El almanaque de mi padre, de Jiro Taniguchi

08 julio, 2024

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La narrativa que nos ha legado el mundo del cómic y, especialmente, del manga nos suele remitir a mundos de fantasía. Es normal, ya que dentro de las posibilidades que te brinda ese ámbito está el de poder dar vida a cualquier realidad imaginada. Sin embargo, no debemos considerar que siempre sea así. Algunas de estas obras se acercan a la realidad incluso al punto del costumbrismo, con un lenguaje específico como es el del dibujo, el uso de las viñetas o la transmisión entre página y página de una idea en combinación con el lenguaje empleado. Siempre que pienso en dos ejemplos característicos de este tipo de cómic más realista, se me vienen a la mente dos obras bien distintas: Maus (Art Spiegelman, 1986 y 1991), que emplea a seres antropomórficos para relatarnos la persecución a los judíos por parte del nazismo, y la más reciente Perspépolis (Marjane Satrapi, 2000-2003), una autobiografía que muestra el crecimiento del régimen fundamentalista islámico en Irán.

Sin embargo, me resulta más complicado pensar en ejemplos dentro del mundo del manga, porque los casos más habituales en mi cabeza suelen ser los ejemplos más populares y fantásticos, igual que en el mundo del cómic solemos mencionar más a los superhéroes o las aventuras de Tintín, Astérix o el humor de Francisco Ibáñez (1936-2023). Quizás también se debe a la capacidad de mezclar magia y cotidianidad del manga japonés. Por ejemplo, la historia de una familia de relaciones rotas por la violencia interna, la tortura psicológica y los traumas tienen su origen en una explicación mágica, una maldición del zodiaco, en Fruits Basket (Natsuki Takaya, 1998-2006), los crímenes que se resuelven en Detective Conan (Gosho Aoyama, 1994-) parten de la premisa de que su protagonista ha rejuvenecido por culpa de una droga, e incluso en algunas historias más realistas, como You are My Sun (Yuki Akaneda, 2023), hay abiertos ciertos momentos a lo espiritual. Ahora bien, como forma de expresión de la cultura japonesa, no cabe duda de que también hay espacio para el costumbrismo más cotidiano, al igual que ha sucedido en otras culturas. Y no solo ligado a un acontecimiento concreto e histórico, como sucede con la cruda Pies descalzos (Keiji Nakazawa, 1973-1974), sobre el bombardeo atómico en Hiroshima, sino más cercano a lo realizado por Isao Takahata en Recuerdos del ayer (1991), y a lo que podemos contemplar en El almanaque de mi padre (1994), de Jiro Taniguchi. 

La trama en las que nos introduce Taniguchi es sencilla: Yoichi regresa a su ciudad natal, Tottori, para el velatorio y posterior funeral de su padre, forzado por su mujer ante su primera negativa. Durante la mayor parte de su vida adulta ha mantenido las distancias y al regresar se reencuentra con la historia de su pasado, de su niñez y de las emociones y sentimientos que había perdido por empeñarse en alejarse. A través de las conversaciones con su tío, su hermana, con la viuda de su padre, su madrastra, y viendo fotografías del pasado, se irá recomponiendo el rompecabezas de su historia personal, contemplando otras perspectivas que romperán con su visión infantil de los hechos que le llevaron a rechazar mantener una relación con su padre.

No hay que esperar grandes giros en una historia centrada en actos tan cotidianos. El velatorio se ve intercalado por la historia cronológica de su familia, incluyendo el monólogo interno del protagonista confrontando lo que siente ahora con lo que sintió entonces. Esto le sirve a Taniguchi para mostrar la vida cotidiana de una familia japonesa entre los años 40 y 60, incluyendo la posguerra, la presencia del ejército norteamericano o el incendio de Tottori en 1952. Además de la mentalidad noble, pero callada y orgullosa de la figura paterna. 

Sin duda, El almanaque de mi padre es la reconciliación con la figura paterna ausente, pero siempre presente, la que podemos considerar más tradicional. Yoichi siempre había culpado a su padre de la ruptura de su familia, sobre todo de que su madre se separara y los dejara con él. Sin embargo, durante el velatorio, irá descubriendo las razones del comportamiento de su padre, comprenderá cómo actuaba y cómo dejaba huella en el resto de las personas con acciones honestas y cotidianas, siendo un hombre sencillo, humilde e íntegro, que ni siquiera quiso forzar a su hijo, al que amó a su manera, en ese silencio emocional al que tantas generaciones de hombres se vieron expuestos.

Con ese enfrentamiento entre la imagen que Yoichi tenía de su padre, de un hombre frío y distante, y el que proyectan no solo las palabras de los demás, sino sus propios recuerdos, se da cuenta nuestro protagonista de sus errores, del tiempo perdido por no haber sabido comunicarse, de todo lo que ha dejado atrás por egoísmo, dándose cuenta de que ya es tarde. No necesita este cómic grandes giros de tuerca ni acontecimientos grotescos o trágicos para golpearnos emocionalmente, solo la sencillez de un hijo ante el cuerpo inerte de su padre sabiendo que ya no hay marcha atrás, que no podrá remediar el dolor que le causó en vida por haberlo querido apartar e ignorar. Por contra, frente al hijo que no supo apreciar a su padre, encontramos a un padre que le aguardó siempre, apreciando el valor de una fotografía que atesoraba con cariño, dándole libertad para tomar sus decisiones sin imponerle su futuro como era tradicional en esa época o esperándolo hasta el último momento mientras cuidaba del perro que rescató de niño. Un hombre que antepuso sus deseos por los deseos de sus hijo, pensando que así lograría su felicidad mientras renunciaba a poder tenerlo a su lado.


Todo expuesto con una gran sensibilidad, empleando un dibujo cuidado al detalle, salvo quizás por la poca expresividad de los rostros, y usando la narrativa propia del cómic para confrontar pasado y presente, para dar silencio y solemnidad a los recuerdos que podrían pasar por normales. Hay mucha delicadeza en la manera en que Taniguchi trabaja con la memoria a través de sus dibujos, logrando que una imagen que representa un momento sencillo y fugaz perdure con la fuerza de la emoción, la nostalgia y el dolor de la pérdida. No será nuestro pasado, pero todos atesoramos sentimientos similares, y por eso podemos comprender tan bien al protagonista y alcanzar igualmente su catarsis, esa reconciliación con la memoria y ese necesario homenaje póstumo a su padre, a lo que debería haber hecho antes. Curiosamente, cuanto más conozca a su padre, más chocante resultará el reencuentro final que se da en la obra por resultar frío y distante, apático, contrastando con la imagen idealizada que él había creado de niño. 

Es la traición de nuestra memoria frágil, que reconstruye nuestro relato vital según cómo queremos verlo y no tal y como ocurrió. Sobre todo cuando nos lo contamos una y otra vez a lo largo de nuestra vida, reafirmándolo para evitar cualquier disonancia. Yoichi debe corregir a lo largo de este cómic algunos de sus recuerdos cuando los compara con lo que sabían sus familiares, sobre todo su tío, que será quien más le recrimine su actitud, y su hermana mayor; ambos le mostrarán que nunca llegó a entender a su padre mientras vivía. Y con esa corrección comenzará a empatizar. A darse cuenta de sus auténticos sentimientos, a abrirse al dolor de la pérdida rompiendo con la frialdad que él mismo había creado. Ese contraste se logra entre las primeras páginas y las últimas, cuando ve el cadáver de su padre por primera vez al llegar al velatorio y cuando se despide de él tras toda esa noche de reflexión y recuerdos.


El almanaque de mi padre es el encuentro con el pasado, es el retrato de una generación de familias que podemos reconocer no solo como costumbrismo japonés, sino también como reflejo de un tipo de sociedad y de relaciones universales. Padres e hijos que vivieron unos hechos de manera diferente y que generan barreras emocionales que se suelen evitar. Una historia sencilla que logra ser efectiva, cálida y reconfortante, con una narrativa que se luce mediante un cuidado uso del dibujo. Una buena muestra de la capacidad de Jiro Taniguchi para inmortalizar y darle sentido a lo cotidiano.

Escrito por Luis J. del Castillo



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