenes más conseguidas de la película, junto con la de la casa o los restos de la urbe bajo el mar), los protagonistas descubrirán que existió otra humanidad.

El esquemático desarrollo del guión no da para mucho más (la ya imprescindible reencarnación de la amada del capitán en Jill), pero aporta elementos de cierto atractivo, como el bien intencionado paseo con escafandra para tratar de escapar, el comentario, que se revelará cierto, de que el mar vomita a un muerto cada vez que se escuchan unas fantasmales campanadas bajo las aguas, o la sorprendente longevidad de los habitantes de la ciudad “enterrada” en el mar, desequilibrio producido igualmente por el volcán (hacedor de vida y de muerte), que como en Shangri-La, impide que los personajes puedan abandonar el emplazamiento.


Por todo ello, La ciudad sumergida es una simpática producción que, pese a sacrificar parte del suspense en favor de una familiar y algo ramplona comicidad, se ve con agrado y hace partícipe al espectador, más que de una suspensión, de una inmersión de la credulidad. Dicho de otra manera, para nada hiriente, pues no lo merece, diría que la capacidad de fascinación, acorde a los escasos medios y a las nobles intenciones, se halla más en la formulación de la premisa que en su ejecución, llana pero honesta.

Es un tipo de argumento que volverá a probar fortuna en producciones de no escaso interés, tales como La ciudad de oro del capitán Nemo (Captain Nemo and the Underwater City, James Hill, 1969), o la mini serie televisiva Goliat está esperando (Goliath Awaits, Kevin Connor, 1981).

Escrito por Javier C. Aguilera


Lo más visto esta semana

Aviso Legal

Licencia Creative Commons

Baúl de Castillo por Baúl del Castillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

Nuestros contenidos son, a excepción de las citas, propiedad de los autores que colaboran en este blog. De esta forma, tanto los textos como el diseño alterado de la plantilla original y las secciones originales creadas por nuestros colaboradores son también propiedad de esta entidad bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND, salvo que en el artículo en cuestión se mencione lo contrario. Así pues, cualquiera de nuestros textos puede ser reproducido en otros medios siempre y cuando cuente con nuestra autorización y se cite a la fuente original (este blog) así como al autor correspondiente, y que su uso no sea comercial.

Dispuesta nuestra licencia de esta forma, recordamos que cualquier vulneración de estas reglas supondrá una infracción en nuestra propiedad intelectual y nos facultará para poder realizar acciones legales.

Por otra parte, nuestras imágenes son, en su mayoría, extraídas de Google y otras plataformas de distribución de imágenes. Entendemos que algunas de ellas puedan estar sujetas a derechos de autor, por lo que rogamos que se pongan en contacto con nosotros en caso de que fuera necesario retirarla. De la misma forma, siempre que sea posible encontrar el nombre del autor original de la imagen, será mencionado como nota a pie de fotografía. En otros casos, se señalará que las fotos pertenecen a nuestro equipo y su uso queda acogido a la licencia anteriormente mencionada.

Safe Creative #1210020061717