Clásicos Inolvidables (XCIX): La Regenta, de Leopoldo Alas "Clarín"

15 mayo, 2016

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La Regenta (Fotografía de LJ & MB)
¿La sociedad ha cambiado? O, mejor planteado, ¿existe la sociedad? Pueden existir las tendencias históricas, los datos antropológicos o los cambios políticos, pero conforme nos acercamos a la individualidad, a los casos concretos de los millones de personas que habitamos este planeta, cabe plantearse si acaso existe una masa que pueda definirnos de forma generalizada. Y, sin embargo, resulta pedagógico y hasta satisfactoria la clasificación, el sentirnos parte de un grupo y observar su evolución, admirando lo positivo y quejándonos de lo negativo, definiendo ambos polos según nuestros criterios ideológicos.

Partimos de esta reflexión sobre la sociedad porque el espejo del que nos servimos en gran medida para abordar las problemáticas sociales del pasado son los textos que se han conservado, la literatura que ha alcanzado nuestros días. Resulta muy difícil saber cómo y en qué pensaba alguien lejano a nuestro tiempo, pero conocemos lo que muchos dejaron por escrito. El realismo del siglo XIX, la tendencia que posicionó finalmente a la novela como el género literario por antonomasia, pretendía retratar esa realidad social y transmitirla a través de sus páginas. Una realidad que parte precisamente de la formación de la sociedad burguesa contemporánea.

En el caso de España, por no ahondar en las particularidades sociales internacionales, el realismo resultó tardío dada la ausencia de una clase media fuerte y consolidada y surgió bajo la división ideológica de conservadores y progresistas, a raíz del costumbrismo de principios de siglo (ahí tenemos los célebres Artículos de Larra, progresista, o la menos conocida obra de Mesoneros Romanos, conservador). Pérez Galdós (1843-1920) seguramente sea el nombre más célebre de esta tendencia, seguido de cerca por el también crítico literario Leopoldo Alas "Clarín" (1852-1901), autor de una de las consideradas mejores novelas de la narrativa española, La Regenta (1884-5). Y cuando volvemos a ambos autores, nos percatamos de que, salvadas algunas distancias más relacionadas con la legislación y el conjunto de libertad y derechos, las protestas o el retrato de la sociedad no varía en exceso de lo que encontramos a nuestro alrededor, incluso en las preocupaciones, las quejas o la forma de ser.

Lo mencionábamos ya en nuestro comentario de Miau (1888), donde Galdós, entre otras cosas, mostraba o dejaba entrever la miseria moral, con corrupción y nepotismo incluidos, de los gobernantes, algo no muy alejado a la situación nefasta que se vive dentro de la clase política actual. Pero ahora cuando nos acercamos a La Regenta, Clarín despliega con su pluma un universo que va más allá del debate interno de Ana Ozores entre el mantenimiento de su honra y de las normas morales sociales frente a la satisfacción personal y, por tanto, su incumplimiento; sino que retrata toda una serie de preocupaciones y situaciones que se nos asemejan en lo particular humano: ahí tenemos, por ejemplo, la envidia que destilan muchos personajes o la avaricia de tantos otros. A pesar de que el conjunto pueda parecer distante, con una sociedad actual aparentemente menos atada a las reglas morales religiosas, encontramos un reflejo del lugar de donde venimos y de parte de lo que no hemos dejado de ser, para bien y para mal.

Leopoldo Alas "Clarín"
El implacable crítico literario que fue Clarín, instrumento que sirvió de seudónimo a Leopoldo García-Alas a partir de su participación en la revista El Solfeo, fue motivo de disgustos para muchos literatos del momento y buen amigo de tantos otros autores que se sumaban al movimiento realista y al naturalista, como pudieran serlo Pérez Galdós o Pardo Bazán. Compaginando sus clases en la Universidad de Oviedo con una tiránica labor de crítico, a los 31 años dio al mundo el primer tomo de una monumental novela, La Regenta, a la que posteriormente seguirían varios relatos y cuentos, como Pipá (1886), y alguna que otra novela, como Su único hijo (1891), que han vivido desde entonces a la sombra de su obra magna. Sus conocimientos literarios se dejan entrever con evidencia en su escritura y resulta clara la deuda del autor con la literatura española anterior, a la que haremos referencia en nuestra análisis, con las temáticas presentes en la literatura extranjera, como Madame Bovary (Flaubert, 1851, de la que claramente bebe esta novela) o Ana Karenina (Tolstói, 1877) y con los conocimientos de su época, de los que estaba al tanto, incluyendo la corriente naturalista y, por tanto, las teorías del positivismo científico y el determinismo.

La Regenta se encuadra en una ciudad de provincias, Vetusta, el ya legendario trasunto de Oviedo, donde Ana Ozores, la última mujer de una noble estirpe venido a menos, ve pasar los años de su juventud junto a su marido, Víctor Quintanar, antiguo regente de la ciudad, varios años mayor que ella y al que tiene en estima, pero que no satisface los deseos y anhelos de su espíritu. Enclaustrada en una vida anodina, a la que se vio arrojada por el matrimonio de conveniencia, su espíritu late en la necesidad de cierta libertad íntima mientras trata de buscar un camino donde pueda mantener el honor familiar y soportar las presiones sociales. Sin embargo, entre su sensibilidad y su belleza logrará atraer a dos hombres distintos, aunque semejantes, que mantendrán un arduo enfrentamiento entre sombras por dominar el alma y el corazón de la Regenta: Fermín de Pas y Álvaro Mesía.

Catedral de Oviedo
La división en dos tomos de La Regenta no es solo una evidencia física, sino que es efectiva en contenido y forma: si el primer tomo sirve para dejarnos un retrato nítido de Vetusta y su sociedad y del carácter de los personajes principales, especialmente de Ana y Fermín, en cuyo pasado se embarca, apenas suceden tres días, mientras que en el segundo tomo transcurre un espacio temporal más amplio, pero los sucesos se centran en la tragedia matrimonial a partir del tablero que Clarín ya había creado en el primer tomo. Ahora bien, reducir el contenido de esta obra al conflicto entre estos personajes, aunque sea lo esencial, supondría ignorar todo lo que Clarín dibuja en su novela: un auténtico cuadro de costumbres provincianas por el que desfilan una considerable cantidad de personajes con mayor o menor importancia en la trama principal, pero que sirven para calibrar y observar las posibilidades de la sociedad coetánea al autor.

No obstante, la mayoría de personajes pertenece a la nobleza, al clero o a la burguesía rica, con excepciones como los criados, donde destaca de forma especial Petra, la doncella de Ana, que jugará en el tramo final un importante papel. También aparece la ciudadanía media cuando los personajes se pasean por el bulevar y Clarín se permite atender a cuestiones que implican a toda la sociedad, dando buena cuenta del caciquismo político, con la alianza de los dos líderes provincianos de partidos supuestamente enfrentados ideológicamente, también de la brutalidad y la ignorancia de gran parte de las clases altas (la mayor parte de los personajes no han leído los libros que mencionan, por ejemplo, y suelen tener conocimientos de oídas que reales), la religiosidad de fachada, la espuria situación de los conventos y del control de la iglesia entre las familias poderosas así como la nefasta situación del teatro. En definitiva, Clarín nos muestra el mundo de apariencias e hipocresía en el que viven la mayoría de personajes.

¡Hip hip hurra! Fiesta de artistas en Skagen de Peder Severin Kroyer
No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo: “Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. […] seré el Hipócrates de la provincia.” Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta. […] Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol. (págs. 347-8, tomo I)

En efecto, el universo social de La Regenta es un mundo de apariencias, de rumores y cotilleos que se distribuyen entre la envidia, las medias verdades, las exageraciones y el desprecio hacia los demás. Hay personajes que fingen sabiduría para sentirse superiores, sin ser conscientes de que el resto se burlan de ellos; hay otros que se dedican a exagerar los hechos y a suponer más allá de lo que realmente saben, contentándose en la crítica fácil aunque ignorante, y hay otros que consideran que todos son igual de mezquinos que como ellos se expresan. En esta selva social, que tanto se asemeja al espíritu de los pueblos, la Regenta se convierte en el cordero inocente y honorable, ejemplo de la pureza que no habita entre los demás, a sacrificar por la ciudad, algo representado en la lucha entre dos polos: Álvaro Mesía (representante del poder laico, pero también de la inmoralidad, la pasión sacrílega y deshonesta) o Fermín de Pas (representante del poder religioso, de la rectitud casta, aunque también artificiosa, que no puede evitar caer tampoco en el deseo humano).

Vetusta es otro personaje que no solo aparece representado por sus ciclos vitales (la lluvia que obliga al refugio en invierno o la tranquilidad estival) o por sus edificios (el campanario de la catedral que domina el paisaje junto a la división social de sus barrios, especificada en el primer tomo desde el dominio que también ejerce el Magistral don Fermín con su catalejo desde lo alto del campanario), sino también por la encarnación del ambiente social que representan sus habitantes. Resulta curioso observar el juego de sombras que el narrador nos revela, con la amistad de personas cercanas a Ana, como Obdulia, Visitación o la Marquesa, que incluso llegan a trabajar en su caída por la envidia o, incluso, por la incredulidad.

La Regenta permanece en gran parte de la historia como una figura angelical e incorruptible que es tanto admirada por su belleza como odiada por la pureza que desprende, en ocasiones cercana al misticismo, sin conocer los verdaderos detalles de su corazón (el lector será consciente de lo que en realidad le ocurre a Ana mientras otros personajes sacan conclusiones erróneas) o acabando por despreciarla públicamente ante un escándalo que no se aleja de lo que ellos son realmente. Con ello, se posterga un mundo cruel y poco humano, de envidias e hipocresía, que ya existía con anterioridad, como refleja el pasado de Ana con sus tías, y que no parece poder ser evitado. Este es el choque entre el individuo y la sociedad que se da en Ana y lo que la convierte en un personaje trágico de gran poder por una creación tan pormenorizada y profunda.

Los paraguas (1883), de Renoir
Por otra parte, cabe destacar la represión de la mujer que representa Ana. Curiosamente, el respeto a la moralidad del personaje, motivo de envidia del resto de personajes lo ata a ir contra sus propios deseos, pero cuando por fin trata de satisfacerlos en alguna de sus vertientes, o bien encuentra la oposición de estas mismas personas, que de cara a la galería respetan esa moral que en privado no cumplen, o bien se ve envuelta en el histerismo, en la enfermedad o en el rechazo que sus recuerdos y vivencias provocan en ella. A través de la técnica del fluir de recuerdos, similar al empleado por Proust, Clarín nos retrotrae la vida de Ana a partir del examen de conciencia de la protagonista de cara a su primera confesión con don Fermín, lo que sirve para situarnos ante esa vida reprimida: no le permitieron dedicarse a la literatura, como era habitual en esta época la mujer era más bien vista como poesía que como poeta, como pudimos mencionar con respecto a las Rimas de Bécquer, la obligaron a casarse y ella prefirió un camino fácil, aunque insatisfactoria a la larga junto al amable y paternal Víctor Quintanar, y finalmente su camino místico y santo, bajo la influencia de Fermín, que en verdad es desviado por el Magistral hacia una forma religiosa más superficial, descalificada habitualmente con el término de beata, que se aleja del intimismo y la mística que relacionaba a Ana con Santa Teresa de Jesús.

Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo efecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. (pág. 301, tomo I)

En cuanto al apartado de su matrimonio con Quintanar, cabe destacar tres aspectos que resultan bastante interesantes. El primero tiene relación con el concepto del honor calderoniano contra el adulterio que es explícito e intrínseco en el personaje de Víctor, este marido-padre que tanto nos recuerda a un don Diego de El sí de las niñas (1805) trágico, al estar imbuido de la obligación moral que impregnaba el teatro del Siglo de Oro. Sin embargo, a pesar de las continuas referencias a esta defensa del honor que obliga al asesinato de los amantes, el personaje no solo no se ve capaz de llevar a cabo la venganza, tanto por amor como por amistad, sino que acaba por comprender la dificultad de este deber que en el teatro barroco se vislumbraba con tanta facilidad. 

En este sentido, Clarín muestra una crítica evidente a este concepto del honor calderoniano, que sería más desmedido en Los cuernos de don Friolera (1921) de Valle-Inclán y que también estaría presente, de una forma similar al destino de Víctor, en Bodas de sangre (1933), de García Lorca. Por otra parte, las continuas amenazas que realiza Víctor contra un hipotético caso de adulterio (curiosamente hechas en confidencia a Álvaro, quien realmente desea a su mujer) recuerda también a las insistentes amenazas incumplidas de Urbano de Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo.


Mientras pensaba en el marido abstracto, todo iba bien; sabía ella que su deber era amarle, cuidarle, obedecerle; pero se presentaba el señor Víctor Quintanar con el lazo de la corbata de seda negra torcido, junto a una oreja; vivaracho, inquieto, lleno de pensamientos insignificantes, ocupado en cualquier cosa baladí, tomando con todo el calor natural lo más mezquino y digno de olvido, y ella sin poder remediarlo, y con más fuerza por causa del disimulo, sentía un rencor sordo, irracional, pero invencible por el momento. (pág. 158, tomo II)

Los otros dos elementos que queríamos comentar están menos relacionados con el tema central de la novela, pero son relevantes para el mismo. El segundo es la insatisfacción vital de la Regenta, que no encuentra su lugar en el mundo por cumplir con lo establecido socialmente, incluso cuando logra cierta estabilidad, esta es frágil y temporal, rota tanto por su caída en desgracia como por la decepción de descubrir la verdad de lo que la rodea. Una insatisfacción que se mostrará también en el tercer aspecto: la maternidad. Una cuestión que aparece poco en la trama, pero que se revela ocasionalmente como un sueño incumplido de Ana, lo que provoca que el encuentro con niños, por ejemplo en el primer tomo, se torne en un momento agridulce, dado que el personaje sentimental no puede impedir sentir cierta cercanía con el mundo de la infancia, sobre todo al ser un universo que le está cercado pese a sus deseos. Una visión trágica de esta cuestión que también trataría Unamuno, por ejemplo en La tía Tula (1921), o García Lorca, en Yerma (1934).

Contra el idealismo que rodea a Ana Ozores, Álvaro Mesía se erige como un don Juan, como no dudará en nombrarlo Clarín, que se convierte en el gran símbolo de la hipocresía. Su posición le permite vanagloriarse de sus conquistas pasionales de mujeres en ocasiones casadas, pero cuando se pone como empeño conquistar a la Regenta, considerándola un reto por ser una fortaleza inexpugnable, equiparándola así a doña Inés del Don Juan Tenorio (José Zorrilla, 1844; la obra aparecerá representada en el libro), trata de mostrar a los demás que su amor es auténtico y que su empeño es honesto, cuando la realidad es otra. Incluso su valor se traduce en cobardía, por ejemplo, cuando escucha las amenazas de Víctor o cuando observa la fortaleza física del Magistral. Este es el representante de la pasión ardiente, un personaje que al contrario que Ana o Fermín, apenas tiene mayor profundidad, ni siquiera una evolución a tener en cuenta. El personaje más vacío del trío de protagonistas.


Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dos esperaban vencer, pero a ninguno se le acercaba la hora del triunfo.
-Esta mujer –decía don Álvaro- es peor que Troya.
-El remedio ha sido peor que la enfermedad –pensaba don Fermín (pág. 158, tomo II)

Fermín de Pas es, sin duda, el otro gran personaje de la novela. Un personaje más ambiguo que Ana, que representa la fortaleza religiosa unida a la debilidad humana. Su seguridad y dominio inicial sobre la ciudad va mermando cuanto más se relaciona con un alma que él considera superior, la de Ana, y se deshace por completo cuando los lectores descubrimos que vive bajo el yugo de su madre, doña Paula. Se trata por tanto de un personaje anclado a una avaricia económica y social que no le pertenece realmente, sino que se ha deslizado en su mentalidad por influencia de su madre. La relación entre Ana y él será fluida y se considerarán hermanos del alma, pero en el último tramo ocupará el auténtico lugar de Víctor al convertirse en una especie de marido religioso, siendo víctima del amor mundanal, que se diría en la Edad Media, es decir, de los celos. Clarín retrata al personaje de forma positiva, siendo el equivalente a Ana en hombre: insatisfecho, envuelto en intrigas contra su persona, dominado por la situación que le rodea (el dominio familiar) y cuya salvación viene procurada al evitar su caída pública por una cuestión azarosa. El problema principal del personaje es su defensa de una moral que no es capaz de cumplir y aplicar por su sumisión a doña Paula. De ahí que tras el encuentro con la Regenta y el comienzo de su relación comiencen unos cambios internos en Fermín que supongan una fractura con su madre y con su vida anterior, llegando el arrepentimiento ante ciertas acciones impropias de su moral realmente.

En el primer tomo, por ejemplo, se comienza con la visión de la superioridad del Magistral desde la torre campanario de la catedral (que después se revelará real: domina incluso al obispo, que debería ser superior a él) y finaliza con su vigilancia nocturna desde el balcón de su casa, al que se siente atado y desde donde es consciente del daño que las acciones de su madre (y por tanto, las suyas) ha provocado en un vecino sin que se hubiera dado cuenta antes o, al menos, sin contemplarlo con arrepentimiento. Así se nos muestra cómo la actitud del Magistral ha cambiado radicalmente entre la primera escena y esta última, desde el dominio indiferente hasta la fragilidad íntima. Por todo ello, la evolución del personaje es muy interesante y la relación entre la Regenta y Fermín se encuentra fundamentada de forma más rica que la establecida entre Álvaro y Ana, permitiéndose incluso alcanzar un momento de clímax en la procesión del Viernes Santo. Esta es una de las escenas más poderosas del segundo tomo, que será lo más similar a la rendición de Ana a lo que se acercará Fermín, aunque ello suponga su ruptura definitiva.

Cabe destacar por último a otros dos personajes interesantes: Crespo, Frígilis, tachado como un loco por el resto de sus conciudadanos, pero que gracias a este consideración puede lograr vivir de forma plena y libre, o el medico Benítez, auténtico representante científico (frente al doctor de Vetusta, Somoza, supersticioso y sin auténticos conocimientos), un personaje que no tiene demasiada presencia, pero que representa los valores del progreso cultural, social y científico. Quizás merezca mencionar también al ateo del pueblo, Pompeyo Guimarán, que jugará un papel relevante tanto en el desprecio público como en la restauración social del Magistral.

La Regenta, más allá de una novela naturalista, es un irónico retrato de la sociedad y de una mujer que sobrevive encadenada a lo que de ella esperan. Se trata de una lectura lenta, llena de detalles, con monólogos de los personajes entremezclados, muchas veces en estilo indirecto libre, con la voz del narrador. Aunque la historia tiene una apariencia sencilla, tiene muchos recovecos con reflexiones implícitas sobre la religiosidad, el positivismo y la condición humana, además de avanzar en un tira y afloja que alarga bastante la llegada del clímax final.

Su seriedad deja lugar también al humor crítico para desmentir la fachada de sus personajes y mostrarnos sus auténticas personalidades. Con ello, también nos permite plantearnos, cual espejo, cómo nos comportamos en realidad frente a la imagen que proyectamos como sociedad.

Escrito por Luis J. del Castillo



2 comentarios :

  1. He disfrutado un montón con el análisis de esta entrada, haciéndome recordar una de las lecturas que más me gustaron en la carrera, para mí la mejor novela del siglo XIX, con permiso de don Benito.

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    1. Me alegro de que te haya gustado mi reseña. Aunque he tardado bastante en leer los dos tomos y en hacerla, ha sido una experiencia gratificante y he podido disfrutar bastante de ella. Sobre la literatura del siglo XIX, sin duda don Benito es EL gran narrador realista, pero esta es LA gran novela.

      Gracias por el comentario, Juli :)

      ¡Un saludo!

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