Durante el anterior periodo de Semana Santa comentamos la miniserie televisiva A.D. (Anno Domini, 1985) y en esa reseña hacíamos alusión a la labor del catedrático de filología clásica Antonio Piñero (1941); autor y trayectoria que ahora retomamos por vía de uno de sus más apasionantes ensayos históricos -si es que no lo son todos-. Un rico y esclarecedor análisis sobre el periodo en el que se configuró el cristianismo.
Sin duda, es Antonio Piñero un nombre que deseábamos que estuviera presente en nuestra particular revista electrónica de historia, cine y literatura.
Allá donde hay seres humanos se producen divisiones. Es una actitud que concuerda con nuestra naturaleza. Desde el ajusticiamiento de Jesús de Nazaret (c.7 a.C.-30 d.C.), coexistieron diferentes formas de acercarse y entender su mensaje. Exégesis teológicas en las que prevaleció una sobre todas las demás (arrianas, nestorianas, cátaras, gnósticas, monofisitas, priscilianistas…); cada una de ellas, con su particular calado doctrinal y filosófico. Por coexistir, hasta coexistieron diversas acepciones que trataron de delimitar el verdadero significado de la palabra “muerte”.
Los trabajos de Piñero abarcan el conflictivo y, hasta cierto punto, misterioso periodo del siglo primero después de nuestro personaje. A tal periodo y a la figura del Mesías ha dedicado el historiador el grueso de sus investigaciones, compartidas en la red y a través de sus libros.
De entre todos ellos, destaca Los cristianismos derrotados (Edaf, 2011), en el que quedan expuestas esas corrientes de pensamiento teológico que propiciaron la (in)definición de la figura carismática de Jesús y de sus discípulos. Una diversidad que se manifestó con cierta fuerza hasta el siglo V d.C., y que tras el periodo medieval, resurgió en forma de escisión en el marco de la reforma protestante (pg.17).
Ciertamente, la teología cristiana nace como una interpretación del propio Jesús, centrada en su figura y doctrina, en lugar de como una corriente específica fundada por este. Y es que, pese a lo que se ha sostenido “indocumentadamente” la mayoría de las veces, Jesús nunca quebrantó la fundacional Ley de Moisés, sino que la interpretó a su manera. Las sectas tildadas de herejías fueron consecuencia de la aparición de esas otras formas de (re)pensar dicha doctrina, por parte de determinadas facciones religiosas. Al morir Jesús, este legó a sus discípulos (núcleo de doce componentes, en representación de las tribus de Israel), un caudaloso patrimonio oral -básicamente, que sepamos-, que finalmente quisieron plasmar por escrito, y que Pablo de Tarso (c. 5-58) universalizó.
De este modo, el grupo cristiano no fue un bloque uniforme, ya desde sus inicios. Y es lógico que así ocurriera. Para algunos, la salvación derivaba de la aceptación de la ley mosaica y de las costumbres judías, en tanto que para otros, los gentiles (los no judíos), podían salvarse igualmente sin necesidad de convertirse a su religión (parte de la propuesta de Pablo).
Símbolo cristiano del pez |
No obstante, el hecho de que Jesús no estableciera una iglesia en forma estricta no quiere decir que la comunidad primitiva no se sintiera como tal; esto es, como una auténtica asamblea (de acuerdo con la etimología griega y, posteriormente, latina). Piñero concreta que, con respecto a la actitud hacia los paganos, existieron tres posturas: la de los judeocristianos estrictos (por la cual, los gentiles debían judaizarse); la de los moderados (liderados por Pedro, en base a la exigencia del cumplimiento de las leyes “de tiempos de Noé”), y la de Pablo (la referida admisión por medio de un acto de fe sincero).
Naturalmente, el cristianismo paulino encuentra su sentido primordial en la resurrección de Cristo, otro de los aspectos más intrigantes, y sin duda más atractivos, de todo el fenómeno cristiano (y ahí está la “incómoda” Sábana Santa para atestiguarlo, si es que se está debidamente informado, es decir, sin prejuicios ateístas).
Cristo pantocrátor |
En los documentos gnósticos como el Evangelio de Tomás o el Evangelio de Judas, no se insiste tanto en la muerte de Jesús por crucifixión, como en el hecho de una salvación por medio de la liberación de los lazos con lo material y la materia (el propio cuerpo), dejando, igualmente, que el espíritu se uniera con Dios (lo que no quiere decir que se tenga que estar de acuerdo con este posicionamiento esotérico, aunque teológica o espiritualmente también posea cierto valor; en definitiva, esta interpretación no se aleja en exceso de las enseñanzas del propio Cristo).
Por su parte, los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, compuestos entre el 150 y el 250 d.C., son relatos de aventuras que mezclan entretenimiento con teología, y cuentan, ante todo, los últimos momentos de la vida de los apóstoles.
Catacumba cristiana |
No fueron los únicos escollos que la nueva doctrina hubo de superar. Se enfrentaron dos escuelas teológicas rivales: Antioquía y Alejandría. Su propósito fue, sin embargo, el mismo, entender la doble naturaleza, humana y divina, de Jesucristo. Un proceso en el que también se recuerda al primer “hereje” ajusticiado (inconvenientes de haberse establecido un canon, ya fuera político o religioso), Prisciliano, nacido en el norte de España en el siglo IV y acusado de magia. A él le siguieron los cátaros, un movimiento de renovación por el cual se sometía la creación a la existencia de una sustancia previa, conformada por los cuatro elementos presocráticos (aire, fuego, tierra y agua). Los cátaros del sur de Francia se denominaban albigenses porque su sede principal se situaba en la ciudad de Albi. En 1209, el papa Inocencio III (1161-1216) les declaró una guerra que no culminaría hasta 1224.
El Crismón cristiano |
No en vano, con la relajación de costumbres comenzó a predicarse el regreso a los orígenes y la simplicidad de la Iglesia primitiva (caso de Teresa de Jesús [1515-1582]). Consecuencia de todo ello serán el Cisma de Oriente, primero, y la Reforma protestante después.
Como ha señalado en otras ocasiones Antonio Piñero, la base de todo ello debió ser un ser humano excepcional, con probables capacidades paranormales -no necesariamente sobrenaturales- que, sin duda, se distinguió del resto de sus contemporáneos, en aquella bulliciosa Palestina del siglo I.
Escrito por Javier C. Aguilera
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