Tiempo después, de José Luis Cuerda

17 febrero, 2019

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¿Te has preguntado alguna vez por qué cruzó el pollo la carretera? Seguramente, por algún rebuscado debate político, social, religioso o personal. El disparate como forma de acción es lo que encontramos en el llamado humor absurdo, aquel que no sigue la lógica, que tan solo sucede sin razón aparente. José Luis Cuerda ya nos legó una película de culto dentro de ese humor absurdo como era Amanece, que no es poco (1989) y aunque parecía que no volvería a encumbrar otra obra similar, sobre todo por su edad, lo cierto es que con el apoyo de unos cuantos productores y humoristas ha logrado traernos el heredero espiritual de aquella: Tiempo después (2018).

No nos llevemos a engaño, el humor absurdo no está exento en ningún caso de ser un acto ácido y crítico. Es más, pocas obras se me ocurren que retraten mejor la agonía y el absurdo de la guerra como Pic-Nic (1952), de Fernando Arrabal, teatro absurdo donde los haya. Precisamente, en Amanece, que no es poco, Cuerda daba testimonio de lo absurdo de la existencia española con un repaso a través de sus gags de reflexiones en torno a nuestra situación sociopolítica. Algo semejante sucede en esta continuación, que nos propone un viaje a un futuro bastante lejano, aunque algunos hechos bien nos puedan parecer cercanos.

El mundo ha quedado reducido a un edificio en el que se concentra un estado estructurado de forma similar al pueblo de Amanece, que no es poco: todos tienen un trabajo asignado y hay usualmente dos o tres personas por cada empleo (esto parece variar, dado que en el caso de las fuerzas del orden son dos mientras que, por ejemplo, en los barberos son tres). Todo está gobernado por un rey (Gabino Diego) con la apariencia del rey de bastos de la baraja española y una pronunciación algo gangosa, aunque también se cuenta con un alcalde con poca autoridad (Manolo Solo), con varias fuerzas del orden, como dos guardias civiles o dos policías municipales mundiales.


Alrededor de este edificio, situado en medio de la nada, se concentran los parados, el resto del mundo que no tiene trabajo y que malvive en aldeas ruinosas y chabolistas, acompañados continuamente por la voz de un locutor de radio (Andreu Buenafuente) que da una murga religiosa y optimista en medio de un panorama más bien desolado. Con este paradigma, José María (Roberto Álamo) uno de los parados rompe con su situación al intentar vender limonada dentro del edificio, ante lo cual se encontrará con la oposición del régimen interno, que consideran que todo está bien organizado y que los desempleados no deben obtener trabajo para evitar que se desnaturalice. Un posterior crimen dentro del edificio dará origen a una falsa acusación para librarse de este parado y, por tanto, a un enfrentamiento entre sus habitantes y quienes quieren conseguir mejorar su estado.

La película se desarrolla enlazando situaciones absurdas y chistosas que suelen esconder críticas sociales más que evidentes. Se recurre habitualmente al uso de un lenguaje culto y elevado o a reflexiones de un alto nivel que, en el contexto de esta ficción, solo buscan la sorna a través del contraste, dado que también se recurren a chistes verdes o escatalógicos con facilidad. Sin duda, la obra requiere demasiada atención para no perderse en un mar de chistes de irregular resultado y que con tanto conjunto puede resultar pesaroso, como quizás sucedía con su predecesora. Todo ello con un argumento que va a la deriva y que no causa ningún interés, básicamente porque no es su principal objetivo, a pesar de que deja algunas perlas argumentales bastante buenas y menos evidentes de lo que parecen. Por ejemplo, cabe destacar la apariencia de un rey que se nos representa como bobalicón e irresponsable, pero que consigue plantear una solución final bastante efectiva para sus intereses, mostrando cómo detrás de su campechanía y tonterías varias hay una persona manipuladora y bastante más inteligente de lo que se podía considerar.


Sin duda, la gran virtud de esta película es, también, su mayor defecto. Se trata de un excesivo relato humorístico que cae en los mismos vicios de forma continua y que puede llegar a resultar cansino. Con todo, dentro de ese conglomerado, se pueden rescatar varias secuencias que, creo, se recuperarán con el tiempo, por su acidez y crítica al sistema. Con todo, Tiempo después es una obra bastante vacía en su narrativa, los sucesos no son relevantes y los personajes son arquetipos del chiste de turno: la jefa de gabinete del alcalde, Méndez (Blanca Suárez) más capaz que quienes la rodean y con fuertes convicciones morales, un barbero que recita poesía para ganar clientes (Berto Romero), otro barbero abatido por un sistema capitalista que le oprime por no lograr clientes frente a su rival, lo que lo obliga a caer en la delincuencia más vil (Arturo Valls), un recepcionista bastante capaz que soporta su rutinaria vida con obstinado escepticismo (Carlos Areces), un guardia civil bastante pacífico y sensato, que trata de mantener el orden debido sin más aspavientos de los necesarios (Miguel Rellán), y que mantiene una extraña relación con su subordinado, otro guardia civil con acento británico (Daniel Pérez Prada).

No faltarán tampoco los fanatismos religiosos que llevan al asesinato, en el caso del exacerbado y cruel sacerdote que interpreta Antonio de la Torre ni la pasión pecaminosa de un fraile y una monja, que logran contenerse a pesar de sugerir continuamente erotismo. Al otro lado, junto al desnaturalizado parado de la limonada, Jose María, encontramos a su inseparable compañero (César Sarachu), de buena labia y corazón, pero de espíritu menos soñador. Estos son algunos de los principales, porque el listado es bastante extenso y está lleno de múltiples guiños de todo tipo. Baste mencionar, por último, a ese grupo de jóvenes que debaten sobre la situación, pero no dejan de estar imbuidos de conformismo.


Tiempo después no deja ninguna esperanza desde la óptica de José Luis Cuerda. Para el director, el capitalismo arrasará con todo y nos dominará por completo, abandonando nuestra humanidad por nuestros roles, acabando en un feudalismo donde todo el poder, por absurdo que sea, queda concentrado siempre en los mismos de siempre, y donde no hay visos de cambio. Porque, en realidad, el cambio bien propuesto acaba por satisfacernos y confortarnos, lo que impide realmente lograr nuestro empeño original. No se trata, por tanto, de una película amable pese a sus chistes, incluso dejaría entrever que no gustará a quienes busquen una comedia vacía y nada politizada. Esperar lo contrario hubiera sido lo auténticamente absurdo.


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